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VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LAUDES
EN EL SANTUARIO DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Washington
Domingo 7 de octubre de 1979

 

En este santuario nacional de la Inmaculada Concepción, mi primer deseo es dirigir el pensamiento y encauzar el corazón a la mujer de la historia de la salvación. En el designio eterno de Dios esta mujer, María, fue elegida para entrar en la obra de la Encarnación y Redención. Este designio de Dios se iba a actuar a través de su determinación libre, rendida en obediencia al querer divino. A través de su "sí", un "sí" que impregna toda la historia y en la que está reflejado, Ella consintió ser la Virgen Madre de nuestro Dios Salvador, la esclava del Señor y, al mismo tiempo, la madre de todos los creyentes que a lo largo de los siglos llegarían a ser hermanos y hermanas de su Hijo. A través de Ella, el Sol de Justicia apareció en el mundo. A través de Ella, el gran Médico de la humanidad, el reconciliador de corazones y conciencias, su Hijo, el Dios Hombre. Jesucristo, iba a transformar la condición humana, y por su muerte y resurrección iba a elevar a toda la familia humana. Como gran señal aparecida en el cielo en la plenitud del tiempo, esta mujer domina toda la historia en cuanto Virgen Madre de su Hijo y Esposa del Espíritu Santo, en cuanto esclava de la humanidad.

Por asociación con su Hijo, esta mujer se hace también signo de contradicción para el mundo y, a un tiempo, signo de esperanza, a quien todas las generaciones llamarán bienaventurada. La mujer que concibió espiritualmente antes de concebir físicamente, la mujer que acogió la Palabra de Dios, la mujer que se insertó íntima e irrevocablemente en el misterio de la Iglesia ejerciendo la maternidad espiritual con todos los pueblos. La mujer que es venerada como Reina de los Apóstoles sin quedar encuadrada en la constitución jerárquica de la Iglesia, y que sin embargo hizo posible toda jerarquía porque dio al mundo al Pastor y Obispo de nuestras almas. Esta mujer, esta María de los Evangelios, a quien no se menciona entre los presentes en la última Cena, acude de nuevo al pie de la cruz para consumar su aportación a la historia de la salvación. Por su actuación valiente prefigura y anticipa la valentía a lo largo de los siglos de todas las mujeres que contribuyen a dar a luz a Cristo en cada generación.

En Pentecostés una vez más aparece de nuevo la Virgen Madre para ejercer su papel en unión con los Apóstoles, con y en y sobre la Iglesia. Y nuevamente concibe otra vez del Espíritu Santo para dar a luz a Jesús en la plenitud de su Cuerpo, la Iglesia, y no dejarla ya nunca, no abandonarla jamás, sino continuar amándola y cuidándola a través de los tiempos.

Esta es la mujer de la historia y de los destinos, la que hoy nos anima, la mujer que nos habla de fecundidad, dignidad humana y amor, y que es la expresión más grande de total consagración a Jesucristo, en cuyo nombre nos hemos reunido hoy.

 



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