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 DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA UNIÓN CATÓLICA DE PROFESORES DE ENSEÑANZA MEDIA


Lunes 16 de marzo de 1981

 

Hermanos y hermanas queridísimos:

1. Deseo ante todo dirigir un saludo sincero y afectuoso a todos los que tomáis parte estos días en el XV congreso nacional de la "Unión Católica Italiana de Profesores de Enseñanza Media". Uno al saludo el reconocimiento profundo y obligado de los méritos que ha obtenido vuestra Asociación en los 36 años de vida. En este día de alegría recíproca no podemos dejar de recordar al fundador de la Unión, el llorado profesor Gesualdo Nosengo, que en un tiempo dramático de la historia de Italia, junio de 1944, con profunda sensibilidad civil y cristiana pensó unir a los profesores católicos de enseñanza media para que se ayudaran mutuamente en la adquisición de una auténtica formación espiritual y profesional, y para que su testimonio cristiano en los centros del Estado y en los privados fuera elocuente, eficaz y orgánica.

De este modo surgió vuestra Asociación que, desde las secciones hasta los consejos provinciales y regionales, ha tenido una difusión extraordinaria en estos 36 años de vida, y toma buena parte en las distintas actividades de la vida eclesial italiana.

Al daros, pues, mi sincera bienvenida, siento necesidad también de hacer constar mi profunda gratitud personal y la de toda la Iglesia que está en Italia, y os exhorto y animo a proseguir con nuevo afán y ardor la realización de los nobles objetivos que mueven vuestra acción.

2. Sé que en vuestro XV congreso nacional, dedicado al tema "Constitución y escuela", estáis ahondando en el estudio de los valores fundamentales de la Constitución italiana en la que están ampliamente incluidos muchos valores cristianos de los que la nación italiana puede enorgullecerse con razón.

Sobre el fundamento de vuestra rica experiencia de estos años de actividad y a la luz de la doctrina cristiana sobre el valor, función y misión de la enseñanza en la sociedad, siempre habéis defendido el derecho de toda persona a recibir instrucción y educación; el derecho-deber de los padres a educar e instruir a sus hijos y, en consecuencia, a elegir libremente el centro más idóneo para ellos y a tomar parte en la gerencia del mismo. Y a propósito de este tema delicado y actual, me gusta recordaros lo que dijo a compañeros vuestros mi gran predecesor Pablo VI: "En la perspectiva de renovación de las estructuras escolares, en cuanto profesores católicos no podéis dejar de tener en cuenta la relación obligada entre escuela y familia en pro de la continuidad educativa. Al tener por fin la familia la procreación y educación de los hijos, ésta posee por ello mismo prioridad de naturaleza y, por consiguiente, prioridad de derecho-deber en el campo educativo ante la sociedad. La familia no puede ni debe renunciar a este derecho. Por tanto es necesario que junto a profesores y alumnos esté presente también la familia en la escuela y comparta la responsabilidad de la orientación educativa de la comunidad escolar" (1969).

También habéis defendido el derecho de todo ciudadano a ser respetado en el ejercicio de sus libertades fundamentales, la libertad de religión, pensamiento, prensa, asociación y enseñanza; y todo ello siguiendo la gran tradición del Magisterio eclesiástico, especialmente el más reciente contenido en la Mater et magistra y en la Pacem in terris de Juan XXIII, en la Octogesima adveniens de Pablo VI y en los documentos del Concilio Vaticano II, sobre todo en las Declaraciones Gravissimum educationis y Dignitatis humanae, y en la Constitución pastoral Gaudium et spes: documentos todos ellos que conviene tener presentes siempre y estudiarlos con atención especial.

3. En la base de esta celosa acción vuestra hay una concepción a la que el Concilio Vaticano II ha prestado el peso y la fuerza de su autoridad, especialmente en la Declaración sobre la educación cristiana. La Iglesia, que en este campo tiene experiencia plurisecular, afirma que entre los instrumentos de educación reviste particular importancia el centro de enseñanza, que contribuye por una parte a madurar las facultades intelectuales y, por otra, desarrolla la capacidad de juicio, pone al alumno en contacto con el patrimonio cultural de las generaciones pasadas y presentes, potencia la percepción de los valores, prepara a la vida profesional y favorece relaciones de amistad entre alumnos de índole y situaciones diferentes. La escuela es por tanto, según las palabras conciliares, como un "centro" en cuyas actividades y progreso deben coadyuvar y tomar parte las familias, profesores, asociaciones de tipo vario con finalidades culturales, cívicas y religiosas, la sociedad civil y toda la comunidad humana (cf. Gravissimum educationis, 5).

