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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA VISITA AL PRESIDENTE DE
LA REPÚBLICA ITALIANA, FRANCESCO COSSIGA*

Sábado 18 de enero de 1986

 

Señor Presidente:

1. Le estoy muy agradecido por las corteses expresiones con las que usted, haciéndose intérprete de los sentimientos del pueblo italiano, me ha recibido en su residencia. He seguido con gran atención las ponderadas reflexiones expuestas por usted, sintiendo palpitar en ellas la viva conciencia que tiene de su deber institucional.

La visita de hoy a esta histórica residencia del Quirinal, recuerda otros dos encuentros, efectuados durante estos últimos años. El recuerdo más próximo se refiere a la visita hecha recientemente por usted al Vaticano; y también está siempre vivo en mi alma el recuerdo de cuando fui recibido por su predecesor, el Senador Sandro Pertini, el 2 de junio de 1984.

Ciertamente que la frecuencia de estos encuentros habidos en los últimos años ha sido debida a la coincidencia de especiales circunstancias; sin embargo, no se puede evitar una pregunta respecto a su significado. Se trata de un interrogante que tiene aspectos generales y adquiere importancia cada vez que los representantes de la Iglesia se encuentran con los de un Estado. En el caso de Italia, esto presenta características singulares y específicas, a causa de la «vecindad», que es al mismo tiempo geográfica e histórica, objetiva y personal. Cuando el primer Magistrado de la República Italiana y el Pastor universal de la Iglesia se encuentran frente a frente, inmediatamente surgen las razones de distinción y de legítima autonomía en las respectivas funciones, de mutuo respeto y de leal colaboración, que constituyeron el principio inspirador de los Pactos Lateranenses y que han sido ratificados en el Acuerdo del 18 de febrero de 1984. Dicho Acuerdo, introduciendo en el Concordato modificaciones sugeridas por el cambio de las situaciones históricas y culturales, ha intentado favorecer el pacífico y fructuoso ejercicio de las dos potestades que conciernen a personas que son al mismo tiempo miembros de la Iglesia y ciudadanos del Estado. A este respecto, como es sabido, el Concilio Vaticano II afirma: «La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, teniendo en cuenta las circunstancias del lugar y tiempo» (Const. Gaudium et spes, 76).

Así, pues, un primer y fundamental significado del encuentro de hoy es que hemos acudido a la cita afirmando por ambas partes estos principios y el compromiso, que dimana de ellos, de una cooperación cada vez más de acuerdo y beneficiosa entre el Estado y la Iglesia, al servicio de la promoción del hombre y de la sociedad.

2. Al mismo tiempo, al visitar al Primer Ciudadano italiano, deseo realizar un acto Público y debido de gratitud por la acogedora hospitalidad que los ciudadanos y los grupos, las instituciones y las autoridades, prestan a todos los que vienen a Italia y sobre todo a Roma, movidos por motivaciones espirituales y religiosas. Al decir esto, sé que interpreto también el pensamiento de mis hermanos en el Episcopado de todo el mundo.

Es consolador constatar cómo los numerosos peregrinos y visitantes que vienen a Roma para «celebrar» su fe católica, encuentran aquí un ambiente que se distingue por su cordialidad, sencil1ez y generosidad. Es éste un espíritu peculiar de hospitalidad propio del pueblo italiano y tradicionalmente caracteriza su modo de proceder: una vez más, en esta sede, me agrada reconocerlo.

3. Señor Presidente: La alusión a la hospitalidad tradicional del pueblo italiano me lleva casi naturalmente a ampliar el tema a todo el patrimonio histórico de esta nación, que hunde sus raíces en la tradición cristiana y está íntimamente ligado a la presencia de la Sede Apostólica. Esta presencia, en cuanto evocadora de recuerdos históricos y de funciones providenciales, constituye una perenne llamada que estimula la custodia y el desarrollo de este patrimonio bimilenario.

La Iglesia es consciente de las raíces antiguas de las que muchas expresiones de la sociedad de hoy extraen su alimento vital; por eso, no se cansa de recordar a las gentes su propio pasado, como el más auténtico manantial inspirador de su camino en la historia. El pueblo italiano es destinatario y guardián privilegiado de la herencia de los Apóstoles Pedro y Pablo: una herencia de una gran delicadeza espiritual, es decir, cultural, moral y religiosa a la vez; una herencia viva como lo demuestra no sólo el secular e ininterrumpido testimonio de santidad, de caridad y de promoción humana, sino también la creativa inserción de la comunidad de los creyentes en la actual realidad social; una herencia, en fin, que ofrece una connotación casi particular a la reconocida colaboración de Italia en favor de la comprensión, la fraternidad y la paz entre los pueblos del mundo.

A esta herencia se refiere también el citado Acuerdo del 18 de febrero de 1984, cuando afirma que la República Italiana reconoce «el valor de la cultura religiosa» y tiene en cuenta el hecho de que «los principios del Catolicismo forman parte del patrimonio histórico del pueblo italiano» (cf. art. 9, 2). Palabras nobles e iluminadoras en las cuales es necesario, ahora y en el futuro, inspirarse con lealtad y coherencia para solucionar los problemas concretos que vayan surgiendo.

4. Desde un terreno tan fecundo de valores humanos y cristianos, ha sido impulsado constantemente el progreso de la nación, que no se manifiesta solamente en las dimensiones considerables de la economía y del trabajo, sino también en la expresión política, artística y cultural, en la organización de la sociedad y en la dinámica participación en la vida de la comunidad internacional.

Los resultados conseguidos hasta este momento merecen un sincero reconocimiento. Al mismo tiempo, las situaciones y las vicisitudes de signo negativo requieren siempre una viva atención y un renovado empeño, en coherencia con el patrimonio moral de la nación.

La Iglesia, que no es extraña a ningún pueblo, mira con particular solicitud a la actual realidad italiana, y en especial a los problemas del mundo del trabajo, del empleo, de la familia y de la educación de los jóvenes. Si hago mención de esto, es solamente para manifestar mi participación en una preocupación que sé tienen también los responsables de la comunidad civil, y para reafirmar la resuelta y generosa disponibilidad de la comunidad eclesial a colaborar en la búsqueda de soluciones concretas.

Tampoco puedo olvidar el drama del terrorismo que recientemente ha golpeado una vez más a Italia. Este desconcertante fenómeno, en la explosión de esa ciega violencia, está sobrepasando todos los límites. Además, al azotar a la nación italiana, no sólo se ha dirigido contra personas inocentes, sino que ha agraviado a un pueblo que en su tradición mantiene una viva sensibilidad y una atención solidaria con las víctimas de situaciones difíciles e injustas.

Señor Presidente: Anhelo expresar a usted, que tan dignamente representa a Italia, el deseo de que esta nación, con la ayuda de Dios, pueda superar los obstáculos que todavía se interponen al pleno desarrollo de sus grandes posibilidades de progreso y de paz.

Es un presagio que adquiere un significado particular este año, en el que el pueblo italiano se prepara a celebrar el cuarenta aniversario de la fundación de la República. Es un presagio de libertad, de justicia y de solidaridad, es decir, de aquellos valores sobre los que se basan los fundamentos del Estado y que constituyen al mismo tiempo la colaboración que las demás naciones esperan de Italia, sobre todo aquellas que más recientemente se han asomado, con la misma dignidad y con legítima esperanza, a la escena del consorcio internacional.

Finalmente, es éste el deseo que formulo en la oración, implorando de Dios Todopoderoso una bendición especial para todos los ciudadanos de Italia y para sus gobernantes.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 5, p.9.



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