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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR  
DE LA REPÚBLICA SOCIALISTA FEDERATIVA DE YUGOSLAVIA*

Jueves 10 de diciembre de 1981

 

Señor Embajador:

Doy la bienvenida a Vuestra Excelencia y agradezco los nobles sentimientos que acabáis de expresar en el momento de asumir oficialmente vuestras funciones de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Socialista Federativa de Yugoslavia ante la Santa Sede.

Habéis manifestado la adhesión de vuestro País a ciertos principios que son muy necesarios en efecto para establecer o preservar la paz mundial, en conformidad, por otra parte, con la Carta de las Naciones Unidas: el pleno respeto a la independencia de los pueblos, en un plan de igualdad y sin tutela abusiva alguna; la comprensión de sus problemas, de sus peculiaridades culturales, de sus justas reivindicaciones en las relaciones internacionales; su derecho a organizar libremente el desarrollo en condiciones democráticas, sin discriminación; la preocupación por resolver las diferencias mediante la negociación; y, junto con todas estas garantías, la aceptación sincera y recíproca de poner verdaderamente límite a una carrera de armamentos que cada vez se muestra más peligrosa y más costosa en comparación con la extrema pobreza de tantas poblaciones del mundo.

Como ha señalado Vuestra Excelencia, la Santa Sede aprecia tales objetivos y alienta su realización, contribuyendo a ello en sus relaciones bilaterales o en sus intervenciones ante Organizaciones internacionales, así como en todos sus mensajes dirigidos a la conciencia de los hombres de buena voluntad. Y lo hace en el marco de su misión espiritual y con el desinterés que le permite su apertura universal, considerando la dignidad de cada pueblo y de cada persona. En este terreno internacional, las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y vuestro Gobierno, reanudadas tras la firma del Protocolo de Belgrado, tienden por su propia índole a favorecer la búsqueda leal de mejores condiciones de paz y de colaboración entre los pueblos, y deseo que sean cada vez más fructuosas.

Estas relaciones conciernen evidentemente también a la presencia activa de la comunidad católica en Yugoslavia, como tuve el honor de recordárselo aquí a Su Excelencia el Señor Cvijetin Mijatóvic, Presidente entonces de la Presidencia de la República, con ocasión de la apreciada visita que tuvo a bien hacerme el año pasado. Los católicos de vuestro País, según un derecho fundamental ya reconocido por todos, incluso a nivel de las Naciones Unidas, desean naturalmente ver garantizado su espacio de libertad espiritual, tanto en el plan individual como comunitario, y esto, referido a todo lo que implican las exigencias y las características del mensaje evangélico que profesan, según yo mismo las recordaba en el documento sobre la libertad religiosa enviado el primero de septiembre de 1980 a todos los Jefes de Estado de los países firmantes del Acta final de Helsinki. Estos católicos de las diferentes nacionalidades yugoslavas, leales a su País y preocupados por el bien común, están no menos deseosos de ofrecer su propia contribución al progreso de la sociedad civil, para la promoción del bien del hombre, como lo tienen ampliamente demostrado. En el espíritu de la comunión que les vincula al Sucesor del Apóstol Pedro, puedo repetir aquí toda la estima y la profunda confianza que ellos me inspiran, y sobre todo los obispos yugoslavos, tan celosos en su tarea pastoral.

Existe la posibilidad, es cierto, de que, entre el Estado y la Iglesia, responsables ambos del bien del hombre a títulos diversos y complementarios, surjan dificultades sobre puntos concretos. Jamás deberían éstas endurecerse en perjuicio de los legítimos derechos, ni perdurar sin una solución equitativa. Basta, para superarlas, manifestar una comprensión recíproca y una buena voluntad activa, en el mutuo respeto de las autoridades respectivas. En semejantes casos está siempre dispuesta la Iglesia al diálogo en todos los aspectos, y espera encontrar las mismas disposiciones favorables por parte de las diferentes autoridades en Yugoslavia. Será un honor también para Vos, Señor Embajador, el contribuir a facilitar este camino, en interés de todos.

Os ruego que agradezcáis a Su Excelencia el Señor Sergej Kraigher, Presidente de la Presidencia de la República Socialista Federativa de Yugoslavia, los votos de los que habéis sido intérprete, y de transmitirle los que yo hago por el feliz desempeño de su elevada tarea en servicio de todos. Mis deseos quisieran llegar también a todas las poblaciones yugoslavas, cuyo temple aprecio mucho, haciendo mías sus pruebas, como la catástrofe aérea que hace poco ha cubierto de luto a tantas familias, y también sus anhelos de bienestar, de progreso, de paz. Podéis estar seguro, Señor Embajador, de la favorable acogida que aquí siempre os será dispensada y de mis mejores deseos para la noble misión que hoy inauguráis.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española 1982, n.2, p.9.

 



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