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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A SU MAJESTAD HASSÁN II, REY DE MARRUECOS*


Miércoles 2 de abril de 1980

 

Señor:

Con viva satisfacción recibo la visita de Vuestra Majestad, primera visita de un Soberano del Reino de Marruecos al Jefe de la Iglesia católica.

Este acontecimiento se revela por sí solo pleno de significado y me complace subrayarlo públicamente dirigiéndoos, ante las personalidades aquí presentes, mis respetuosos y fervientes saludos.

Reináis en un país, cuyo pasado prestigioso nadie ignora. Entre los pueblos de África del Norte, el vuestro es heredero de tradiciones particularmente antiguas y venerables, de una civilización que ha influido y sigue influyendo en los campos de la cultura, del arte, de la ciencia. Es justo rendirle este homenaje y apreciar como conviene un encuentro con quien gobierna el país preparándolo para su futuro.

Tradiciones, también, de fe. Marruecos es un pueblo de creyentes. Vuestra Majestad quiere guiarlo en el respeto de Dios, a quien debemos someternos en todo y hacia quien queremos dirigir cada una de nuestras acciones. Esa responsabilidad, al haceros protector de las aspiraciones religiosas de vuestros súbditos, os lleva también a manifestar vuestra benevolencia hacia los que, entre ellos o entre vuestros huéspedes, no pertenecen al Islam. Yo me felicito personalmente por el espíritu de diálogo que os ha inducido a entablar relaciones con la Santa Sede, clara señal de vuestra estima por la Iglesia católica. La cual se esfuerza, en vuestro reino, por prestar una contribución leal a la construcción del progreso y de la paz. Por el estilo de sus instituciones, sobre todo por el testimonio que puede dar en el ambiente musulmán, la Iglesia quisiera asumir cada vez mejor su identidad de comunidad inserta en el contexto nacional. Tal es el profundo deseo de los arzobispos de Rabat y Tánger, que conozco bien y que trato de estimular.

Con el mismo espíritu de diálogo, Vuestra Majestad viene hoy a hablar conmigo de un asunto muy delicado, al que son sensibles muchos pueblos de la tierra. Vos sois aquí el portavoz de un gran número de países islámicos, que desean dar a conocer su pensamiento sobre el problema de Jerusalén. Inútil ocultar la atención con que os he escuchado la exposición de vuestros puntos de vista y las reflexiones sobre el mismo tema que ya me habíais anticipado en líneas generales, hace unos meses, en carta personal.

Considero muy útil este entrevista. Me parece que la Ciudad Santa representa un patrimonio verdaderamente sagrado para todos los fieles de las tres grandes religiones monoteístas y para el mundo entero, y en primer término para las poblaciones que viven en ese territorio. Convendría encontrar un nuevo impulso, un nuevo camino que, lejos de acentuar la división, permitieran traducir en hechos una fraternidad mucho más fundamental y llegar, con la ayuda de Dios, a una solución original quizá, pero próxima, definitiva, garantizadora y respetuosa de los derechos de todos.

¡Que podamos al fin realizar este proyecto! Por ello, yo me atrevo a esperar que los creyentes de las tres religiones sean capaces de elevar al mismo tiempo sus oraciones al único Dios, por el futuro de una tierra que tanto aman sus corazones.

Sobre la noble persona de Vuestra Majestad y sobre cada uno de cuantos os acompañan, sobre el entero pueblo de Marruecos aquí representado, invoco las bendiciones del Todopoderoso y la asistencia que prodiga a sus hijos que con piedad le invocan.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n.15, p.10.

 



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