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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
A LOS PARTICIPANTES EN LA VIII ASAMBLEA PLENARIA 
DEL PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA


Jueves 17 de mayo de 1990

 

Señores cardenales;
queridos amigos:

1. Es para mí una alegría el mero hecho de recibir a los participantes en la octava asamblea plenaria del Pontificio Consejo para la Familia. Agradezco al señor cardenal Gagnon el haberme presentado vuestros trabajos.

Habéis escogido como tema "La formación del sacerdote y la pastoral familiar", en relación con la reflexión que llevará a cabo el próximo Sínodo de los Obispos. Sí, este aspecto del ministerio sacerdotal es de la mayor importancia. Tanto en la sociedad como en la Iglesia, la familia desempeña un papel esencial de cara al desarrollo del ser humano. Y, en la Iglesia, la dignidad de la familia se ve ratificada por el sacramento del matrimonio que santifica la comunión entre los esposos y consagra la fundación de un hogar cristiano.

Durante las últimas décadas numerosos esposos cristianos han sentido de modo más fuerte la necesidad de descubrir la grandeza de la vocación a la que son llamados por su matrimonio, así como las riquezas de su maravillosa misión, de cara al bien de la sociedad y de la Iglesia. Tras el Concilio Vaticano II, que ha puesto de relieve el lugar de los laicos en la Iglesia y la llamada universal a la santidad, muchos son los sacerdotes que en estos últimos años han sabido apoyar y guiar a las familias en este sentido. Ahora conviene repensar la pastoral familiar y hacer que la formación de cara a ella sea incorporada de modo más estructurado y concreto en el ciclo de formación sacerdotal.

2. En efecto, mientras que ciertos aspectos de la actividad sacerdotal pueden afectar tan sólo a personas de una edad, profesión, cultura o situación muy determinadas, la pastoral familiar, por el contrario, tiene por campo de aplicación la vida de los fieles cristianos de todas las edades. «Toda ayuda brindada a esta célula fundamental del humano consorcio despliega una eficacia multiplicada, que se refleja sobre los diversos elementos del núcleo familiar y se perpetúa, a la vez, en el tiempo, gracias a la obra educadora que de los padres reverbera en los hijos y, por medio de ellos, en los hijos de los hijos» (Alocución del 1 de marzo de 1984, n. 1; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de abril de 1984, pág. 19).

La necesidad de esta preparación sacerdotal para la pastoral de la familia se deja sentir de modo más urgente cuando se considera el fin de todo el ministerio y de toda la vida de los sacerdotes: «Dar gloria a Dios Padre en Cristo. Y esta gloria, enseña el Concilio Vaticano II, es la acogida consciente, libre y agradecida por parte de los hombres de la obra realizada por Dios en Cristo» (Presbyterorum ordinis, n. 2). La renovación de la vida de los fieles cristianos promovida por el Concilio depende, en gran medida, del celo pastoral desplegado por los ministros del Señor. No obstante, en el marco de la vida familiar, las energías se multiplican dada la más rápida llegada del reino de Dios entre los hombres. Cuando los esposos viven generosamente su amor, pueden dar testimonio auténtico de la Buena Nueva, dado que hacen de su vida cotidiana un instrumento de apostolado y el marco de un primer anuncio de la palabra de Dios a sus hijos.

El servicio a los esposos y sus familias constituye una parte importante del ministerio de los sacerdotes, cooperadores del obispo, que es el «primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis» (Familiaris consortio, n. 73). En este tiempo de Pascua, que recuerda a los hombres el pacto de reconciliación y de paz realizado en Cristo, se capta mejor la necesidad de iluminar con la luz del Salvador y retomar con su fuerza redentora el pacto conyugal de los esposos y toda la vida familiar que de él mana. Y la tarea de los sacerdotes consiste en ayudar a los hogares cristianos a reflejar en toda su vida el misterio del amor esponsalicio entre Cristo y su Iglesia. De este modo realizarán lo que propone el Concilio Vaticano II cuando afirma: «La familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros» (Gaudium et spes, 48).

