Index   Back Top Print

[ ES  - IT  - PT ]

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA SESIÓN PLENARIA DE LA SAGRADA CONGREGACIÓN
PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS


Viernes 16 de octubre de 1981

 

Queridos hermanos e hijos amadísimos:

1. Al daros la más cordial bienvenida a los que participáis estos días en la X asamblea plenaria de la Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos, aflora enseguida en mi mente todo un cúmulo de circunstancias que a vosotros y a mí hacen especialmente grato este encuentro. "Concurren" en efecto —usando una expresión litúrgica— fechas y hechos que aparecen tan oportunos como providenciales.

Nos encontramos, en primer lugar, en vísperas de la Jornada mundial de las Misiones, en cuyo clima vuestra asamblea se inserta como un preanuncio y un estímulo, aportando ella —estoy seguro— una calificada y precisa contribución de actualización a la luz del perenne y siempre apremiante mandato de Cristo Señor: "Euntes in mundum universum, praedicate Evangelium" (Mc 16, 15). Precisamente ayer por la tarde se inauguró solemnemente el nuevo año académico de la Pontificia Universidad Urbaniana, cuya actividad se orienta también a la realización de aquel divino mandato. Y no olvido que en ella, en el bello " Auditorium" que yo mismo tuve la satisfacción de inaugurar, se desarrollan los trabajos de vuestra asamblea.

El tema, al que me referiré más adelante, se relaciona directamente con el tema del último Sínodo de los Obispos, y constituye por eso una oportuna, positiva y consoladora respuesta a las indicaciones del Magisterio.

Hay, además, dos circunstancias que diría personales y muy significativas para mí: tras la forzada interrupción, hoy puedo encontrarme con este selecto número de cardenales, obispos, prelados, religiosos que en el dicasterio misionero representáis a todas las regiones del mundo. Y la audiencia —como ha recordado ya el señor cardenal Prefecto— tiene lugar el día del tercer aniversario de mi elección para la Cátedra de Pedro: una circunstancia que es para mí un recuerdo y una amonestación en relación con el enorme peso que entonces me fue confiado, y que grava, con sus responsabilidades, sobre mis débiles hombros.

2. Por eso, quiero saludar personalmente a todos los aquí presentes. Os lo digo a vosotros, señores cardenales, que en este trienio de mi servicio apostólico me habéis demostrado tantas veces y tan fraternalmente vuestro afecto, vuestra disponibilidad a la colaboración, vuestra fidelidad. Y también a vosotros, arzobispos y obispos que, a los cuidados de la grey en las diócesis respectivas o a la incumbencia en otros Organismos de la Curia Romana, añadís el trabajo de miembros o consultores de la Congregación "de Propaganda Fide". Y a vosotros, directores y colaboradores de las Obras Misionales Pontificias, de quienes conozco el celo por mantener viva la llama y el ardor por la difusión del Evangelio, activando un intercambio multiforme entre las áreas de antigua cristianización y las áreas propiamente misioneras. Saludo, finalmente, a los superiores de institutos misioneros y también a los oficiales del sacro dicasterio y a todos los que habéis dado a la asamblea de estos días la contribución de vuestra inteligencia y de vuestros afanes.

Y quiero añadir que el hecho de haberos citado a todos constituye un signo de especial gratitud por la obra evangélica y eclesial que lleváis a cabo no sólo durante esta asamblea, sino por el mismo hecho de pertenecer a la Sagrada Congregación, compartiendo el esfuerzo, que jamás deberá cesar, de llevar a Cristo a los pueblos. ¡Gracias cordialísimas, queridos hermanos e hijos!

3. Vayamos ahora al tema en cuestión: "Función de la familia en el contexto misionero". He aludido ya a su conexión con el tema sinodal del año pasado, y, decir que es muy importante, podría parecer superfluo. No voy a adentrarme en el contenido esencial del argumento, porque lo habéis tratado en las relaciones generales y en los "circuli minores".

Os quiero proponer sencillamente algunas consideraciones sobre la notable variedad que el instituto familiar, con sus ritos y tradiciones, presenta en el mundo misionero. A los ambientes geo-culturales extremamente diferenciados y distantes entre sí corresponde una tipología compleja y muy heterogénea de la sociedad familiar. Ahora bien, nosotros, como cristianos, como responsables de la evangelización, somos portadores y responsables de un tipo de familia "nuestro", que es y se llama la "Familia cristiana". ¡Este es el canon de referencia, éste es el modelo que hay que reproducir!

¿Se trata, acaso, sólo de un ideal, es decir de algo abstracto que, aunque bello y sugestivo, no puede ser traducido en la vida práctica? Ciertamente no, y precisamente por esto, por la urgencia de ponerlo en práctica, es por lo que surgen delicados problemas de orden teológico y pastoral.

Se advierte inmediatamente el nudo de las dificultades. Por una parte hay que estudiar la familia tal como la quiso Jesucristo, hay que considerar su fundamento que es el matrimonio uno e indisoluble, así como las prerrogativas irrenunciables de la fidelidad y de la fecundidad del amor; por otra parte, hay que tener muy presente la forma concreta de la familia, tal como existe en un preciso ambiente humano y en un determinado territorio de misión. El problema es, en cierto sentido, el de la aculturación, como inserción en un sector particular, pero también importante y vital, del fermento evangélico.

