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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS ALUMNOS DE LOS COLEGIOS CATÓLICOS DE ROMA
Y DEL LACIO PERTENECIENTES A LA FIDAE


Sábado 8 de marzo de 1986

 

Queridos estudiantes de los colegios católicos de Roma y del Lacio:

1. Vuestra presencia vibrante y entusiasta en esta sala tan grande, pero casi incapaz de acogeros a todos, ya que sois tan numerosos, llena mi alma de alegría y de esperanza por el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Habéis venido de los colegios de Roma y del Lacio, pertenecientes a la "Federación de los Institutos Dependientes de la Autoridad Eclesiástica" (FIDAE), dirigida por el hermano Giuseppe Lazzaro. A él doy mi saludo y mi agradecimiento por la obra de animación cristiana que desarrolla en el mundo de la enseñanza: os saludo afectuosamente a todos vosotros, queridos jóvenes y muchachos, y a cuantos os acompañan: padres, profesores, directores, administradores y organizadores de este significativo encuentro. Pienso con afecto también en todos los grupos juveniles que, como vosotros, se preparan en los colegios para la vida y para las futuras responsabilidades como cristianos y como ciudadanos.

2. Lo mismo que en los encuentros de los años pasados, esta visita me ofrece la ocasión de presentaros algunas reflexiones, concernientes a vuestro colegio y, sobre todo, a vosotros, estudiantes, que vivís un período decisivo de vuestra existencia. Vosotros, los de los colegios católicos de Roma y del Lacio, sois una fuerza viva, una realidad y una presencia que se imponen por el número, y naturalmente por la inspiración y por los métodos pedagógicos, iluminados por una síntesis cultural, abierta y completa, como sólo el cristianismo puede y sabe dar.

Debéis estar orgullosos de esta realidad que distingue a vuestros colegios, asumiendo el compromiso generoso de responder a la obra de la formación humana y cristiana que se os imparte. No debéis jamás mostraros pávidos por vuestras convicciones, ni cohibidos ante las de los otros; ni os debe faltar la valentía de tener fe en los principios que se os han inculcado en vuestros colegios, cediendo a compromisos ruines y viles. Estos años de formación integral de vuestra personalidad han de serviros para fortificar cada vez más vuestras convicciones, vuestros ideales y vuestros propósitos, y para madurar un comportamiento coherente, lógico y ejemplar.

Haciéndolo así, seréis capaces de infundir en cada manifestación de vuestra actividad un alma religiosa, o sea, una fe que les dé sentido y valor, ya que solamente la fe puede sostenerlas de verdad y efectivamente elevarlas y santificarlas; y también seréis capaces de comprender los problemas de los demás, de establecer vínculos le amistad, de estima y de respeto con todos, sin dejaros dominar por las tentaciones del aburrimiento, del escepticismo, ni de los halagos de los placeres engañosos, cuando no son perjudiciales.

3. Sé que en vuestros colegios tomáis como objeto de estudio y de discusión los documentos del Concilio Vaticano II. Quizás alguno de vosotros se haya dado cuenta en qué términos precisos y a la vez sugestivos la Declaración sobre la educación cristiana, intitulada con las primeras palabras latinas Gravissimum educationis, delinea el perfil del estudiante y, al mismo tiempo, los deberes del colegio católico. En ella se lee, entre otras cosas, que compete a la escuela la obligación de "ayudar a los adolescentes para que, en el desarrollo de la propia persona, crezcan a un tiempo según la nueva criatura que han sido hechos por el bautismo, y ordenar finalmente toda la cultura humana según el mensaje de la salvación, de suerte que quede iluminado por la fe el conocimiento que los alumnos van adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre. Así, pues, la escuela católica ―continúa la Declaración―, a la par que se abre como conviene a las condiciones del progreso actual, educa a sus alumnos para conseguir con eficacia el bien de la ciudad terrestre y los prepara para servir a la difusión del reino de Dios, a fin de que, con el ejercicio de una vida ejemplar y apostólica, sean como el fermento salvador de la comunidad humana" (n. 8).

Estas son palabras programáticas que no se deben olvidar, para que la escuela católica sea verdaderamente forjadora de personalidades fuertes y llenas de vida y de sinceridad, que sepan irradiar sin complejos los auténticos valores humanos y cristianos.

Para conseguir esto, es necesario sobre todo que cuantos tienen responsabilidad en la dirección y en la enseñanza de la escuela católica reconozcan en ella un ideal al que servir, un objetivo que llene dignamente su vida, y un camino para ofrecer a la sociedad ideas y energías que renueven los sentimientos, la cultura y la fuerza moral. Se necesitan espíritus abiertos a los grandes pensamientos y a la vez a los humildes sacrificios que requiere la vida cotidiana; se necesitan profesores que consideren la escuela como una misión y una llamada a un ministerio incomparable, como es el de abrir a los jóvenes a los valores de la verdad, del bien y de la belleza.

4. Pero para cumplir adecuadamente estas indicaciones, la escuela católica necesita poder trabajar serenamente en los legítimos ámbitos de las propias autonomías, sin correr el riesgo de encontrar obstáculos en el ejercicio de esta misión que le es propia. Es necesario que se garantice a las familias cristianas el derecho de gozar, sin discriminación alguna por parte de los poderes públicos, de la libertad de elección para los hijos de una escuela que esté conforme con las propias convicciones, sin que esta elección conforme esfuerzos económicos demasiado costosos. En efecto, todos los ciudadanos tienen la misma dignidad y deben percibir sus efectos en todos los campos, sobre todo en éste que es tan importante para el desarrollo justo y libre de la vida social. También sobre este punto el Concilio Vaticano II ofrece claras directrices: "El poder civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir con auténtica libertad las escuelas u otros medios de educación sin imponerles ni directa ni indirectamente cargas injustas por esta libertad de elección" (Dignitatis humanae, 5).

La Iglesia siente el deber de proclamar en voz alta estos principios, que no pueden ser desatendidos, sin dañar el mismo tejido de la convivencia humana.

5. Al perseguir estos derechos y cumplir escrupulosamente los deberes que de ellos se derivan, sabed testimoniar con el ejemplo de vuestra entrega y de vuestra vida vuestro amoroso interés por la causa del hombre y de su promoción.

Para alcanzar un nivel espiritual tan prestigioso, es necesario que os hagáis discípulos del Maestro Divino, manteniendo en vuestro corazón el ansia de escuchar y de acoger la Sabiduría que Él nos ha revelado con su venida al mundo.

Con estos deseos en el corazón os bendigo a todos, anhelando para vosotros toda clase de éxitos en vuestro empeño diario.



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