Y en ese centro privilegiado, que es la escuela, a vosotros, queridísimos profesores, os compete una misión extremamente grave y delicada, una "vocación maravillosa", como la define el Concilio (cf. Gravissimum educationis, 5): la misión de comunicar, sobre todo a los alumnos que son con vosotros los verdaderos protagonistas del centro, ese conjunto de conocimientos que habéis adquirido en muchos años de estudio y reflexión. Pero tal "cultura" no puede reducirse meramente a un elenco árido de nociones, sino que debe llegar a ser forma de conocimiento, poder de juzgar la realidad y la historia, "sabiduría" capaz de dar al maestro y al discípulo posibilidad de formar juntos "juicios de valor" sobre los acontecimientos religiosos, históricos, sociales, económicos y artísticos del pasado y del presente. En este juicio complejo y global de valores, el profesor que sea creyente a la vez, no puede "poner entre paréntesis" su fe como si fuera un elemento inútil o incluso alienante en la relación delicada y privilegiada con sus discípulos, sino que con máximo respeto de la libertad y personalidad de éstos debe llegar a ser "educador" auténtico, formador de caracteres, conciencias y almas, con su testimonio constante de coherencia transparente entre su fe y su vida profesional, entre el "homo sapiens" y el "homo religiosus". De vuestra cultura debéis llegar a poder decir lo que se decía de la sabiduría en el Antiguo Testamento: "Sine fictione didici et sine invidia communico" (Sb 7, 13).

Esto exigirá seria competencia específica en las materias que enseñáis, y también voluntad constante y generosa de vida cristiana ejemplar, y valentía serena para manifestar, dar a conocer y razonar vuestras convicciones, especialmente en el campo religioso, viviendo en sintonía coherente con el mensaje evangélico que vivifica vuestra profesión o, mejor, vuestra misión de educadores.

4. Como hemos indicado ya, vuestra función típica de docentes se encuentra en situación delicada y privilegiada respecto del problema, hoy actual, de las relaciones entre fe y cultura, sobre el que los padres del Concilio han elaborado algunas de las páginas más agudas y acertadas de la Constitución pastoral Gaudium et spes (cf. 53-62).

El hombre contemporáneo se siente responsable del progreso de la cultura; percibe con preocupación las antinomias múltiples que ha de resolver. Y los cristianos tienen el deber de colaborar con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano; la cultura se ha de desarrollar de modo tal que perfeccione a la persona humana en su integridad y le ayude a desempeñar las tareas a cuya realización están llamados todos, y los cristianos en especial.

Vosotros en particular, docentes católicos, sois los que debéis alimentar y preparar adecuadamente con vuestra enseñanza y ejemplo en vuestros discípulos, ese humus, clima y actitud interior donde la fe pueda florecer y desarrollarse integralmente. Con vuestra preparación cultural haced ver a los jóvenes que no se pueden disociar el problema de la formación religiosa y el de la formación cultural y humana; que entre el mensaje cristiano de salvación y la cultura existen múltiples y fecundas relaciones; que por haber vivido la Iglesia en situaciones diferentes a lo largo de los siglos, se ha servido de las distintas culturas, fruto del genio de pueblos diversos, para difundir y explicar el mensaje cristiano, profundizar en él y expresarlo en la vida litúrgica y en la historia multiforme de las varias comunidades de fieles; y que el Evangelio de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre caído, ilumina los errores y los males, y purifica y eleva la moralidad de los pueblos (cf. Gaudium et spes, 58).

Educad y formad a los jóvenes contemporáneos para la inteligencia y la razón, inteligencia y razón que —abiertas a los valores de la trascendencia— la Iglesia ha defendido y sostenido siempre contra las formas de agnosticismo y fideísmo, que continuamente surgen de nuevo, con gran confianza en el hombre, en el hombre completo, es decir, en la plenitud de sus dimensiones donde convergen y se funden ciencia y creatividad, análisis y fantasía, técnica y contemplación, educación moral y preparación profesional, actividad social y política y apertura religiosa; es éste el hombre que debéis formar, educar y preparar en el centro de enseñanza, centro que debe concebirse y realizarse no sólo como mero instrumento de formación de dirigentes, técnicos y obreros que respondan a las exigencias de producción de la sociedad del mañana, sino más bien como "centro" privilegiado vivo y vital donde el joven se forme en humanismo plenario de que tantas veces habló Pablo VI.

Tales metas educativas, queridísimos hermanos y hermanas, son entusiasmantes de verdad. Y junto con vuestros alumnos podéis y debéis ser los protagonistas de esta renovación continua de la enseñanza. Juntamente con los padres preocupados de la formación integral de sus hijos, la Iglesia os confía esta tarea exigente para la que se necesita preparación cultural profunda y vasta, y fe cristiana firme y serena. Viviendo y cumpliendo esta tarea, algunos docentes compañeros vuestros han alcanzado las cimas de la santidad y han dejado ejemplos luminosos: el beato Contardo Ferrini, el beato Giuseppe Moscati, el siervo de Dios Federico Ozanam, llegaron a vivir la fe y la cultura en síntesis profunda, y supieron infundir en sus discípulos el sentido religioso de la vida y de la historia del hombre, y esto en tiempos no lejanos a nosotros y no menos peligrosos y difíciles, por cierto.

Os ilumine y guíe su ejemplo.

Mi bendición apostólica os acompañe ahora y siempre.

 



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