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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DE LA SOCIEDAD EUROPEA DE FÍSICA


Viernes 30 de marzo de 1979

 

Quisiera manifestar en primer lugar mi agradecimiento a usted, profesor, por esta iniciativa de venir a visitarme hoy; no acierto a expresar cuán agradecido estoy por este gesto y por vuestra presencia; se trata para mí de una continuación de las experiencias tenidas anteriormente cuando todavía estaba en Polonia, en Cracovia, cuando tenía la costumbre de encontrarme para dialogar con hombres de ciencia y, en especial, con físicos.

Así es que la jornada de hoy y este encuentro vienen a ser para mí una primera prueba de que este modo de obrar, estos encuentros, tendrán un futuro; y de que no son algo que pertenece sólo a mi pasado, sino que tendrán realmente un futuro en plan diferente. Además, le estoy muy agradecido por lo que ha dicho, y pienso que cuanto ha expresado viene a ser el tema esencial de nuestro encuentro. Lo que puedo decir yo ahora será más bien alusión o referencia a ello. Teniendo la fortuna de encontrarme hoy con vosotros, de verdad he pensado que no estaba preparado. Quisiera estar más preparado; pero me he dicho: vayamos, pues, tal y como está la cosa; tal y como estamos hay que dar un paso y comenzar una etapa, y quizá después nos preparemos juntos con futuros encuentros. Pero debo decir que las cosas que ha dicho usted son verdaderamente esenciales para el tema de este encuentro, pues constituyen los problemas fundamentales, los problemas de la naturaleza misma de la ciencia, y después los problemas de la relación entre ciencia y fe, entre ciencia y religión; se trata de problemas que no son sólo internos, por así decir, de la ciencia, sino problemas relativos al sujeto y al portador, al autor de la ciencia y que crea su propio ambiente con la ciencia; crea un cosmos suyo, un cosmos humano para los problemas del hombre. Y son igualmente esenciales las demás cosas que usted ha expuesto; pero me he complacido especialmente cuando ha dicho que el esfuerzo que la ciencia realiza quizá haya sido más afortunado que el esfuerzo hecho por otros, por los políticos, por ejemplo, que no han sabido reconstruir la unidad de Europa, de nuestro continente, mientras que los hombres de ciencia, vosotros, tenéis la convicción de que podréis lograrla. Entonces yo estoy con los hombres de ciencia, estoy con vosotros.

Permitidme, profesor, que ahora cambie de lengua. Quiero continuar expresándome en francés porque quizá sea más fácil a todos los participantes interpretar mis sentimientos y algunas ideas.

Señoras y señores: Me complazco en saludar en vosotros a un grupo de sabios ilustres, miembros de la Sociedad Europea de Física, presidida por el profesor Antonino Zichichi. El encuentro de esta mañana me es de sumo agrado. En efecto, si mi formación personal ha sido y sigue siendo prevalentemente humanista (hay que decir que conozco muy poco de vuestra materia), centrada en cuestiones filosóficas, teológicas y morales, sin embargo vuestras preocupaciones no me son ajenas. Resultaba un poco extraño incluso, pero siempre era bien recibido por los físicos, por las personas, los profesores que representan vuestra profesión y especialización; y conociendo tan poco de vuestros problemas y vuestra ciencia, me encontraba a gusto con ellos. Hemos sido capaces y sabido comprendernos. En Cracovia siempre he procurado y encontrado contactos muy provechosos con el mundo científico y, en particular, con los especialistas en ciencias físicas. Esto es para deciros el valor que encierra para mí este instante que evoca tanto otros encuentros y, más en especial, el que tuve con el Club Roma —los resultados del trabajo de este Club son muy conocidos entre nosotros en Polonia—, si bien las circunstancias no consienten que demos a este encuentro la forma del intercambio personal que yo apreciaba tanto. Pero en el porvenir trataremos de dar más este cariz de intercambio personal a nuestros encuentros.

