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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEÑOR FRANCIS A. COFFEY
EMBAJADOR DE IRLANDA ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 19 de junio de 1980

 

Sr. Embajador:

Doy cordial bienvenida a Su Excelencia como Embajador de Irlanda y le manifiesto mi aprecio del amable saludo que me ha transmitido de Su Excelencia el Presidente Hillery. Recuerdo con gusto las numerosas gentilezas de que me rodeó durante mi visita pastoral a su país, y renuevo mis oraciones por su prosperidad.

Los tres días que pasé en Irlanda figuran entre mis recuerdos más felices. Visité centros vinculados a un pasado glorioso y también a un presente próspero. Tuve contactos con sus autoridades civiles y con personas de todos los puntos del país, incluidos los líderes de otras Iglesias cristianas, y con obispos, clero, religiosos, misioneros, seminaristas y jóvenes católicos.

Estos contactos me dieron oportunidad de conocer mejor Irlanda. Es una nación antigua y joven al mismo tiempo. Posee una herencia de tradiciones espléndidas en cuya formación jugó un papel importante la fe cristiana. Es una herencia que incluye apertura a otros países y conciencia de pertenecer a una gran comunidad que no está limitada por los confines de una sola nación.

Me da alegría ver que Irlanda contribuye con una aportación importante al avance religioso de los pueblos e impulsa el progreso económico, cultural y social, a través de su pertenencia activa a organizaciones continentales y globales, y a través de la respuesta del Gobierno y el pueblo a la llamada de éstos en momentos de necesidad espiritual y material. Según dije ya al Presidente Hillery en Dublín: "Irlanda ha heredado una noble misión cristiana y humana, y su aportación al bienestar del mundo y al nacimiento de una Europa nueva puede ser hoy tan grande como lo ha sido en los días más luminosos de la historia de Irlanda".

Puesto que la felicidad y el progreso verdaderos dependen de los valores morales y espirituales, espero confiadamente que Irlanda seguirá salvaguardando y alentando estos valores dentro de la patria y en el resto del mundo en la medida en que pueda. El mundo necesita que se reconozcan y respeten los derechos humanos, la dignidad eminente de cada persona individual, la libertad de buscar y abrazar la verdad y el deber de cooperar con los demás al bien de todos con comprensión, hermandad y paz. Estos son algunos de los valores que ha impulsado la actuación de hombres y mujeres irlandesas, incluidos los celosos misioneros que tanto hoy como en el pasado han sido heraldos de la dimensión espiritual del hombre y de su relación con Dios sin la que no puede ser plenamente entendida la dignidad humana.

Su Excelencia ha hablado de la oposición de su Gobierno a la violencia y su empeño en lograr soluciones justas y durables por medios pacíficos. También yo pido por la reconciliación y la paz, que no pueden conseguirse por la violencia ni en clima de terror, sino sólo a través de la justicia, el perdón y el amor.

En esta ocasión reitero mi oración y buenos deseos para los irlandeses de todos los sitios. Sobre Su Excelencia y sus compatriotas invoco copiosas bendiciones de Dios.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.28, p.19.

 



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