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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE COLOMBIA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Martes 20 de noviembre de 1979

 

Amadísimos Hermanos en el Episcopado:

1. Una vez más siento el gozo de ver junto a mí un nutrido grupo de Obispos de Colombia, en esa renovada comunión de sentimientos eclesiales y de afecto mutuo, objetivo y fruto de la visita ad limina.

Vuestra presencia, para mí tan grata, me hace recordar instintivamente a los miembros del Episcopado de vuestro País que os han precedido. Siento como que estamos prolongando ahora las vivencias y reflexiones que tuve con ellos y que vienen a recibir un complemento con este nuestro encuentro.

2. Una nota peculiar caracteriza nuestra reunión de hoy, ya que vosotros, queridos Hermanos, como Prelados de los diversos Vicariatos Apostólicos y Prefecturas Apostólicas de Colombia, me traéis la presencia específica de la Iglesia misionera en vuestra Patria.

Por ello, mi primera palabra quiere ser de estima y agradecimiento por el empeño que ponéis en el trabajo de edificación y consolidación de la Iglesia en cada una de las porciones eclesiales confiadas a vuestro cuidado y responsabilidad pastorales.

En esa tarea, tan vital y meritoria, recibís una ayuda preciosa por parte de las Congregaciones e Institutos religiosos a los que están encomendadas vuestras Circunscripciones misioneras. Quiero, en consecuencia, expresar aquí mi profundo aprecio y gratitud, al que uno el testimonio de mi complacencia y alabanza más vivas, a los miembros de esas beneméritas familias religiosas, que tan generosas energías consumen en ese cometido, en medio de tantas dificultades ambientales y de no pocas privaciones. ¡Que el Señor les recompense largamente! Son sentimientos que se extienden a todos los demás que – religiosas sobre todo – prestan su abnegado servicio en estrecha colaboración con vosotros.

3. Sé que estáis empeñados en la labor de un cultivo intenso de las vocaciones nativas. Ello me alegra muy de veras y os aliento a no ahorrar energías en la prosecución de ese camino, que va en la dirección de las necesidades esenciales y prioritarias de la Iglesia.

Sin embargo, mirando al panorama de la Iglesia en vuestra Nación, podríamos preguntarnos si otras diócesis más privilegiadas no estarían en condiciones de prestaros una ayuda válida, poniendo generosamente a vuestra disposición los agentes evangelizadores, sobre todo sacerdotes y religiosos, que parece están en grado de daros.

Esa ayuda fraterna entre las diversas comunidades eclesiales, además de ser un signo evidente de comunión en Cristo y de maduración en la vivencia de la fe católica, además de contribuir a corregir desniveles bastante notables en cuanto a las fuerzas evangelizadoras, favorecería mucho la elevación de vuestras Circunscripciones misioneras a diócesis de derecho común, objetivo al que yo mismo miro con favor y que anhelo vivamente, apenas las circunstancias lo permitan.

La conciencia activa de la ayuda que una Iglesia particular puede y debe prestar a la otra menos favorecida en agentes de pastoral y aun en recursos materiales, lejos de mermar energías propias, hará revitalizar los mecanismos de su vigor interno, suscitando nuevas fuerzas de generosidad y fecundidad eclesiales, que son premio a la propia apertura en la caridad dinámica del Evangelio y semilla de seguras bendiciones divinas.

Así pues, si la dimensión misionera es una consecuencia necesaria de la vocación cristiana y si “la Iglesia entera es misionera y la obra de la evangelización un deber fundamental del Pueblo de Dios”, cada comunidad diocesana – con su respectivo Pastor, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos – ha de hacer realidad esa amplitud de miras eclesiales, que se extienden a las otras comunidades hermanas en la fe.

He aquí una hermosa tarea evangelizadora para todos y más específicamente para los Pastores, pues, como bien recuerda el Concilio Vaticano II, “suscitando, promoviendo y dirigiendo la obra misional en su diócesis, el Obispo hace presente y como visible el espíritu y el ardor misionero del Pueblo de Dios, de forma que toda la diócesis se haga misionera”.

4. Al concluir vuestra visita a la Sede de Pedro, os disponéis ahora a regresar al seno de vuestras comunidades, para continuar la obra evangelizadora. Esa obra en la que se armonizan las dos facetas de predicación perseverante del mensaje salvador de Cristo y de ayuda a los que viven en estrechez y privación.

Querría que la palabra del Papa llegara, personal y llena de afecto, a cada miembro eclesial que trabaja con vosotros en la viña del Señor. Para alentarlo en su bregar por el reino de Cristo, por la difusión de la fe, por la vivencia de la misma, por la firmeza alegre aguardando el cumplimiento de nuestra esperanza. Y al mismo tiempo, para manifestar mi aplauso por la dedicación encomiable que se presta a los más necesitados, a los más pobres, a todos aquellos a quienes llega quizá sólo el apoyo y socorro que inspira la caridad hecha en nombre de Cristo. Sepan todos los que así hacen realidad la presencia solícita de la Iglesia, que el Papa los acompaña, los anima, está cerca de ellos.

Termino, amados Hermanos, asegurándoos que estas intenciones las llevaré a la oración, para que la gracia divina se difunda en abundancia sobre cada miembro de vuestras Iglesias locales y sobre sus iniciativas.

Sea el Dador de todo bien perfecto el que lleve a plenitud la obra comenzada. Sea la Madre de la Iglesia, la Estrella de la evangelización, el modelo perfecto de vida cristiana, la que consuele el animoso caminar, y le haga ir dejando una estela fecunda de realizaciones evangélicas y humanas, en una proyección total a Cristo y al hermano. Para que así sea, os doy mi Bendición, que se alarga a todos vuestros colaboradores y fieles.

 



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