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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO ECUMÉNICO EN PORTO ALEGRE


Viernes 4 de julio de 1980

 

Carísimos hermanos en el Señor:

"Oh, qué bueno y agradable es estar los hermanos reunidos" (Sal 133, 1).

1. Es este el sentimiento que domina mi alma, al compartir con ustedes, señores, representantes de muchas comunidades evangélicas en Brasil, este momento espiritual de oración y de encuentro en el Señor. Es El, en efecto, quien nos une con su gracia, y quien, por su Santo Espíritu, nos da a unos y a otros la fuerza para proclamar delante del mundo y "públicamente a Jesucristo como Dios y Señor, único Mediador entre Dios y los hombres, para gloria del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo" (Unitatis redintegratio, 20).

Si muchas cosas nos separan todavía, en el plano de la fe y del obrar cristiano, ello, en lugar de dejarnos indiferentes o, peor todavía, encerrados en nosotros mismos, deberá llevarnos, y de hecho nos está ya llevando, a procurar más intensa y más fielmente la unión plena, a través de conversaciones y encuentros, a través del diálogo sincero y leal, a través del testimonio común dado en favor del Señor de todos y, sobre todo, a través de la oración constante. La Semana de la Unidad que, desde hace algunos años, se ha hecho usual en nuestras Iglesias, es un momento incluso para compartir esa oración. No en balde dijo el Señor: "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt -18, 20).

2. Sabemos que en muchos cristianos de Brasil existe también esa conciencia de los elementos de unión ya existentes y esa voluntad ardiente de llegar a la unión que todavía esperamos. Gracias a eso, fue posible establecer aquí, entre algunas Iglesias y la Conferencia Episcopal de Obispos de Brasil un proyecto para crear un Consejo nacional de las Iglesias con la finalidad de mantener un marco estable para el diálogo y la colaboración, siempre con la intención de un incesante trabajo para el logro de la unión entre los cristianos.

Me congratulo por esa realización, que puede ser preludio de otras iniciativas en el mismo sentido. Pueden, así, los cristianos dar juntos un renovado testimonio de su fe en el Señor y de su común esperanza, esforzándose también en común, según la vocación específica de los discípulos de Cristo, para que las exigencias de esa misma fe, fuente de caridad y de justicia, se traduzcan en la vida concreta, particular y pública, de vuestra nación.

De ahí, que no pueda dejar de mencionar ahora lo que se ha hecho, en el ámbito de colaboración entre cristianos, en favor de los derechos humanos y de su plena vigencia. Y, al decir esto, me refiero no sólo a ciertas e importantes iniciativas en el plano de la presentación y fundamento evangélico de tales derechos, sino también en el trabajo cotidiano, en muchos lugares y circunstancias muy diversas, por la defensa y promoción de hombres y mujeres, especialmente de los más pobres y olvidados, que la sociedad actual tiende frecuentemente a abandonar a sí mismos y a marginar, como si no existiesen o como si su existencia no contase. "El camino de la Iglesia es, en verdad, el hombre", como pretendí explicar en mi primera Encíclica Redemptor hominis (núm. 14). De esa forma, se ponen también en práctica diversas orientaciones fundamentales del Documento de Puebla, recogidas en el capítulo sobre el diálogo y en otros textos.

3. No quiero concluir este encuentro fraterno sin recordar que, hace pocos días, se celebraron los 450 años de la publicación de la llamada "Dieta de Augsburgo". Conozco bien la importancia de ese texto para muchas comunidades eclesiales, nacidas de la Reforma, y son para mí motivo de sincera satisfacción el interés y la resonancia que esa celebración encontró en la Iglesia católica. Haga el Señor que ello contribuya aún más a aclarar los caminos para la unión, de que hablamos al comienzo.

Carísimos hermanos: nuestra responsabilidad como cristianos es muy grande, ante nuestro común Señor, ante los hombres concretos con los que tenemos que tratar, y ante nosotros mismos. No la podemos ignorar y, menos todavía, serle infieles. Pidamos juntos a Nuestro Señor la gracia de ser, también nosotros, "testimonios fieles y verdaderos" (cf. Ap 1, 5; 3, 14) para que podamos serlo plenamente algún día, en la unión perfecta, a imagen de la Trinidad divina (cf. Jn 17, 22-23) y para su gloria.

 



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