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PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL FINAL DE UN CONCIERTO EN LA SALA PABLO VI


Jueves 8 de febrero de 1979

 

1. Deseo dar las gracias, en nombre de todos los presentes, en primer lugar a los organizadores y artistas que nos han ofrecido este momento de goce espiritual: a ellos y a cuantos han colaborado para el feliz resultado de este acto, vaya la expresión de mi sincero y cordial reconocimiento.

2. Mi pensamiento se dirige a continuación al maestro Krzysztof Penderecki. No es la primera vez que asisto a la interpretación de una obra suya. Recuerdo la Passio et mors Domini Nostri Iesu Christi según San Lucas, en el patio académico del Castillo de Wawel; recuerdo la interpretación de Utrenia, en la iglesia de Santa Catalina de Cracovia. Nunca habría podido imaginar que me sería concedido poder acoger al señor Penderecki en la Sala Pablo VI del Vaticano, durante los primeros meses de mi pontificado.

Estoy profundamente emocionado.

3. Deseo congratularme con usted, señor director, por esta obra maestra que ratifica en su contenido la línea de los precedentes hallazgos artísticos. Me resulta difícil decir algo más respecto a la parte esencial, al aspecto estrictamente musical, sobre el que me debo limitar a manifestar una sencilla impresión.

Debo confesar que esta impresión es profunda. Por lo que concierne al contenido me viene a la mente una frase pronunciada, tal vez antes de la guerra, por un hombre de arte muy conocido mío: «Toda gran obra de arte —en su inspiración y en su raíz— es religiosa».

Creo que las grandes obras del maestro Penderecki confirman este principio.

Esta vez ha recurrido a Milton. Creo que el Paradise Lost ha venido a ser ocasión para expresar en el lenguaje tan original de su composición algunas preguntas que el hombre se hace; las preguntas referentes a los problemas fundamentales de su existencia y su destino.

La respuesta a estas preguntas, que encontramos en las primeras páginas de la Sagrada Escritura, en los primeros capítulos del libro del Génesis, no puede menos de impresionar por su profundidad y su lógica.

No se trata de un simple relato de algunos sucesos; allí están registradas las experiencias fundamentales a las que debe volver siempre el hombre en su existencia, a pesar de las puntualizaciones que la hermenéutica bíblica ha aportado en esta materia. Diría que los primeros capítulos del Génesis protegen del peligro de alienaciones a cuanto hay de sustancialmente humano en cada uno de nosotros.

Quiero, pues, congratularme con usted, director, por la idea de recurrir a esta fuente a través del poema del gran escritor inglés.

Personalmente me alegro mucho de que tal obra musical haya surgido de la pluma de un compositor polaco. Esto es también un testimonio de la matriz cristiana que penetra toda nuestra cultura. Y puesto que el lenguaje de la música es más universal que el de la literatura, hago votos para que este fruto de la creatividad artística de un compatriota mío pueda ser motivo de emociones artísticas para todos los hombres contemporáneos, independientemente de su nacionalidad.

Y por esto doy gracias cordialmente al Señor.

Termino con un aplauso sincero a cada uno de los artistas, a los excelentes solistas, a los componentes de la orquesta del Teatro alla Scala y al coro de la Opera de Chicago, que han sabido interpretar tan magistralmente la inspirada composición.

A todos mi bendición apostólica.

 



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