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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE FRANCIA ANTE LA SANTA SEDE
*

Viernes 23 de septiembre de 1988

 

Señor Embajador:

Le doy las gracias efusivamente por las amables palabras que acaba de dirigirme en el momento de inaugurar su misión. Al acoger aquí a Su Excelencia, quiero poner de relieve lo mucho que aprecio el que Francia esté representada por uno de sus más eminentes diplomáticos, con una experiencia notable de la vida internacional: tengo la seguridad de que ello contribuirá a la continuidad de las relaciones cordiales y de los lazos de estima mutua que constituyen para Francia y la Sede Apostólica una tradición muy antigua.

Ha evocado, Señor Embajador, recuerdos personales a los que soy particularmente sensible. En mi Patria, en donde usted representaba a Francia, ha sido expresión de la continuidad de una larga amistad que une a sus compatriotas con los polacos; lo testimonia su participación en las celebraciones con motivo de mi visita de 1982.

Pocos días antes de un nuevo viaje que he de llevar a cabo a una región de su País, Usted me hace recordar mis anteriores visitas pastorales, la belleza de lugares cargados de historia, los momentos de fervor compartido, los encuentros personales tan preciosos en su diversidad, así como también, no lo puedo olvidar, la gran cortesía manifestada hacia mí por las más altas autoridades francesas y sus colaboradores. Es para mí una alegría, con ocasión de mi visita a las Instituciones Europeas de Estrasburgo, volver a encontrar al Pueblo de Francia en las diócesis de Alsacia y Lorena.

Francia, a la que usted representa desde ahora aquí, Nación cristiana entre las más antiguas, ha sido un terreno particularmente rico que las fuentes evangélicas han regado profundamente a lo largo de los siglos. Un incomparable patrimonio se ha formado; y, ahora, no pienso solamente en los monumentos y en los logros de una cultura, pienso en la obra de tantas generaciones de hombres que constituye la vasta y viva trayectoria de su Nación. Lo mismo que una personalidad se forma a través de la prueba, su Nación ha conocido en su historia los sufrimientos, los conflictos, las crisis y las divisiones; ha conocido también la exaltación que le procuraron sus éxitos y su esplendor lejano. Lugar de intercambios, tierra de acogida, este País ha sabido asimilar y unir lo que le han aportado las corrientes culturales maduradas en otras partes. Deseamos que Francia, beneficiándose hoy de lo que sus hijos le han dado en el pasado, continúe jugando el papel que muchos pueblos del mundo no cesan de apreciar.

Mi pensamiento se dirige particularmente hacia la Iglesia Católica en Francia, que ha sido siempre un hogar de iniciativas brillantes, de osadía y generosidad misioneras, de investigación inte­lectual, de floración de santidad. En Lión, pude evocar a los mártires más antiguos y, el mismo día, inscribir en el número de los beatos al que fue apóstol de los ambientes populares en el siglo XIX, Antoine Chevrier. ¿Cómo no recordar también que, muy recientemente, he sido testigo de la veneración del pueblo de Lesoto al Beato José Gérard, misionero que salió del Este de Francia y durante más de cincuenta años apóstol incansable y distinguido? Y, el domingo, tendré el gozo de inscribir en el numero de los Beatos al padre Frédéric Janssoone, testigo del Evangelio en Tierra Santa y Canadá.

En su País, la Iglesia ha estado a menudo marcada por el desgarramiento y la prueba. Pero aún hoy se manifiesta el valor de sus obispos, de sus presbíteros, de sus religiosos, de sus laicos; unos y otros toman parte en la responsabilidad de la vida interna y de la misión de la Iglesia. Los signos de esperanza y de renovación no faltan; aquí mismo he podido constatarlo a través de encuentros muy diversos con sus compatriotas.

Los cristianos toman también parte en la vida civil. Muy a menudo, se comprometen con generosidad en los esfuerzos que realiza su País para que progresen en el mundo el respeto de la dignidad humana, la solidaridad efectiva en orden al progreso y la paz, el sentido de acogida mutua entre los pueblos. Con ello contribuyen a promover los valores que el Evangelio inspira y que su pueblo quiere defender.

También ha recordado usted, señor Embajador, la presencia en Roma de numerosos franceses; están a disposición de la Curia o de las instituciones académicas pontificias, o bien son religiosos y religiosas que tienen una parte significativa de responsabilidad en la dirección de los institutos religiosos. Os aseguro que he tenido con frecuencia ocasión de apreciar su competencia y su dedicación. Y pienso también en los seminaristas y en los sacerdotes que continúan su formación en esta ciudad la cual constituye un lugar privilegiado de intercambios intelectuales y de conocimiento mutuo donde se puede adquirir una experiencia útil de la universalidad de la Iglesia.

Usted ha señalado la proximidad de puntos de vista entre Francia y la Santa Sede sobre numerosos asuntos de la vida internacional. En un mundo móvil, en el que evolucionan tanto las situaciones de los Estados como los modos de vida de los pueblos, la Santa Sede intenta recordar sin cesar los fundamentos del bien común que se basan en la naturaleza misma del hombre. En unión con los Pastores de las Iglesias locales, desea manifestar, ante las llamadas que percibe, la necesidad de respetar los valores y los derechos todavía muy a menudo comprometidos. Esto se aplica a la solución de las situaciones dramáticas como las que usted ha mencionado, que afectan a pueblos que me están muy cercanos, y para los cuales su País y la Santa Sede se unen en la tarea de favorecer la paz, actuando cada uno según su competencia y su misión propias. Son preocupaciones del mismo orden las que llevan a la Sede Apostólica a tomar posición de cara a las grandes disparidades económicas o a problemas tales como el endeudamiento del que usted mismo ha señalado la gravedad.

En este sentido también, usted lo sabe, la Santa Sede apoya la actividad de las Organizaciones internacionales, en la medida de sus posibilidades específicas. Porque la razón de ser de estas instituciones es precisamente la de asegurar la paz, la seguridad y la libertad, la de favorecer todas las formas útiles de cooperación para el bien de todos.

Las relaciones diplomáticas establecidas por la Sede Apostólica con numerosos países traducen su deseo constante de estar atentas a la vida de todos los pueblos, tanto en sus pruebas como en sus éxitos. Esta forma de contactos ofrece a la Santa Sede ocasiones muy apreciables de diálogo y de reflexión común. Estoy contento de la disponibilidad que usted manifiesta para tomar parte en estos intercambios en nombre de su País.

Señor Embajador: Le agradeceré que le exprese a Su Excelencia el Señor Presidente de la Republica Francesa mi gratitud por el interés —del que usted se ha hecho intérprete— que tiene por las relaciones de su País con la Santa Sede, y de manifestarle los votos que formulo para el ejercicio de su alto cargo.

Deseándole, Excelencia, un feliz cumplimiento de su misión, le aseguro que la Santa Sede procurará darle el apoyo que usted pueda desear, en el espíritu de las relaciones cordiales que le unen a su País.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.43, p.19.



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