A veces, la confrontación entre ideal y realidad podrá conducir a un fácil ensamblaje, cuando los elementos étnicos y éticos de la cultura nativa puedan concordarse con los valores cristianos trascendentes; otras veces, la confrontación hará patente una objetiva contraposición, donde persistan tradiciones claramente paganas, o se practiquen la poligamia, el repudio del cónyuge, la eliminación de la vida naciente. Otras veces, en fin, la relación prevista como posible entre los graves postulados de la ética matrimonial y familiar cristiana y los elementos de la cultura local requerirá atento discernimiento y constante prudencia. En este caso, más frecuente quizás que los otros, la acción pastoral que se pide a los obispos y misioneros resultará todavía más delicada y ardua. Tal acción pastoral deberá ser un arte de iluminada sabiduría que, sin olvidar ni sacrificar ninguna exigencia aun severa de la doctrina y de la fe de Cristo, no conculque ni disipe tampoco las riquezas típicas y más genuinas de una población.

Tenemos aquí, como he dicho, una aplicación del concepto de aculturación. El cristianismo —bien lo sabemos, por haberlo repetido autorizadamente el Concilio Vaticano II (cf. Cons. Past. Gaudium et spes, 42, 53; Decr. Ad gentes, 22)— no destruye lo que de verdadero, justo y noble ha sabido construir una sociedad en su iter histórico según los recursos peculiares con que la dotó el Creador; sino que, sobre ese fundamento, el cristianismo implanta los valores superiores que le ha confiado su Fundador. A la familia y al matrimonio, en la variedad de los elementos positivos "naturales" que caracterizan tanto a la una como al otro en cada pueblo, el cristianismo anuncia y ofrece el don de la ya realizada elevación al plano sobrenatural y sacramental. Jamás, pues, el misionero cesará de enseñar que el matrimonio es un evento de gracia y que la familia, en la dimensión conyugal y luego en la paren tal. es representación "en miniatura" de la Iglesia y de la misteriosa relación que la Iglesia misma tiene con Cristo.

4. Sé que las discusiones de vuestra asamblea han dado amplio espacio a la familia como objeto y como sujeto de evangelización. Son manifiestamente aspectos complementarios, que indican el doble ritmo y, casi, el aliento de una familia religiosamente viva: a ella llega el Evangelio y de ella parte el Evangelio. ¡Recibir y dar; recibir para dar!

¡Cuán significativas resuenan las palabras del Evangelista Juan después de la curación milagrosa del hijo del funcionario regio de Cafarnaún! Este había implorado la ayuda de Jesús y había ya creído en El cuando le dijo que se fuera porque su hijo vivía (Jn 4, 50); pero cuando tuvo la confirmación definitiva del milagro por boca de sus servidores, entonces "creyó con toda su familia" (ib., 53). Sí, la familia que ha recibido la fe, la familia verdaderamente cristiana se proyecta, por así decirlo, para llevar a los otros y a las otras familias la fe que posee por gracia de Dios. La familia cristiana se pone en actitud de evangelizar, es por sí misma misionera.

Pienso, queridos hermanos e hijos, en la aportación que las familias cristianas, bien formadas y de vida moral ejemplar, pueden dar al anuncio del Evangelio. Por eso, eduquémoslas bien; ofrezcámosles la ayuda indispensable para defenderlas de las asechanzas y peligros que les acechan por doquier en la edad moderna; reforcémoslas y confirmémoslas en el precioso testimonio "pro Christo et Ecclesia" que dan a la sociedad circundante. Aun en donde las familias cristianas son sólo una pequeña minoría en un ambiente de mayoría no-cristiana, es también indispensable e importantísimo el testimonio que dan a las otras familias. Si sienten y viven en profundidad el anuncio del Evangelio, tendrán la misma eficacia que aquella levadura que, escondida en tres medidas de harina, hace fermentar toda la masa (cf. Mt 13, 33; Le 13, 20-21).

5. Consentidme ahora un recuerdo. Hace dos años, durante una audiencia a vuestro cardenal, le manifesté el deseo de participar en una de las sesiones de la futura asamblea plenaria. Sed res aliter evenit! Si no he participado personalmente en vuestros trabajos, en cambio he tenido la satisfacción de recibiros esta mañana. Al gozo del encuentro se añade el interés por el tema que estáis estudiando. Trabajáis por la familia, es decir, colaboráis a descubrir, cada vez con más precisión, cuál es el genuino plan de Dios para el hombre y la mujer, y —lo que es más importante— os esforzáis en encarnarlo en las diversas sociedades, a las que lleváis Cristo y su Evangelio.

Os asista en este esfuerzo Aquella que, esposa y madre incomparable en el hogar de Nazaret, realizó ya una altísima función en la primera familia de Cristo; y después, en virtud del supremo encargo recibido en el Calvario —"Ecce filius tuus" (Jn 19, 26)— extiende esa misión a la familia inmensamente dilatada de los hermanos de Cristo. En este mes misionero y mariano es justo que concluyáis en su nombre vuestra importante asamblea, y que a Ella, Reina de los Apóstoles, nos dirijamos ahora todos, para que nos conforte en nuestro renovado propósito de llevar a las familias y a los pueblos el Evangelio de la salvación.

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana