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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
A LOS OBISPOS DE VALLADOLID Y OVIEDO 
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sábado 6 de febrero de 1982

 

Amadísimos hermanos en el Episcopado,

Me alegro de encontraros hoy a todos juntos, Obispos que presidís, en la fe y el amor, el Pueblo de Dios en las provincias eclesiásticas de Oviedo y Valladolid. En vosotros quiero saludar también cordialmente a todos cuantos en esa queridas tierras “invocan el nombre del Señor”: gentes de Cantabria, de Asturias, de León, de parte de Castilla y Galicia. Son éstos, al lado de otros, nombres de pueblos tan ilustres como familiares para todo aquel que ama la historia, las letras y, en general, la cultura española.

1. Constituidos desde antiguo en comunidades cristianas, estos pueblos supieron asimilar y dar expresión al mensaje evangélico en perfecta consonancia con sus actitudes y costumbres, con su manera de pensar y de obrar. Sus hombres, avezados al dominio de la tierra –en el llano, en las espesuras de la montaña, en las apacibles riberas o en el interior arriesgado de las minas– han dado testimonio de cómo se realiza plenamente una existencia desde la fe, movidos en sus ideales y en sus quehaceres por un espíritu genuinamente cristiano. Expresión de ese lenguaje común del alma, que se ha hablado en las casas, en las escuelas y en las aulas universitarias, en los puestos de trabajo y aun en los ratos de ocio sigue siendo esa riqueza de virtudes y valores que en las conversaciones individuales conmigo mismo habéis gozosamente acreditado a vuestros respectivos diocesanos.

Me congratulo por todo ello con vosotros; más aún, sabiendo que de esa cepa espiritual se alimentaron la fe y el amor encendido de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús, dos Santos que, si me es permitido decirlo, han sido confidentes míos desde los años de mi juventud. Y no quiero dejar en olvido el hecho de que en ese mismo terreno humano, cultivado ininterrumpidamente por la “conversatio Christi”, aprendió a ser misionera esta lengua en que os hablo, con la que hombres de Iglesia, hijos de España, llevaron la Buena Nueva de gracia y salvación a otros hombres y otros Continentes. Ante el Presidente y Vicepresidente de la Conferencia Episcopal quiero expresar por ello mi gratitud y la de toda la Iglesia a la Nación española.

2. Durante estos días no sólo me habéis hecho copartícipe de esta gran reserva de valores espirituales, sino que me habéis confiado también preocupaciones pastorales, iniciativas propias y planes colectivos, que quieren ser una respuesta a las urgentes necesidades que os plantea en la época actual la misión común de transmitir la fe y educar en ella.

Me doy perfecta cuenta de que una acción pastoral eficaz presenta la manera específica entre vosotros dificultades de diversa índole, originadas en los tiempos modernos, y que tienen su expresión en los “nuevos modos de pensar, de actuar y de descansar”, aparentemente desconectados de la fe y de su dinamismo religioso. Son muchos y variados los factores humanos implicados. La emigración masiva del campo, los procesos anejos al cambio industrial y tecnológico, la creciente urbanización, a los que hay que añadir los efectos consiguientes al nuevo modelo de sociedad española: todos estos fenómenos, indicativos entre otros, han hecho prevalecer el estilo de vida masiva, propio de los grandes centros urbanos, con el consiguiente empobrecimiento humano más perceptible en numerosas poblaciones rurales, alejadas y cada vez menos habitadas. Es de notar, –y vuestra sensibilidad pastoral os ha hecho conscientes de ello– cómo ese cambio social ha comportado una disminución del vigor religioso y moral, al ocasionar en el creyente un olvido progresivo de enseñanzas, tradiciones y actitudes que han dado coherencia, sentido e inspiración a su vida personal, y que le hacen sentir la comunidad cristiana donde se adquieren, como una gozosa y consciente prolongación de la propia comunidad familiar.

Por otra parte, he podido observar que os preocupa la influencia dañosa en muchos casos, constatable aun en las pequeñas poblaciones, que proviene de los medios de difusión, cuando éstos se dedican con preferencia a solicitar lo sensual o hedonístico, a inculcar necesidades que tienden a fomentar el consumo, o más lamentable aún, cuando banalizan los hechos morales u ofrecen interpretaciones te la existencia, vacías de contenido religioso, al servicio o de acuerdo con la óptica parcial de determinadas ideologías.