3. Es necesario que la formación del sacerdote proceda de una reflexión meditada del misterio de Cristo y desde ella progrese. La intervención sacerdotal en la pastoral familiar hunde sus raíces en un conocimiento, personalmente asimilado, del plan de Dios revelado en Jesucristo y supone una comprensión auténtica de la naturaleza de la Iglesia. La doctrina sobre el matrimonio y sobre la familia, que el sacerdote tiene la misión de transmitir, no se mueve simplemente en el orden especulativo; traduce también la sabiduría con la cual la ordinaria asistencia del Espíritu Santo nutre a los fieles para su crecimiento dentro de la Iglesia.

Tal es la perspectiva de la enseñanza del magisterio, que se ha expresado para nuestros contemporáneos particularmente mediante la encíclica Humanae vitae y la exhortación apostólica Familiaris consortio. Hay que ayudar, con la verdad del misterio de Cristo, a descubrir, desarrollar y elevar la verdad que se halla depositada en el corazón del hombre, la verdad que ya está presente en el interior de la relación conyugal entre el hombre y la mujer. De este modo, por ejemplo, conviene hacer descubrir adecuada-mente a los esposos que «todo lo que ha enseñado la Iglesia sobre la procreación responsable no es sino ese originario proyecto que el Creador grabó en la humanidad del hombre y de la mujer que se casan, y que el Redentor vino a restablecer» (Alocución del 1 de marzo de 1984, n. 2).

Proponiendo la plenitud de la verdad sobre el amor conyugal y familiar, los pastores de la Nueva Alianza saben que no basta enseñar la nueva ley que ilumina la conducta de cada uno; también es necesario abrirse a la gracia que viene en auxilio de la debilidad que conlleva la concupiscencia. Por ello la caridad pastoral hacia la familia exige una continua disponibilidad para ofrecer la riqueza de la gracia sacramental dispensada por la Iglesia, sin disminuir para nada la grandeza y dignidad del sacramento propio de los esposos y mediante el cual se hace presente entre los hombres el amor que viene de Dios.

4. Todos los que habéis recibido el don del amor conyugal, tenéis que saber que con la generosidad de vuestro mutuo amor y con el de vuestros hijos, la unión de Cristo y de su Iglesia se ve fecundada en vuestras vidas. Sois para vuestros pastores el testimonio claro y vivo del misterio cristiano; los sostenéis para que sean los incansables testigos de la fuerza redentora de Cristo y para que sepan aconsejar con paciencia y caridad a los hogares que les confían sus dificultades.

Sacramento del matrimonio y sacerdocio cristiano: he aquí dos sacramentos que edifican el bien de la Iglesia y de la sociedad. Dos participaciones en el misterio de Cristo que se refuerzan mutuamente en el interior de la existencia cristiana, desde la fidelidad al propio carisma de cada uno, para el bien de todo el pueblo de Dios.

Espero que la reflexión llevada a cabo por vuestro Consejo sea útil particularmente para los sacerdotes que asumen la responsabilidad de la pastoral familiar. Con una confiada colaboración deben poner sus esfuerzos en común con los competentes animadores laicos, para ayudar a la familia dentro de la complementariedad de sus respectivos papeles. Es bueno que, desde su formación, los sacerdotes se preparen a tal tipo de responsabilidades mediante una cultura humana que ilumine la teología, con la experiencia del trabajo en equipo con los hogares, así como por la vida espiritual, que es la única que puede hacer de ellos testigos dignos de crédito.

Señores cardenales, queridos amigos, les deseo para sus trabajos y para su apostolado esa irradiación que proporciona la asistencia del Espíritu Santo. Ofreciéndoos mis palabras de ánimo y mis mejores deseos, imparto a cada uno de vosotros mi bendición apostólica.



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