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VIAJE APOSTÓLICO A ÁFRICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DEL CONGO Y A LA NACIÓN*


 Brazzaville, lunes 5 de mayo de 1980

 

Señor Presidente:

1. A mi llegada a Brazzaville me sentí feliz de manifestar, en respuesta a las gentiles palabras de Vuestra Excelencia, mi gran alegría por esta visita al pueblo congoleño, a sus dirigentes y a la Iglesia católica que está en el país. Dado que se me ofrece de nuevo la oportunidad, quisiera exteriorizar una vez más mis sentimientos de gratitud y aprovechar la ocasión para exponer algunos pensamientos en el marco del encuentro presente, encuentro en el que fundo muchas esperanzas.

2. Efectivamente, ¿no es acaso la primera vez que el Papa puede departir con el Jefe del Estado congoleño, y decirle con sencillez cuanto lleva más dentro del corazón? Es verdad que, deseosas de reforzar sus relaciones amistosas, la Santa Sede y la República Popular del Congo han establecido relaciones diplomáticas, y tienen actualmente representantes acreditados, cuya misión es precisamente la de promover un diálogo permanente, útil para comprenderse mejor, y beneficioso porque participa de un espíritu de leal cooperación. Me alegro personalmente de haber recibido, semana pasada en el Vaticano, a vuestro Embajador, que de ahora en adelante se hará intérprete del Gobierno y podrá, a su vez, exponerle los puntos de vista de la Santa Sede.

3. Pero, además de este instrumento habitual de diálogo, del que esperamos toda la eficacia, parece que un contacto directo como éste, comporte una actitud especial para crear el clima sereno y constructivo que debe reinar entre nosotros.

Este contacto invita al respeto mutuo. Se realiza entre los responsables de dos entidades diversas. La Iglesia es una  institución espiritual, aunque su expresión sea también social; ella se sitúa más allá de las patrias temporales, como comunidad de creyentes. El Estado es una expresión de la autodeterminación soberana de los pueblos y de las naciones, y constituye una realización normal de orden social; precisamente en esto consiste su autoridad moral (cf. mi alocución al Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede, 12 de enero de 1979). Tomar conciencia de esta diferencia de naturaleza evitará toda confusión y permitirá proceder con claridad.

Esto significa reconocer el carácter propio de la Iglesia, que no se manifiesta en una estructura civil o política. Y significa reconocer al Estado el derecho de ejercitar. soberanamente su autoridad en el propio territorio, y reconocer a sus dirigentes la responsabilidad de trabajar por el bien común de los pueblos de los que son mandatarios. El concepto mismo de soberanía, formado por derechos y deberes, implica independencia política y posibilidad de decidir del destino de manera autónoma (cf. ib.). ¿Dónde, mejor que en África, es oportuno recordar esto? Este continente, en una veintena de años, ha visto acceder a la soberanía a un elevado número de naciones. El hecho de tomar en las manos el propio destino es, al mismo tiempo, una cuestión de dignidad y de justicia. El proceso, a veces, ha sido difícil; no se ha llevado a término en todas partes; presupone también que los pueblos puedan participar realmente en él.

4. En este punto se halla, consiguientemente, el fundamento de la estima recíproca entre Iglesia y Estado, la cual se traducirá en el respeto por la propia. competencia de cada uno, teniendo en cuenta su naturaleza diversa. El Estado puede contar con la leal colaboración de la Iglesia, siempre que se trate de servir al hombre y de contribuir a su progreso integral. Y la Iglesia, en nombre de su misión espiritual pide, por su parte, la libertad de dirigirse a las conciencias, así como la posibilidad para los creyentes de profesar públicamente, de cultivar y anunciar su fe. Yo sé, Señor Presidente, que usted ha comprendido esta aspiración que no puede dañar en modo alguno a la soberanía del Estado, del que usted es el custodio. Efectivamente, la libertad religiosa está en el centro del respeto a todas las libertades y a todos los derechos inalienables de la persona. Contribuye grandemente a salvaguardar, para bien de todos, lo que es lo esencial de un pueblo, lo mismo que de un hombre, esto es, su alma. Es una suerte que los africanos la tengan en tanta estima.

5. Hablaba, hace un momento de servicio al hombre. He aquí un objetivo sobre el que se puede dialogar, un ideal que se podría calificar de común entre la Iglesia y el Estado. Merece, por nuestra parte, una atención siempre nueva. Mi deseo es que los coloquios que ya han tenido lugar sobre este tema, tanto a nivel local con los Pastores responsables de la Iglesia en el Congo, como entre las autoridades de la República y la Santa Sede, prosigan de modo más frecuente y profundo. Nadie duda de que podrán ser provechosos y útiles para esta gran causa.

Le saludo respetuosamente y pido al  Omnipotente que asista a Vuestra Excelencia y a las altas personalidades presentes en su servicio a la comunidad humana congoleña.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n. 19, p.16.

 



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