ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE SU VISITA AL SEMINARIO MENOR DE ROMA
Sábado 24 de mayo de 1980
Hermanos c hijos carísimos:
¿Cómo os expresaría el gran gozo que siento al encontrarme hoy entre vosotros? Era ésta una visita que os debía desde hace tiempo. Ciertamente, de todas las realizadas a diversos puntos de la diócesis de Roma, ésta es una de las más deseadas y significativas. En efecto, me ofrece la posibilidad de encontrarme personalmente con los componentes y los responsables de la comunidad, en la que se cultivan, como en un vivero, las vocaciones de los niños destinados a ser los ministros indispensables para la vida cristiana de esta Iglesia local, que es la diócesis del Papa. Por eso, os saludo con especial calor a todos vosotros, seminaristas internos y externos, y educadores del seminario menor romano, a quienes reservo mi afecto paternal más genuino.
El encuentro de hoy me da ocasión para dirigir, ante todo, especiales palabras de aliento a los adolescentes de la comunidad interna del seminario. Y les animo a que caminen siempre solícitos y alegres hacia la meta del presbiterado. Allí hay alguien que os espera ya con ansia: allí está el Señor, al que os asemejáis de modo singularísimo; allí está el obispo, cuyas responsabilidades pastorales estáis llamados a compartir; está la entera comunidad cristiana en favor de la cual empleáis vuestra vida para ayudarle a caminar en el crecimiento de la fe y del testimonio ante el mundo.
Quiero, además, dedicar un especial recuerdo a los numerosos muchachos y adolescentes de la comunidad vocacional diocesana, que constituye algo así como la "reserva" del "equipo" más directamente comprometido en la consagración a Cristo y a la Iglesia. A ellos les exhorto a que se mantengan siempre generosamente disponibles para asumir su papel en el campo, preparados para poner sus propias energías y entusiasmo al servicio del Señor y del Pueblo de Dios, acogiendo dócilmente su invitación, cuando os diga claramente: "Sígueme". Sabed, de todas formas, que el Papa espera también mucho de vosotros.
No puedo tampoco dejar de referirme al problema real de las vocaciones, cuyos términos y cuya urgencia todos conocéis. El cuidado amoroso e inteligente de las vocaciones es una de las primeras necesidades de toda la Iglesia y debe interesar hondamente a los miembros más activos de la comunidad diocesana. Quiero, por tanto, estimular y alentar a los sacerdotes y las religiosas, que ya se dedican a este difícil y hermoso apostolado en las parroquias y en las escuelas católicas, para que intensifiquen sus esfuerzos por una eficaz catequesis vocacional. Una especial e importante función en la pastoral de las vocaciones corresponde también a los padres y a las familias, que son muchas veces el punto de partida y constituyen el ambiente favorable de madurez para una total consagración al sacerdocio ministerial.
A todas estas categorías de personas aseguro mi estima cordial y mi agradecimiento más sincero. Su cotidiana actividad, junto con la necesaria gracia de Dios, es la señal más concreta y el fundamento más seguro de la esperanza y de la confianza que jamás nos abandona: la de ver que el Señor no permite que falten "operarios para su mies" (Mt 9, 38).
Mi deseo más espontáneo es, por tanto, que todos juntos prosigamos con gozo y con abnegación el camino emprendido, con la convicción de que la puesta en juego merece todo esfuerzo. Y que el Señor, a quien debemos elevar constantes oraciones, fecunde ampliamente nuestros afanes, que están totalmente orientados a su mayor gloria y al bien de su santa Iglesia.
De estos deseos —que confío a la maternal intercesión de María Santísima— es prenda la bendición apostólica que de corazón imparto a todos vosotros aquí presentes, y que extiendo a vuestros amigos y colaboradores como signo de mi benevolencia y también de mi serena confianza.
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