VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS COMUNIDADES CRISTINAS NO CATÓLICAS
Sede de la Nunciatura en París
Sábado 31 de mayo de 1980
Queridos hermanos en Cristo:
Os doy gracias por este encuentro, que yo deseaba tener con vosotros durante mi primera visita a Francia. Muy cordialmente saludo, ante todo, a nuestros hermanos ortodoxos, que vinieron principalmente de diversas regiones de Oriente a vivir en este país que les acogía, continuando así una larga tradición de la que San Ireneo fue uno de los primeros ejemplos. No olvido tampoco al representante de la Iglesia anglicana. Y me dirijo también a los representantes del protestantismo francés aquí presentes.
Ahora que estamos realizando un esfuerzo común para restaurar entre todos los cristianos la unidad querida por Cristo, conviene efectivamente que tomemos conciencia de lo que el hecho de ser cristiano nos exige hoy en día.
Ante todo, dentro de la dinámica del movimiento hacia la unidad, conviene purificar nuestra mente personal y comunitaria del recuerdo de todos los choques, injusticias y odios del pasado. Esta purificación se efectúa mediante el perdón recíproco desde lo más profundo del corazón, necesario para la expansión de una verdadera caridad fraternal, de una caridad que no admita rencores y que lo excuse todo (cf. 1 Cor 13, 5 y 7). Lo digo aquí, porque conozco los crueles acontecimientos que, en el pasado, marcaron en este país las relaciones entre católicos y protestantes. El ser cristiano hoy, nos obliga a olvidar ese pasado, a fin de estar totalmente disponibles para la tarea a la que el Señor nos llama ahora (cf. Flp 3, 13). Vosotros habéis afrontado esa tarea y yo me alegro especialmente de la calidad que tiene la colaboración existente entre vosotros, sobre todo por lo que concierne al servicio del hombre, servicio comprendido en toda su dimensión y que requiere, de manera urgente y desde ahora, un testimonio de todos los cristianos según la necesidad sobre la cual he insistido ya en la Encíclica Redemptor hominis.
Pero hoy, quizá más que nunca, el primer servicio que hay que hacer al hombre es el de testimoniar la verdad, toda la verdad, "alithevondes en agapi", "confesando la verdad en el amor" (Ef 4, 15). No debemos descansar hasta que no seamos de nuevo capaces de confesar juntos toda la verdad, toda esa verdad a la que el Espíritu nos guía (cf. Jn 16, 13). Sé lo sincera que es también vuestra colaboración en este terreno; los cambios de impresiones realizados durante la asamblea del protestantismo francés, en 1975, son un ejemplo de esa sinceridad. Es necesario que lleguemos a confesar juntos toda la verdad para poder realmente dar testimonio común de Jesucristo, único en el cual y por el cual puede el hombre ser salvado (cf. Act 4, 12).
He querido expresaros brevemente algunos de los sentimientos que me animan en este instante, pero no quiero extenderme más con el fin de tener más tiempo disponible para los coloquios más personales y para la oración que concluirá este nuestro encuentro.
Antes de rezar la oración del Señor podríamos confiarnos conjuntamente al designio salvífico de Dios, meditando la magnífica confesión del Apóstol Pablo en el exordio de su Carta a los Efesios:
"Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en El nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el Amado, en quien tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia, que superabundantemente derramó sobre nosotros toda sabiduría y prudencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, conforme a su beneplácito, que se propuso en El, para realizarlo al cumplirse los tiempos, recapitulando todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra; en El, en quien hemos sido declarados herederos, predestinados según el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad, a fin de que cuantos esperamos en Cristo seamos para alabanza de su gloria. En El también vosotros, que escucháis la palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salvación, en el que habéis creído, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra heredad con vistas al rescate de su patrimonio, para alabanza de su gloria" (Ef 1, 3-14).
Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén.