3. Basten estas rápidas consideraciones para saber en qué situación os encontráis y en qué campos se ha de desarrollar con especial celo y dedicación vuestra acción pastoral, vuestra misión de “ser antorchas en el mundo, llevando en ajito la palabra de la vida”. En la línea de cuanto he dicho a otros grupos de Obispos españoles sobre temas específicos, hoy quisiera detenerme en algún aspecto que juzgo fundamental, a la hora de afrontar problemas o de coordinar iniciativas, en quienes emprenden tareas pastorales: ser luz de los hombres, en comunión de vida con Cristo.

Una actitud de fondo, a todas luces indispensable para una eficaz acción pastoral, es la unión entre Obispos y sacerdotes. Hacia el presbiterio diocesano han de ir pues vuestras mejores atenciones, para que sea de verdad el centro de la misión común donde “todos se unen entre sí en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad”. Ese trato familiar, de amigos y colaboradores, será sumamente estimulante para todo sacerdote que, aun en medio del mundo, sabe dónde buscar respiro y apoyo para sus dificultades, ambiente apto para cultivar su vida espiritual e intelectual y sobre todo para dar testimonio de su “segregación en cierta manera del pueblo de Dios” y de su pertenencia al grupo de los “discípulos”, elegidos por el Señor para desempeñar el ministerio del Evangelio junto al Obispo, es decir, para hacer visible y confirmar más su identidad sacerdotal.

Ya sé que os prodigáis por el bien de los sacerdotes para que, a ejemplo de los discípulos de Cristo, se llenen del don de Dios y sean apóstoles auténticos. En esto ofrecerán a los fieles el signo de la propia identidad, como expresa claramente San Pablo: “A cada uno de vosotros ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo...: él constituyó a unos apóstoles, a estos evangelistas, a aquellos, pastores...”. Ser por tanto pastores y presbíteros es un don de Dios; la obra del Padre consumada en Cristo se nos da como gracia y participación y por tanto no debe gravar en la conciencia como un peso molesto sino como fuente de entusiasmo, de espiritualidad y de iniciativa para el apostolado.

Aprovechad toda ocasión para recordar a vuestros sacerdotes que el ministerio, dondequiera que se ejerza, es una manifestación de ese don del Espíritu, cuyos frutos son únicamente obra de la gracia, de la fuerza del evangelio. No es rara hoy día la tentación de anunciar el misterio de Cristo envuelto en experiencias emocionales o mezclado con doctrinas tomadas de “maestros” de este mundo, con lo cual, a causa de esos ruidos de fondo, no se sintoniza con la persona de Cristo, ni con aquellos a quienes él ha enviado. Estos reconocen muy bien la presencia de Dios Padre que salva por el sacerdote, cuando éste lleva consuelo a los corazones, y suscita dentro del alma la alegría y la decisión de vivir con Cristo.

Ya comprendéis por qué me he detenido en esta reflexión que espero vosotros continuaréis.

¡Cuánto cambiaría el mundo, los hombres, si se lograra dar ese sentido pleno a la vida sacerdotal!

Convendréis conmigo en que todas las tareas, personales o colectivas, necesitan estar impregnadas de esa vivencia, que es el verdadero soporte y el alma de todo apostolado. A veces estamos acostumbrados a pensar con mentalidad un poco empresarial, como si bastasen las palabras y las estructuras para ser fermento de conversión; pero la verdad es que no basta hacernos oír; hemos de conseguir que se preste oído, que el mensaje sea captado, yo diría en términos de imagen, de presencia que provoca la adhesión y la conmoción de toda la persona.

Permitidme aquí que os recomiende, con particular preferencia, el apostolado a través de la liturgia con vistas sobre todo a las familias. Si la administración de los sacramentos ocupa buena parte del tiempo del sacerdote, no es menos cierto que son celebrados en ambiente familiar. A través de ellos, la Iglesia madre da vida y educa a sus hijos, como ya he expuesto ampliamente en mi reciente exhortación “Familiaris Consortio”.

Que todas estas breves observaciones sirvan para estimular más la comunión y la mutua ayuda en vuestras Iglesias particulares. A vosotros y a ellas, me viene a la mente decir con las palabras de San Pablo: “Una sola cosa: que viváis a la altura de la buena noticia del Mesías, de modo que ya sea que yo vaya a veros o que tenga de lejos noticias vuestras, sepa que os mantenéis firmes en el mismo espíritu”. Con mi más afectuosa Bendición Apostólica.

 



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