Los problemas que os habéis planteado durante este Seminario internacional son de gran importancia y actualidad, puesto que podrán constituir un punto de referencia en el desarrollo de la física moderna. Os habéis ocupado, en efecto, de tratar problemas científicos muy actuales que van desde las altas energías para el estudio de los fenómenos subnucleares, hasta la fusión nuclear; desde los radio-interferómetros astrofísicos hasta la luz de los sincrotrones. Excusadme que pronuncie estas palabras sin poder dar significado personal a todas estas expresiones, a esta terminología. Pero pienso que tal es nuestra situación también al vivir en este mundo tan especializado; se pierde la facultad de hablar todas las lenguas posibles, no sólo las lenguas en sentido lingüístico, sino también las lenguas en sentido científico. Gracias al conocimiento de las lenguas clásicas (griego y latín), se comprende un poco lo que quieren decir estas palabras; pero su significado real, la correspondencia con la realidad determinada por esta terminología, está claro quo sois vosotros quienes la debéis aportar. Además, vuestra Sociedad, que comprende varios miles de físicos de 28 naciones de Europa, constituye asimismo un llamamiento a la unidad cultural de toda la comunidad de países europeos.

No tengo intención de profundizar hoy, sino sólo de exponer algunas observaciones sobre el problema siempre nuevo y actual de la posición recíproca del saber científico y la fe. Sois en primer lugar investigadores; debo decir que es una palabra que aprecio muy en especial, ¡investigadores! Es conveniente señalar esta característica de vuestra actividad e impulsar la justa libertad de vuestra investigación dentro de su objeto y método propios, según "la autonomía legítima de la cultura humana y, especialmente, la de las ciencias recordada por el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, 59). Debo decir que a este párrafo de la Gaudium et spes le concedo gran importancia. La ciencia es buena en sí misma pues consiste en el conocimiento del mundo que es bueno, creado y contemplado por el Creador con satisfacción, como afirma el libro del Génesis: "Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho" (Gén 1, 51). Soy muy aficionado al primer capítulo del Génesis. Ciertamente el pecado original no alteró totalmente esta bondad primera. El conocimiento humano del mundo es un modo de participar en la ciencia del Creador. Constituye, por tanto, un primer grado de semejanza del hombre con Dios, un acto de respeto hacia El, puesto que todo lo que descubrimos rinde homenaje a la verdad primera.

El sabio descubre las energías desconocidas del universo y las pone al servicio del hombre. Por medio del trabajo debe hacer crecer a un tiempo al hombre y a la naturaleza. Debe humanizar más al hombre, a la vez que respeta y perfecciona la naturaleza. El universo tiene armonía en todas sus partes y todo desequilibrio ecológico entraña perjuicio para el hombre. Por tanto, el sabio no tratará a la naturaleza como a esclava, sino que, inspirándose acaso en el cántico de las criaturas de San Francisco de Asís, la considerará más bien hermana llamada a colaborar con él para abrir caminos nuevos al progreso de la humanidad.

Sin embargo, no se puede recorrer este camino sin la ayuda de la técnica y la tecnología, que dan eficacia a la investigación científica. Permitidme que aluda a mi reciente Encíclica Redemptor hominis donde he recordado la necesidad de la regla moral y de la ética que permitan al hombre aprovecharse de las aplicaciones prácticas de la investigación científica, y en la que he hablado de la fundamental cuestión de la inquietud profunda del hombre contemporáneo. «Este progreso cuyo autor y fautor es el hombre, ¿hace "más humana" en todos sus aspectos la vida del hombre sobre la tierra?». ¿La hace más "digna del hombre"? (cf. 15).

No hay lugar a duda de que bajo muchos aspectos el progreso técnico nacido de los descubrimientos científicos, ayuda al hombre a resolver problemas tan graves como el de la alimentación, la energía, la lucha contra ciertas enfermedades más extendidas qua nunca en los países del Tercer Mundo. Están también los grandes proyectos europeos de que se ha ocupado vuestro Seminario internacional y que no pueden realizarse sin la investigación científica y técnica. Pero también es verdad que hoy el hombre es víctima de un gran miedo, como si se sintiera amenazado por lo que él fabrica, por los frutos de su trabajo y por el uso que haga de éstos. Para evitar que la ciencia y la técnica estén a merced de la voluntad de poder de potencias tiránicas, tanto políticas como económicas, y para dar signo positivo a la ciencia y a la técnica en beneficio del hombre, se necesita un suplemento de alma, como se viene diciendo, un soplo nuevo de espíritu, una fidelidad a las normas morales que regulan la vida del hombre.