* * *
A su texto escrito el Santo Padre añadió antes de la lectura del pasaje de la Carta a los Efesios, que hizo el decano de la comunidad anglicana en Francia, y el rezo del Padrenuestro lo siguiente:
Antes de rezar esta oración, quiero agradecer vuestras palabras que acusan interrogantes, es verdad, pero también frutos. El intercambio de puntos de vista que se está verificando entre nosotros desde hace algún tiempo, ha dado lugar a interrogantes; y no puede ser de otro modo ni se puede avanzar de otra manera. Hay que tener presente que hemos de volver a recorrer siglos, y esto no se puede hacer en unos años, al menos según criterios humanos. Pero el hecho de que nos reunamos, dialoguemos, planteemos problemas y tratemos de responder a éstos, de escrutar la verdad propia, es ya un fruto; y creo que se debe continuar en esta dirección. Vivo hondamente el aniversario que celebráis este año, el 400 aniversario de la "confessio augustana". Y lo sigo casi de modo incomprensible para mí mismo: alguien la sigue en mí. "Alguno te llevará". Estas palabras que dijo el Señor a Pedro, son quizá las más importantes de todas las palabras que oyó. "Alguno te llevará". He de decir también que mi visita a Constantinopla me dio mucha esperanza. ¡Me he encontrado tan bien en aquella atmósfera, en aquel ambiente que constituye evidentemente una gran realidad espiritual, una realidad complementaria! Pues no se puede respirar como cristianos o, mejor, como católicos, con un solo pulmón; hay que tener dos pulmones, es decir, el oriental y el occidental. Y esto refiriéndome sólo a aquella visita a Constantinopla. Pienso que en este gran camino hacia la unidad estamos atravesando un momento histórico, es cierto; cuando nos interrogamos mutuamente, hay otro que nos interroga todavía más, pues no hay duda de que nos encontramos ante una negación radical de todo lo que somos, creemos, predicamos y testimoniamos. No se puede responder a esta negación radical si no es con el testimonio; testimonio de fe, testimonio de unión, testimonio en Cristo. Pienso que en este sentido podemos decir nosotros que hemos hecho cuanto debíamos. Hemos reconocido los signos de los tiempos, y procuramos responder a todos en nosotros mismos con nuestras fuerzas, fuerzas humanas. Pero como habéis hecho resaltar en vuestro discurso, hay otro elemento que es mucho más importante que nuestros esfuerzos, y es el "tiempo". Esperamos que el Señor nos conceda ver el día en que estemos unidos, y seguramente —podemos estar ciertos— ese día tendremos otra visión de las dificultades que hoy nos parecen tales. La visión de la diversidad de modos de acercarse a la misma fuente, a la misma verdad, al mismo Jesucristo, al mismo Evangelio. Estoy convencido de que el Señor nos prepara a ello, y precisamente para esto ha suscitado el espíritu de nuestros predecesores; me refiero en particular a Juan XXIII, que fue Nuncio aquí y todavía está presente en nuestro espíritu. Por esta intención debemos orar siempre. Estoy convencido de que la función, la tarea fundamental de las comunidades cristianas, de las Iglesias, el deber fundamental de todos los cristianos, sigue siendo la oración. La oración... fue el Señor quien nos enseñó a orar, pero de un modo especial. A orar por nuestra unión, pues El mismo oró por esta unión en un momento de su misión que puede calificarse de eminente. Por este motivo, al daros las gracias por cuanto acabáis de decir, nos sentimos agradecidos al Señor y a vosotros por habernos reunido hoy y haber escuchado de vuestros labios las palabras que hemos oído; porque creemos que esto quiere decir estar unidos. Estar unidos no significa sólo que las personas se digan continuamente: sí, te quiero. Se está unido también incluso cuando las personas discuten, pero lo hacen por un bien común, por un bien superior; y esto va bien. Antes de rezar la plegaria del Señor, podemos situarnos todos juntos ante el designio salvífico de Dios meditando la magnífica confesión del Apóstol Pablo en la Carta a los Efesios.
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