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VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,
MÉXICO Y BAHAMAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SEMINARISTAS MAYORES, DIOCESANOS Y RELIGIOSOS
EN EL SEMINARIO DE GUADALAJARA

Martes 30 de enero de 1979

 

Queridos seminaristas, diocesanos y religiosos, de México:

¡La paz del Señor sea siempre con vosotros!

El entusiasmo desbordante y afectuoso con que me recibís esta tarde me hace sentir profundamente conmovido. Es un gozo inmenso el que pruebo al compartir con vosotros estos momentos, que por vuestra parte corroboran sin lugar a duda el aprecio que sentís por el Papa delante de Dios, y esto me infunde consuelo y nuevo aliento (cf. 2Co 7, 13).

A través de vosotros, mi alegría interior se extiende a los queridos hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, religiosos y a todos los fieles. Vaya a todos mi más entrañable agradecimiento por tantas atenciones y tanta cordialidad filiales, y más aún por su recuerdo en las plegarias al Señor. Puedo aseguraros que vuestra correspondencia unánime a esta mi “visita pastoral” a México, ha ido dando consistencia en mí, durante estos días, a un grato presentimiento. Os lo diré con palabras del Apóstol: “Me alegra poder contar con vosotros en todo” (2Co 7, 16).

1. Es para mí un motivo de satisfacción saber que los seminarios mexicanos tienen una larga y gloriosa tradición, que se remonta a los tiempos del Concilio de Trento, con la creación del Colegio “San Pedro” en esta ciudad de Guadalajara, el año 1570. A él se han ido sumando en el tiempo otros muchos centros de formación sacerdotal, diseminados por todo el territorio nacional, como demostración persistente de una fresca, pujante vitalidad eclesial. No quiero pasar por alto el ya centenario Colegio Mexicano en Roma, que tiene una misión tan importante: mantener viva la vinculación entre México y la Cátedra del Papa. Considero un deber ineludible de todos ayudarlo y sostenerlo para que cumpla tan primordial cometido con plena fidelidad a las normas del Magisterio y a las orientaciones dadas por la Sede de Pedro.

Esta solicitud histórica por crear nuevos seminarios, suscita en mí sentimientos de complacencia y aplauso; pero lo que de modo especial me llena de esperanza, es el continuo florecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas. Me siento feliz de veros aquí a vosotros, jóvenes rebosantes de alegría por haber dicho sí a la invitación del Señor, a servirlo con cuerpo y alma en su Iglesia, por el sacerdocio ministerial. Al igual que San Pablo, quiero abriros de par en par mi ánimo para deciros: “siento el corazón ensanchado...; pagadme con la misma moneda” (2Co 6, 11-13).

2. Hace poco más de dos meses, cuando apenas había comenzado mi Pontificado, tuve una “audiencia eucarística” con los seminaristas romanos. Como a ellos, también hoy a vosotros os invito a escuchar atentamente al Señor que os habla al corazón, principalmente en la oración y en la liturgia, para iros descubriendo y enraizando, en lo hondo de vuestro ser, el sentido y el valor de la vocación.

Dios que es verdad y es amor se nos ha manifestado en la historia de la creación y en la historia de la salvación: una historia incompleta aún, la de la humanidad, que “aguarda impaciente a que se revele lo que es ser hijos de Dios” (cf Rm 8, 18). El mismo Dios nos ha escogido, nos ha llamado para infundir nueva fuerza en esa historia, ahora ya sabiendo que la salvación “es don de Dios, no viene de las obras, y que somos hechura suya, creados en Cristo Jesús” (Ef 1, 8-10). Una historia que es en los designios de Dios, también la nuestra, porque nos quiere obreros en su viña (cf. Mt 20, 1-16), nos quiere embajadores suyos para salir al encuentro de todos e invitarlos a entrar en su banquete (cf. ib., 22, 1-14), nos quiere samaritanos, que usan misericordia con el prójimo desvalido (cf. Lc 10, 30ss.).

3. Ya esto bastaría para vislumbrar de cerca cuán grande es la vocación. Experimentarla es un acontecimiento único, indecible que únicamente se percibe, como un soplo suave a través del toque desvelante de la gracia: un soplo del Espíritu que, al mismo tiempo que da perfil auténtico a nuestra frágil realidad humana –vaso de arcilla en manos del alfarero (cf. Rm 9, 20-21)–, enciende en nuestros corazones una luz nueva, infunde una fuerza extraordinaria que, cimentándonos en el amor, incorpora nuestra existencia al quehacer divino, a su plan de re-creación de hombre en Cristo, es decir, la formación de su nueva familia redimida. Estáis pues llamados a construir la Iglesia –comunión con Dios–, algo muy por encima de lo que uno puede pedir o imaginar (cf. Ef 3, 14-21).