A los hombres del ciencia de las distintas disciplinas y, en particular, a vosotros, físicos, que habéis descubierto energías de potencial inmenso, corresponde aplicar todo vuestro prestigio para conseguir que las implicaciones científicas se sometan a las normas morales con vistas a la protección y desarrollo de la vida humana.

Una comunidad científica como la vuestra que abarca sabios de todos los países de Europa y de toda convicción religiosa, puede cooperar de modo eminente a la causa de la paz; en efecto, la ciencia supera las barreras políticas, como acabáis de afirmar ahora, y exige colaboración a nivel mundial, sobre todo hoy. Ofrece a los especialistas una plataforma ideal de encuentros e intercambios amistosos que contribuyen al servicio de la paz.

En una concepción cada vez más ele. vasta de la ciencia donde los conocimientos se ponen al servicio de la humanidad en perspectiva ética, me permitiréis que proponga a vuestra consideración un nuevo grado de ascesis espiritual.

Hay un nexo entre fe y ciencia, como también habéis afirmado ahora. El Magisterio de la Iglesia lo ha proclamado siempre; y uno de los fundadores de la ciencia moderna, Galileo, escribía que «la Escritura Santa y la naturaleza proceden una y otra del Verbo Divino; la primera, en cuanto dictada por el Espíritu Santo, el Santo Espíritu, y la otra, en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios»; así escribía a R. Castelli el año 1615 (Edizione Nazionale dclle Opere di Galileo, vol. V, pág. 282).

Si la investigación científica se lleva a cabo siguiendo métodos de rigor absoluto y se mantiene fiel a su propio objetivo, y si la Escritura se lee ajustándose a las sabias directrices de la Iglesia señaladas en la Constitución conciliar Dei Verbum, que son las directrices últimas, por así decir —había antes otras semejantes—, no puede haber oposición entre fe y ciencia. En los casos en que la historia señala oposición entre ambas, ello deriva de posturas erróneas que el Concilio ha rechazado abiertamente deplorando «ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la autonomía legitima de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer oposición entre la ciencia y la fe» (Gaudium et spes, 36, 2).

Cuando los científicos avanzan con humildad en la investigación de los secretos de la naturaleza, la mano de Dios les guía hacia las cumbres del espíritu, como lo hacía notar mi predecesor el Papa Pío XI en el Motu proprio con el que instituyó la Academia Pontificia de las Ciencias; y los científicos llamados a formarla "no vacilaron en declarar, y con razón, que la ciencia, sea la quo fuere, abre y consolida el camino que conduce a la fe cristiana".

La fe no ofrece fuentes a la investigación científica como tal, pero anima al científico a continuar la investigación sabiendo que encuentra en la naturaleza la presencia del Creador. Algunos de vosotros caminan por esta vía. Todos concentráis las fuerzas intelectuales en vuestra especialidad, descubriendo cada día junto con el gozo de conocer, las posibilidades ilimitadas que abre al hombre la investigación fundamental y los interrogantes terribles que le plantea al mismo tiempo incluso acerca de su porvenir.

Me gustaría poder proseguir estos encuentros en el futuro, buscando la ocasión y modalidades de un intercambio indirecto —mis ocupaciones al igual que las vuestras no dan margen a otra posibilidad— que me permitan conocer vuestras preocupaciones y lo que os gustaría que el Papa os dijera. Pienso que lo anterior son sólo observaciones preliminares en cierto modo. Deseo, señoras y señores, que la bendición del Todopoderoso descienda sobre vuestros trabajos y personas, y os conceda el consuelo de contribuir al progreso auténtico de la humanidad, a la salud de los cuerpos y los espíritus, a la solidaridad y la paz entre los pueblos. Gracias.

 



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