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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS ABADESAS BENEDICTINAS DE ITALIA


Jueves 22 de mayo de 1980

 

Queridas abadesas benedictinas de Italia:

1. Al finalizar vuestras reuniones de estudio sobre la "oración monástica considerada en su desarrollo desde los orígenes hasta el Concilio Vaticano II", habéis deseado encontraros con el Papa para manifestarle vuestra fe y vuestra filial devoción, y para escuchar una palabra de aliento y consuelo. Os doy gracias por ello de corazón y, al dirigiros mi saludo especialmente afectuoso, expreso a vosotras y a todas vuestras hermanas mi más vivo aprecio por vuestra consagración religiosa y por vuestro constante interés en poneros al día y ahondar en los aspectos cultural y formativo.

También a vosotras quiero repetir lo que dije a las monjas del Carmelo de Nairobi: "La Iglesia está firmemente convencida, y lo proclama con fuerza y sin vacilar, de que hay una relación íntima entre oración y difusión del Reino de Dios, entre oración y conversión de los corazones, entre oración y aceptación fructuosa del mensaje salvador y sublime del Evangelio" (7 de mayo: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 de mayo de 1980, pág. 10).

Por eso, la alegría espiritual que experimentáis por estar totalmente consagradas a Jesucristo y a la Iglesia, es también mi gozo y mi profunda consolación. Hay además otro motivo especial, que hace aumentar mi afecto hacia vosotras: sois las hijas de San Benito y os dedicáis a perpetuar su glorioso y universal mensaje de formación cristiana y religiosa, mensaje austero y, sin embargo suave, que desde hace ya quince siglos esparce su perfume y su energía por el mundo entero. Debéis sentiros muy contentas, en este año conmemorativo de su nacimiento, por todas las iniciativas que se están desarrollando para recordar dignamente a vuestro santo fundador y para valorar cada vez mejor la maravillosa riqueza espiritual de su regla.

Puedo imaginar cuántas sabias y útiles reflexiones habéis hecho en estos días de estudio sobre el tema tan interesante de la oración monástica. Y, como conclusión, quiero brindaros una breve exhortación que pueda valer para vosotras y para cuantos se sientan llamados a la vida monástica, en esta época tan singular en el desarrollo de la historia.

2. ¿Cuál es el valor de la oración monástica en nuestro tiempo? Realmente tiene muchos valores, y vosotras los conocéis. Algunos de ellos son eminentemente actuales y característicos.

La oración monástica tiene hoy, en primer lugar, un "valor apologético" o, como suele decirse, "profético". Hoy lo que causa más impresión en el mundo moderno es la crisis de la fe. Pues bien, la oración monástica, como la quiso San Benito y como desde entonces ha venido practicándose en las diversas escuelas de la espiritualidad, es como una señal luminosa en la noche, un oasis en el desierto de las desilusiones e insatisfacciones, un navío firme y seguro entre las olas tempestuosas de los sentimientos y de las pasiones. Con su oración, que mana de una fe largamente madurada y profundamente vivida, el monje, la religiosa de vida contemplativa, en el aura serena de la "lectio" y de la "meditatio" de la Sagrada Escritura, parecen decir al mundo entero, con modestia pero con firmeza: "Yo sé que Dios existe y es Padre omnipotente y providente, lo creo firmemente. Yo sé que Dios se ha manifestado en Cristo, el Verbo Encarnado, y lo amo tiernamente. Yo sé que Cristo está presente en su Iglesia y la sigo fielmente".

A este propósito, quiero recordar unos párrafos del mensaje de los obispos italianos con motivo del XV centenario del nacimiento de San Benito: "Nuestro tiempo necesita descubrir de nuevo la fuerza de Dios que habla, arrolla, provoca, se revela, se comunica, llama y atrae a la comunión con El. Ayer todo parecía llevarnos a Dios; hoy parece que nada y nadie nos ayuda a pensar en El. En torno a Dios hay como una tácita conjura del silencio. Pero no es así: diariamente, cada uno de nosotros, y todos juntos, podemos volver a descubrir la fascinación de su presencia y la necesidad que tenemos de El para respirar, para vivir. Quizás hoy no bastan ya las "teologías", los "discursos sobre Dios", por muy importantes que sean. Se necesitan existencias que griten silenciosamente la primacía de Dios. Se necesitan hombres que traten al Señor como Señor, que se dediquen a adorarle, que ahonden en su misterio, bajo el signo de la gratuidad y sin compensación humana, para testimoniar que El es el Absoluto" (L'Osservatore Romano, 18 de marzo 1980).

3. La oración monástica tiene también un valor grandemente propiciatorio e impetratorio.

San Benito, meditando asiduamente la Sagrada Escritura, sabía bien que Dios es infinitamente bueno y misericordioso, pero que es también infinitamente justo y, conociendo la situación de desorden moral de su tiempo, quiso abrir precisamente su monasterio con el principal objetivo de la salvación eterna de muchas personas.

Lo que asustaba al Santo en aquella época grosera y violenta, debe asustarnos mucho más todavía, desgraciadamente, en esta época nuestra, orgullosa y refinada. ¡Hoy muchos arriesgan terriblemente su eternidad! Sabemos, en efecto, como dice el autor de la Carta a los Hebreos, que "a los hombres les está establecido morir una vez, y después de esto el juicio" (Heb 9, 27). Pero el amor de Dios es inmenso, y la oración monástica puede salvar muchas almas por la potencia de la "gracia". "Parce, Domine, parce populo tuo".

En la inminencia de mi peregrinación al santuario de Lisieux, recuerdo lo que escribía Santa Teresa del Niño Jesús, todavía hoy maestra sabia y amiga intrépida en el camino de nuestra vida: "Un domingo, mirando una imagen de Nuestro Señor en la cruz, quedé impresionada por la sangre que fluía de una de sus divinas manos; sentí una gran pena al pensar que aquella sangre llegase hasta el suelo sin que nadie se preocupara de recogerla, y resolví permanecer en "espíritu a los pies de la cruz para recibir la divina rociada que baja de ella y que —así lo comprendía yo— habría debido después esparcirla sobre las almas..." (Historia de un alma, Man. A., cap. V). La oración monástica debe ser eso: una oración a los pies de la cruz por la salvación del mundo.

Carísimas religiosas: Al volver ahora a vuestros conventos llevad a vuestras hermanas mi saludo y mis deseos de paz y alegría, en unión con María Santísima, que vivió su vida en continua oración junto a su Divino Hijo Jesús, y a la que en estos días recordamos orando en el Cenáculo con los Apóstoles, en espera del Espíritu Santo. Que Ella os guíe en las ascensiones de vuestra vida consagrada a Cristo y a la Iglesia.

Que mi bendición os acompañe.

 



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