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VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LOS ESTADOS UNIDOS,
A LOS MIEMBROS DEL CONGRESO, DEL GOBIERNO
Y DE LA CORTE SUPREMA*

Casa Blanca, Washington
Sábado 6 de octubre de 1979

 

Señor Presidente:

Deseo expresar mis más sinceras gracias por sus amables palabras de bienvenida a la Casa Blanca. Supone un gran honor para mí reunirme con el Presidente de los Estados Unidos durante una visita cuyas finalidades son de naturaleza espiritual y religiosa. Quisiera expresarle a usted y, al mismo tiempo, a través de usted a todos los americanos, mi más profundo respeto hacia todas las autoridades federales y estatales de esta nación y hacia su amable gente. En el transcurso de estos últimos días he tenido la oportunidad de visitar algunas de sus ciudades y de sus áreas rurales. Lamento el que el tiempo haya sido tan breve que no me haya permitido saludar personalmente a todos los sectores de este país, pero deseo certificarle que mi estima y afecto van dirigidos a todos los hombres, mujeres y niños, sin distinción.

 La Divina Providencia, en su designio, me ha llamado, de mi nativa Polonia, para ser Sucesor de Pedro en la Sede de Roma y guía de la Iglesia católica. Me proporciona una gran alegría saber que soy el primer Papa que ha venido a la capital de esta nación, y doy gracias por este beneficio a Dios Todopoderoso.

Al aceptar su cortés invitación, Señor Presidente, he tenido la esperanza de que nuestro encuentro de hoy supusiera una contribución a la causa de la paz mundial, de la comprensión entre las naciones y de la promoción del pleno respeto a los derechos humanos en todas partes.

Señor portavoz y honorables miembros del Congreso, distinguidos miembros del Gobierno y de la Corte Suprema, señoras y caballeros.

Su presencia aquí me honra enormemente, y aprecio profundamente la expresión de respeto que, de este modo, me hacen patente. Mi gratitud va dirigida a cada uno de ustedes personalmente, por su amable bienvenida. Deseo  expresar a todos lo profundamente que estimo su misión como servidores del bien común de todo el pueblo de América.

Provengo de una nación con una larga tradición de profunda fe cristiana y con una historia nacional marcada por numerosas vicisitudes; durante más de cien años, Polonia fue incluso borrada del mapa político de Europa. Pero es también un país marcado por un profundo respeto hacia esos valores sin los que ninguna sociedad puede prosperar: amor a la libertad, creatividad cultural y convicción de que el empeño común por el bien de la sociedad debe ser guiado por un auténtico sentido moral. Mi propia misión espiritual y religiosa me impulsa a ser mensajero de paz y fraternidad, y a testificar en pro de la grandeza de toda persona humana. Esta grandeza deriva del amor de Dios, que nos creó a su propia imagen y nos concedió un destino eterno. En esta dignidad de la persona humana es donde yo veo el significado de la historia y donde encuentro el principio que confiere sentido al papel que todo ser humano debe asumir de cara a su propio desarrollo y al bienestar de la sociedad a la que pertenece. Con estos sentimientos saludo en ustedes a todo el pueblo de América, un pueblo que basa su concepción de la vida sobre valores morales y espirituales, sobre un profundo sentido religioso, sobre el respeto por el deber y sobre la generosidad en el servicio a la humanidad: nobles rasgos que han tomado cuerpo, de un modo particular, en la capital de la nación, con sus monumentos dedicados a figuras nacionales tan sobresalientes como George Washington, Abraham Lincoln y Thomas Jefferson.

Saludo en ustedes al pueblo americano, a sus representantes electos, que sirven en el Congreso para señalar, mediante legislación, el camino que conducirá a todos los ciudadanos de este país (hombres y mujeres) hacia el pleno desarrollo de sus posibilidades, y a la nación entera a asumir su parte de responsabilidad en la construcción de un mundo de auténtica libertad y justicia. Saludo a América en todos los que están investidos de autoridad, autoridad que sólo puede considerarse como una oportunidad para servir a sus compatriotas en el pleno desarrollo de su auténtica humanidad y en el total y expedito disfrute de todos sus derechos fundamentales. Saludo a la gente de este país también en los miembros de la Corte Suprema, que son servidores de la humanidad en la aplicación de la justicia, y que mantienen así en sus manos un imponente poder, que afecta, mediante sus decisiones, a las vidas de todos los individuos.

Ruego por ustedes a Dios Todopoderoso, para que les garantice, en sus decisiones, el don de la sabiduría, la prudencia en sus palabras y acciones y la compasión en el ejercicio de la autoridad que les corresponda, para que, en su noble servicio, rindan siempre un verdadero servicio al pueblo.

¡Dios bendiga América!


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 44, p.5-6.

 



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