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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS FUTBOLISTAS DE LOS EQUIPOS NACIONALES
DE ARGENTINA E ITALIA


Viernes 25 de mayo de 1979

Ilustres señores y queridos hijos:

Os quedo sinceramente agradecido por la cortesía de esta visita, que me permite encontrarme y saludar a los prestigiosos campeones de dos países, unidos entre sí por vínculos profundos de fe, de cultura y de sangre, a sus directivos y técnicos con las respectivas familias, y a estos dos equipos de muchachos, que si todavía no poseen la fama de sus colegas ya conocidos, ciertamente emulan su pasión en el deporte y su entusiasmo generoso. A todos dirijo la más cordial bienvenida.

He escuchado con atención e interés las palabras de presentación del señor presidente de la Federación Italiana de fútbol, que ha sabido interpretar con palabras amables y apropiadas los sentimientos comunes y ha recordado además oportunamente la solicitud con que la Iglesia ha seguido siempre el ejercicio de las diversas disciplinas atléticas, complaciéndose al mismo tiempo en subrayar, con rasgo de exquisita delicadeza, el aprecio que yo también he tenido ocasión de mostrar por los valores que van unidos a la práctica del deporte.

Me complazco en poner de relieve la claridad y exactitud con que usted, señor presidente, ha sabido captar la enseñanza del Magisterio eclesiástico en esta materia. Es enseñanza importante, porque refleja uno de los puntos firmes de la concepción cristiana del hombre. Vale la pena recordar, a este propósito, que ya los pensadores cristianos de los primeros siglos se opusieron con decisión a ciertas ideologías, entonces en boga, que se caracterizaban por una infravaloración de lo corporal, defendida en nombre de una mal entendida exaltación del espíritu: sobre la pauta de los datos bíblicos ellos, en cambio, afirmaron con fuerza una visión unitaria del ser humano. "¿Qué es el hombre —se pregunta un autor cristiano de fines del siglo II o de principios del III—, qué es el hombre, sino un animal racional compuesto de un alma y de un cuerpo? El alma, tomada en sí misma, ¿no es, pues, el hombre? No, sino que es el alma del hombre. El cuerpo, pues, ¿es el hombre? No, sino que debe decirse que es el cuerpo del hombre. Por esto, ni el alma ni el cuerpo, tomados separadamente, son el hombre: lo que se llama con este nombre es lo que nace de su unión" (De resurrectione VIII, en Rouet de Journel, Enchiridion Patristicum, núm. 147, pág. 59).

Por esto cuando Emmanuel Mounier, un pensador cristiano de este siglo, dice que el hombre es "un cuerpo por el mismo título que es espíritu: todo él cuerpo y todo él espíritu" (cf. Il personalismo, Roma, 1971, pág. 29), no dice nada nuevo, sino que vuelve a poner de relieve sencillamente el pensamiento tradicional de la Iglesia.

Me he detenido un poco en evocar estos puntos de doctrina, porque sobre estos fundamentos se apoya la valoración de las disciplinas deportivas que propone el Magisterio. Se trata de una valoración altamente positiva, a causa de la cooperación que tales disciplinas aportan para una formación humana integral. En efecto, la actividad atlética, realizada según justos criterios, tiende a desarrollar en el organismo fuerza, agilidad, resistencia y armonía de ademanes, y favorece al mismo tiempo el crecimiento de las mismas energías interiores, convirtiéndose en escuela de lealtad, de coraje, de conformidad, de decisión, de hermandad.

Por lo tanto, al dirigiros una palabra de aplauso y estímulo, jóvenes atletas aquí presentes, y a vuestros colegas de todas las partes del mundo, a los directivos, a los técnicos y a cuantos se dedican a la noble causa de la difusión de una sana práctica deportiva, manifiesto el deseo de que sean cada vez más numerosos los que, templando el cuerpo y el espíritu en las severas normas de las diversas disciplinas deportivas, se esfuercen por conseguir la madurez humana necesaria para medirse con las pruebas de la vida, aprendiendo a afrontar las dificultades cotidianas con valentía y a superarlas victoriosamente.

Permitidme ahora decir una palabra en la lengua que se habla en Argentina.

Amadísimos hijos argentinos:

Me siento contento de poder recibiros hoy, día además de la fiesta nacional argentina, para felicitaros cordialmente por vuestros recientes éxitos deportivos y para expresaros mi sentida estima por vuestras personas.

Sois jóvenes todavía y por tanto llenos de ilusión y deseosos de perfeccionaros personal y profesionalmente. Por eso, mis palabras, cuando hablo a deportistas como vosotros, quisieran ser siempre una especie de afectuosa sacudida de los espíritus, animándolos a desplegarse con gallardía hacia los objetivos que más ennoblecen la vida.

Tened presente que, mientras jugáis, sois centro de atención por parte de las masas. El buen juego, el estilo excelente, los resultados favorables os granjearán sus aplausos y su admiración. Pero, ojalá puedan apreciar claramente en vosotros un modelo de respeto y de lealtad, un ejemplo de compañerismo y amistad, un testimonio de auténtica fraternidad. Todo esto afina los espíritus y les hace percibir de cerca lo sublime del ser humano y su auténtica dignidad. Así se coopera también a la construcción de un mundo más pacífico y, si se tiene fe, a la consolidación de la comunidad de los hijos de Dios: la Iglesia.

Con estos deseos os imparto de corazón la bendición apostólica, que hago extensiva a vuestras familias y a todos los queridísimos hijos argentinos.



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