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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA,
SR. RONALD REAGAN*

Lunes 7 de junio de 1982

 

Señor Presidente:

1. Me complace sumamente en darle hoy la bienvenida al Vaticano. Si bien hemos tenido ya muchos contactos, es la primera vez que nos encontramos personalmente.

En usted, Presidente de los Estados Unidos de América, saludo a toda la población de vuestro gran país. Tengo todavía vivo el recuerdo de la calurosa acogida que me dieron millones de sus conciudadanos hace menos de tres años. En aquella ocasión pude constatar directamente la vitalidad de su nación. Tuve oportunidad de ver otra vez que los valores morales y espirituales transmitidos por sus Padres fundadores se expresan dinámicamente en la vida de la América moderna.

El pueblo americano está orgulloso con razón de su derecho a la vida, a la libertad y a procurar la felicidad. Está orgulloso del progreso civil y social de la sociedad americana y también de los extraordinarios avances en ciencia y tecnología. Al hablarle hoy, abrigo la esperanza de que la estructura entera de la vida americana seguirá descansando con seguridad cada vez más sólida en el fundamento vigoroso de los valores morales y espirituales. Sin el impulso y defensa de estos valores, todo avance humano encuentra obstáculos y la verdadera dignidad de la persona humana se pone en peligro.

2. A lo largo de la historia y, especialmente en tiempos difíciles, el pueblo americano ha estado repetidamente a la altura de los desafíos que se le presentaban. Ha dado pruebas de desinterés, generosidad y preocupaciones por los demás, preocupación por los pobres, necesitados y oprimidos; ha mostrado confianza en el gran ideal de ser un pueblo unido con una misión de servicio por desempeñar. En el momento actual de la historia del mundo, los Estados Unidos están llamados sobre todo a cumplir una misión al servicio de la paz del mundo. La condición misma del mundo de hoy requiere una política clarividente que favorezca las premisas indispensables de justicia y libertad, de verdad y amor, que son base de la paz duradera.

3. Señor Presidente: Mi mayor preocupación es la paz del mundo, la paz en nuestros días. La aguda tensión del momento se manifiesta sobre todo en la crisis del Atlántico Sur, en la guerra entre Irán e Irak, y ahora en la grave crisis provocada por los nuevos sucesos del Líbano. Esta grave crisis del Líbano merece la atención del mundo por el riesgo que implica de mayores provocaciones en Oriente Medio, con consecuencias ingentes para la paz del mundo.

Hay muchos factores en la sociedad de hoy que contribuyen positivamente a la paz. En estos factores positivos están incluidos el logro creciente de la interdependencia de todos los pueblos, una solidaridad cada vez mayor con los necesitados y una gran convicción de lo absurdo de la guerra en cuanto medio para resolver controversias entre las naciones. En mi reciente visita a Gran Bretaña afirmé sobre todo que «la escalada y el horror de la guerra moderna (nuclear o no) la hacen totalmente inaceptable como medio de arreglar las diferencias entre las naciones» (En Coventry, 30 de mayo dc 1982; L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 6 de junio de 1982, pág. 11). Y a cuantos profesan la fe cristiana ofrecí motivación en el hecho de que «Cuando estáis en contacto con el Príncipe de la Paz, entendéis cuán totalmente opuestos a su mensaje son... el odio y la guerra» (En Cardiff, a los jóvenes, 2 de junio de 1982. L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 13 de junio de 1982, pág. 13).

4. El deber de la paz recae especialmente en los líderes del mundo. Les toca a los representantes de los Gobiernos y pueblos actuar para liberar a la Humanidad no sólo de guerras y conflictos, sino también del temor producido por las armas que cada vez son más sofisticadas y mortíferas. Paz no es sólo ausencia de guerra; supone también confianza recíproca entre las naciones, confianza que se manifiesta y prueba en negociaciones constructivas encaminadas a poner fin a la carrera de armamentos y a liberar inmensos recursos que pueden utilizarse para aliviar miserias y alimentar a millones de seres humanos hambrientos.

5. Toda obra de paz efectiva requiere clarividencia; la clarividencia es una cualidad necesaria a los operadores de paz. Vuestra gran nación está llamada a poner en práctica esta clarividencia e igualmente todas las naciones del mundo. Esta cualidad capacita a los líderes para ocuparse de programas concretos que son esenciales para la paz del mundo, programas de justicia y desarrollo, esfuerzos por defender y proteger la vida humana, y asimismo iniciativas que favorezcan los derechos humanos. Por el contrario, todo lo que hiere, debilita o deshonra la dignidad humana en el aspecto que sea, pone en peligro la causa misma de la persona y la paz del mundo al mismo tiempo.

6. Las relaciones entre naciones están muy afectadas por el factor del desarrollo, que conserva su plena incidencia en nuestros días. El éxito en la resolución de las cuestiones del diálogo Norte-Sur seguirá siendo índice de las relaciones pacíficas entre las distintas comunidades políticas y continuará influyendo en la paz del mundo en los años venideros. El avance económico y social, unido a la colaboración financiera entre los pueblos, sigue siendo la meta justa de los esfuerzos constantes de los hombres de Estado del mundo.

7. El concepto auténticamente universal del bien común de la familia humana es instrumento insuperable en la construcción del edificio de la paz mundial. Tengo la convicción de que una América unida y responsable puede contribuir inmensamente a la causa de la paz mundial a través de los esfuerzos de sus líderes y la dedicación de todos sus ciudadanos. Entregada a los altos ideales de sus tradiciones, América se encuentra en una posición espléndida para ayudar a toda la Humanidad a que disfrute de cuanto ella misma desea poseer. Con fe en Dios y creyendo en la solidaridad humana universal, siga caminando América en este momento crucial de la historia, hasta consolidar su puesto justo al servicio de la paz mundial.

En este sentido, Señor Presidente, repito hoy las palabras que dije cuando salía de los Estados Unidos en 1979: «Mi oración final es ésta: Que Dios bendiga a América para que siga siendo (y lo sea de verdad y por mucho tiempo) una nación sometida a Dios invisible. Con libertad y justicia para todos» (7 de octubre de 1979; L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de noviembre de 1979, pág. 14).


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 25, p.19.

 



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