DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CONSEJO DE LA UNIÓN DE SUPERIORES GENERALES
Lunes 26 de noviembre de 1979
Hermanos e hijos queridísimos:
1. Permitidme que os manifieste abiertamente mi alegría al recibiros hoy, en esta casa, como miembros calificados del Consejo de la Unión de Superiores Generales y por esto representantes de amplias falanges de religiosos esparcidos por el mundo. Os doy las gracias por haber deseado este encuentro, que me da ocasión de dirigiros mi palabra cordial.
El organismo del que sois expresión y que representáis, favorece no sólo una comunión mayor entre las diversas familias religiosas, sino también una acción más compacta en el ámbito y para la edificación de la Santa Iglesia. Y deseo que así suceda siempre en realidad.
Mi intención, aquí y ahora, es sola-mente la de recordar junto con vosotros algunos grandes aspectos de la vida religiosa, que por su naturaleza son también inspiradores del comportamiento práctico. El Decreto conciliar Perfectae caritatis, sobre la renovación de la vida religiosa, ya en la introducción deja escrito lo siguiente: "Todos los que son llamados por Dios a la práctica de los consejos evangélicos y los profesan fielmente..., viven más y más para Cristo y su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1, 24). Ahora bien, cuanto más fervientemente se unen con Cristo por esa donación de sí mismos, que abarca la vida entera, tanto más se enriquece la vitalidad de la Iglesia y más vigorosamente se fecunda su apostolado" (núm. 1),
2. Queridísimos, vosotros representáis en la Iglesia un estado de vida que se remonta a los primeros siglos de su historia y que ha dado siempre, una y otra vez, abundantes y sabrosos frutos de santidad. de incisivo testimonio cristiano, de apostolado eficaz, e incluso de aportación notable a la formación de un rico patrimonio de cultura y civilización en el ámbito de las diversas familias religiosas. Pues bien, todo esto ha sido y es siempre posible en virtud de esa total y fiel unión con Cristo, de la que habla el Concilio y que no sólo se os pide, sino que incluso es fácilmente realizable por la condición especial de religiosos consagrados al Señor.
El carisma propio de cada uno de los institutos que representáis es signo elocuente de participación en la multiforme riqueza de Cristo, cuya "anchura, longura, altura y profundidad" (Ef 3, 18) supera siempre con mucho cuanto nosotros podemos realizar tomándolo de su plenitud. Y la Iglesia, que es el rostro visible de Cristo en el tiempo, acoge y nutre en su propio seno órdenes e institutos de estilo tan diverso, para que todos juntos contribuyan a revelar la rica naturaleza y el dinamismo polivalente del Verbo de Dios encarnado y de la misma comunidad de los creyentes en El.
3. Pero hay otro motivo sobre todo que justifica y exige el estado de los religiosos. En un tiempo y en un mundo en que está al alcance de la mano el riesgo de construir al hombre en una sola dimensión, que inevitablemente acaba por ser la historicista e inmanentista, los religiosos están llamados a tener vivo el valor y el sentido de la oración adorante, no desconectada, sino unida al compromiso vivo de un generoso servicio prestado a los hombres, que precisamente de ella trae posibilidades e impulso.
Se trata de un programa de vida que a los religiosos, todavía más que al clero secular, corresponde particularmente desarrollar y encarnar, mediante la observancia fiel y gozosa de los consejos evangélicos y con una acentuación especial de la comunión inmediata con el "que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre vio ni puede ver" (1 Tim 6, 16). Los hombres deben aprender de vosotros a rendirle "el honor y el imperio eterno" (ib.), sin que esto cree estériles contraposiciones con sus compromisos temporales, al contrario, de modo que encuentren un enfoque saludable y una orientación fecunda de elevación hacia Cristo, en el cual ciertamente "están reunidas todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra" (Ef 1, 10).
