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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE ARGELIA ANTE LA SANTA SEDE*


Viernes 14 de diciembre de 1979

 

Señor Embajador:

Acojo con gratitud vuestro propósito de contribuir a consolidar y ampliar las relaciones ya entabladas entre la Santa Sede y la República de Argelia, en el momento en que comenzáis aquí vuestro cargo de Embajador. Agradezco particularmente a Vuestra Excelencia, las palabras llenas de consideración hacia la obra de la Santa Sede en favor de la paz y las relaciones de igualdad entre las naciones y los derechos que garantizan al hombre su dignidad.

Habéis mencionado también la gloria del pueblo argelino, las pruebas por las que ha pasado, su valentía, los esfuerzos que está haciendo actualmente por asegurar lo más posible a todos sus miembros y particularmente a su numerosa juventud, buenas condiciones de vida material y cultural; y habéis evocado sus esperanzas y solidaridad con otros pueblos a fin de que progresen la justicia y la paz también entre ellos.

Tales esfuerzos e ideales reciben, Vos lo sabéis, la estima de la Santa Sede en la medida en que se trate cabalmente de desarrollar con solidaridad lo que engrandece al hombre y de superar las diversas formas de injusticia, sea a nivel de enriquecimiento desmedido de unos ante la penuria dramática de los otros, o a nivel de violación de derechos humanos fundamentales, de la libertad civil y política del espíritu y la conciencia. Los caminos de la justicia se abren cuando las partes en juego aceptan el tener en cuenta las necesidades y derechos de los demás, a la vez que defienden los suyos; cuando procuran la negociación razonable en lugar de recurrir a la violencia, y cuando se dejan guiar por la verdad. El respeto de la verdad, la búsqueda de la verdad, en cualquier situación, son, según el tema de la Jornada mundial de la Paz del primero de enero próximo, el fundamento —estoy convencido— de la auténtica justicia y, por ello, de la paz verdadera, de la paz estable.

Estos diferentes puntos —ayuda mutua, equidad, verdad— figuran de hecho entre las declaraciones oficiales de la Santa Sede, de la Iglesia; constituyen también el programa de la actividad diaria desinteresada y muy humilde con frecuencia, de los mismos cristianos en el seno de sus patrias respectivas. ¿Acaso no es esto lo que podemos decir actualmente de los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos católicos que trabajan en Argelia y de las pequeñas comunidades agrupadas en torno a sus obispos? Sacando de su fe —y de los medios que la sustentan— el dinamismo de la caridad, entienden contribuir en todos los sectores al desarrollo del país al que están vinculados con todo el corazón; y sus compañeros musulmanes, con quienes viven y dialogan con pleno respeto, pueden desarrollar en unión con ellos los valores morales que aseguran el porvenir de una nación y constituyen su grandeza. ¿Cómo no desear el avance de esta colaboración?

Con este espíritu hago votos a Vuestra Excelencia para una misión fructífera ante la Santa Sede. Y complacido renuevo los deseos cordiales que formulé en las fiestas nacionales recientes para el pueblo argelino y para la tarea de sus dirigentes invocando la asistencia del Altísimo.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, 1980, n.4, p.6.

 



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