4. Queridos seminaristas, que un día seréis ministros de Dios para plantar y regar el campo del Señor: aprovechad estos años en el seminario para llenaros de los sentimientos del mismo Cristo en el estudio, en la oración, en la obediencia, en la formación del propio carácter. Veréis cómo a medica que va madurando vuestra vocación en esta escuela, vuestra vida irá asumiendo gozosamente una marca específica, una indicación bien precisa: la orientación a los demás, como Cristo que “pasó haciendo el bien y sanando a todos” (Hch 10, 38). De este modo, lo que humanamente podría parecer un fracaso, se convierte en un radiante proyecto de vida ya examinado y aprobado por Jesús: no existir para ser servido sino para servir (cf Mt 20, 28).

Como bien comprenderéis nada más lejano de la vocación que el aliciente de ventajas terrenas o la búsqueda de beneficios u honores: muy lejos también de ser la evasión de un ambiente de ilusiones frustradas o que se ofrece hostil o alienante. La Buena Nueva, para el llamado al servicio del Pueblo de Dios, además de ser un llamamiento a cambiar y mejorar la propia existencia, es llamamiento a una vida ya transformada en Cristo que hay que anunciar y propagar.

Os baste con esto, queridos seminaristas. El resto lo sabréis poner vosotros con vuestro corazón abierto y generoso. Una cosa quiero añadir: amad a vuestros directores, educadores y superiores. A ellos incumbe la grata pero también difícil tarea de llevaros de la mano por el camino que conduce al sacerdocio. Ellos os ayudarán a adquirir el gusto de la vida interior, el hábito exigente de la renuncia por Cristo, del desprendimiento y sobre todo, os contagiarán del “suave olor del conocimiento de Cristo” (cf. 2Co 2, 14). No tengáis miedo. El Señor está con vosotros y en todo momento es nuestra mejor garantía: “Sé de quién me he fiado” (2Tm 1, 12).

Con esta confianza en el Señor, abrid vuestro corazón a la acción del Espíritu Santo; abridlo en un propósito de entrega que no sabe de reservas; abridlo al mundo que os espera y necesita; abridlo a la llamada que ya os dirigen tantas almas a las que un día podréis dar a Cristo en la Eucaristía, en la Penitencia, en la predicación de la Palabra revelada, en el consejo amigable y desinteresado, en el testimonio alegre de vuestra vida de hombres en el mundo sin ser del mundo.

Vale la pena dedicarle a la causa de Cristo, que quiere corazones valientes y decididos; vale la pena consagrarse al hombre por Cristo, para llevarle a El, para elevarlo, para ayudarle en el camino hacia la eternidad; vale la pena hacer una opción por un ideal que os procurará grandes alegrías, aunque os exija también no pocos sacrificios. El Señor no abandona a los suyos.

Vale la pena vivir por el Reino ese precioso valor del cristianismo: el celibato sacerdotal, patrimonio plurisecular de la Iglesia; vivirlo responsablemente aunque os exija no pocos sacrificios. ¡Cultivad la devoción a María, la Madre Virgen del Hijo de Dios, para que os ayude y aliente a realizarlo plenamente!

Mas quiero reservar también una palabra especial a vosotros, educadores y superiores de casas de formación seminarística. Tenéis entre manos un tesoro eclesial. Cuidadlo con el mayor esmero y diligencia para que pueda producir los frutos esperados. Formad a estos jóvenes en la sana alegría, en el cultivo de una rica personalidad adaptada a nuestro tiempo. Pero formadla bien sólida en la fe, en los criterios del Evangelio, en la conciencia del valor de las almas, en un espíritu de oración capaz de afrontar los embates del futuro.

No recortéis la visión vertical de la vida ni rebajéis las exigencias que la opción por Cristo impone. Si proponemos ideales desvirtuados, son los jóvenes los primeros en no quererlos, porque desean algo que valga la pena, que sea ideal digno de una existencia. Aunque cueste.

¡Responsables de las vocaciones, sacerdotes, religiosos, padres y madres de familia! Dirijo a vosotros esas palabras. Comprometeos con generosidad en la tarea de procurar nuevas vocaciones, tan importantes para el futuro de la Iglesia. El escasez de vocaciones requiere un esfuerzo consciente por remediarlo. Y esto no se logrará si no sabemos orar, si no sabemos dar a la vocación al sacerdocio, diocesano o religioso, el aprecio y estima que merece.

Os doy a todos mi bendición. ¡Jóvenes seminaristas, Cristo os espera! No podéis defraudarle. 



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