La sociedad de hoy quiere ver en vuestras familias cuánta armonía existe entre lo humano y lo divino, entre "las cosas visibles y las invisibles" (2 Cor 4, 18) y cuánto superan las segundas a las primeras, sin menospreciarlas jamás ni humillarlas, sino vivificándolas y elevándolas a medida del designio eterno de salvación. Oración y trabajo, acción y contemplación: son binomios que en Cristo no se deterioran jamás en contraposiciones antitéticas, sino que maduran en mutua integración complementaria y fecunda. Pues bien, la obligación del testimonio de los religiosos es ésta precisa-mente: mostrar al mundo de hoy cuánta bondad innata hay en el misterio de Cristo (cf. Tit 3, 4) y al mismo tiempo cuánta trascendencia y sobrenaturalidad requiere el compromiso entre los hombres (cf. Sal 127, 1).
4, En definitiva, esta síntesis armoniosa constituye también el verdadero motivo de vuestra incidencia y de vuestra atracción sobre los hombres y especialmente sobres los jóvenes de hoy. Y es también a base de un sano equilibrio entre valores humanos y cristianos como la vida religiosa puede renovarse y purificarse y resplandecer cada vez más, como todos desean. Ciertamente no faltarán dificultades, riesgos y tensiones, que conocéis bien. Pero no nos debe alucinar el resolver las pruebas inevitables mediante una óptica puramente mundana o, por el contrario, desencarnada. La medida más adecuada de conducta no puede ser otra que el ejemplo ele Jesús y nuestra fe purísima en El. Efectivamente, del Evangelio nos viene el sentido de una adhesión inquebrantable a la voluntad del Padre y a la vez una audacia no temeraria en nuestras decisiones, el sentido de una valiente proyección hacia el futuro junto con una conservación cuidadosa del rico patrimonio espiritual adquirido en el pasado.
No es posible ningún paso adelante, ni en ninguna dirección, sino partiendo de los ya realizados; pero, viceversa, el detenerse en éstos es señal de estancamiento estéril. Por otra parte, el progreso en sentido evangélico se realiza ciertamente a nivel de santidad individual, pero también a nivel de testimonio público de Cristo; ahora, El es Señor de toda la historia humana, no sólo de la pasada, sino también de la presente y de la que todavía tenemos por delante, y por esto exige una adhesión siempre total, pero siempre adecuada. El Apóstol Pablo, recordando a los Gálatas que "en Cristo Jesús ni vale la circuncisión ni vale el prepucio, sino la fe actuada por la caridad" (Gál 5, 6), ha dado a todos los cristianos un principio hermenéutico fundamental para su existencia en el mundo y que debe tener fuerza de evidencia aún más para los religiosos: cuando se está tenazmente "unidos a la cabeza" que es Cristo (Col 2, 19), entonces no se teme ningún cambiante condicionamiento histórico, ninguna inculturación, y ningún obstáculo, porque, al contrario, todo se convierte en materia válida de progreso interior, de testimonio abierto y de eficacia apostólica; con tal que en todas las cosas se "acreciente la acción de gracias para gloria de Dios" (2 Cor 4 15).
De aquí debemos sacar todos valentía y confianza. Y de vosotros, en especial, la Iglesia espera mucho a través de un ejemplo atrayente de comunión radical con Cristo, que haga fructificar naturalmente un generoso compromiso entre los hombres.
5. Propongo instantemente estos pensamientos, a vosotros y a cuantos dignamente representáis, para meditarlos y tenerlos siempre presentes, no sólo en los momentos propios de oración, sino también y sobre todo en el cumplimiento incluso minucioso de las diversas actividades educativas. asistenciales, culturales, misioneras y de promoción en general, que tanto os distinguen. Precisamente en los consagrados, más que en cualquier otro bautizado, debe resplandecer la perfecta simbiosis, como en Jesús, entre los momentos de transfiguración (cf. Lc 9, 28-36) y los de inserción profunda entre la multitud exigente, que espera al pie del monte (cf. ib., 9, 37-43).
Si esta tarea no es fácil, si requiere mucho esfuerzo ascético y todavía más la abundante e indispensable gracia ele Dios, estad seguros de que no os falta mi cercanía paterna y el consuelo de mi pobre y constante oración, para que "el Señor haga resplandecer su faz sobre vosotros" (núm. 6, 25) y en vosotros, los hombres "vean el esplendor del Evangelio glorioso de Cristo" (2 Cor 4, 4).
A estos deseos y augurios quiero añadir mi especial. propiciadora bendición apostólica. que extiendo con igual benevolencia a vuestros queridos y benemérito.
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