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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE AUSTRALIA ANTE LA SANTA SEDE

Lunes 2 de diciembre de 1991 

 

Señor Embajador:

Me complace darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las Cartas con las que el Gobernador General de Australia lo acredita como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la Santa Sede. Aprovecho esta ocasión para renovar la expresión de mi respeto y de mi profundo afecto hacia el pueblo australiano. Le ruego transmita al Gobernador General, al Primer Ministro y a todos sus compatriotas mis mejores deseos de paz y prosperidad para su País.

Su presencia hoy me trae a la memoria mi visita pastoral a su nación en 1986. Recuerdo con profundo agradecimiento la cordial bienvenida que me dispensaron cuando, como «amigo de todos los australianos», fui «para dar testimonio de la grandeza de vuestra misión y de vuestra inmensa capacidad para el bien» (Saludo en el aeropuerto de Fairbairn, 24 de noviembre de 1986, n. 1 y 4). Tengo la esperanza de que su servicio como representante de su País robustezca los lazos de amistad y cooperación que han caracterizado las relaciones entre Australia y la Santa Sede antes y después del primer intercambio de representaciones diplomáticas, de manera que con la mutua colaboración de la Iglesia y la sociedad civil se alcance el objetivo propio de cada una.

Es bien conocido el esfuerzo del pueblo australiano y de su Gobierno por preservar y fortalecer el orden social, respetando y garantizando los derechos humanos, entre los cuales, el derecho a la libertad religiosa es uno de los más fundamentales (cf. Dignitatis humanae, 2, y Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, 1 de enero de 1991). Las experiencias amargas de los primeros colonos de su País han hecho que sus ciudadanos aprecien más profundamente esos bienes humanos inalienables. Esta atmósfera de libertad ordenada ha creado un ámbito favorable en el que la Iglesia Católica ha podido realizar con la debida libertad la misión que le confió su divino Fundador.

Los católicos de Australia, impulsados por su deseo de glorificar a Dios y por su amor al prójimo, han empleado esa libertad para construir escuelas, hospitales y otras estructuras de asistencia sanitaria, así como centros de servicio social. Esas obras sirven para fortalecer el respeto a la dignidad humana, que es la base de la paz y la prosperidad de la sociedad. La Iglesia agradece el hecho de que la sociedad australiana reconozca su contribución, y favorezca y sostenga activamente sus obras. Abrigo la esperanza de que la conservación y robustecimiento de esas buenas relaciones entre la Iglesia y el Estado sirva en gran medida para la consecución del bien común que, en palabras del concilio Vaticano II, «abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección» (Gaudium et spes, 74).

Señor Embajador, usted ha mencionado una serie de áreas en las que su País y la Santa Sede tienen intereses comunes. Entre ellas, merece una mención especial el esfuerzo por reducir el nivel de armamentos y el riesgo de guerra en todo el mundo. La búsqueda decidida de esos objetivos por parte de su nación está en armonía con su carácter democrático, pues una sociedad que considera como su principio fundamental la dignidad inviolable de todo hombre y de toda mujer jamás se sentirá satisfecha sólo con garantizar la seguridad de sus propios miembros. ¿Cómo podría ser de otra manera? Porque, si todos los hombres tienen igual dignidad por su naturaleza y no en virtud de su situación – ni siquiera en virtud de su situación de ciudadanos –, es preciso que todos luchemos por desterrar las tragedias de la guerra, ese azote terrible contra la dignidad del hombre, en cualquier parte del mundo. La Santa Sede, por su parte, obedeciendo el mandato del Príncipe de la Paz, hace todo lo posible por asistir a las naciones del mundo, esforzándose por hacer que llegue el día en que ya no se recurra a la guerra, ni siquiera como última alternativa, para la solución de los conflictos.

Hay que buscar la paz de manera efectiva a fin de solucionar las situaciones injustas que pueden arrastrar a las comunidades a la violencia, acostumbrándonos nosotros mismos y educando a las jóvenes generaciones a obrar con justicia y a hallar nuestra alegría en esto y no en la ganancia material desenfrenada, llevando a cabo una oportuna acción colectiva que desbarate los proyectos de los malos y promoviendo el desarrollo de la vida económica y social de los pueblos que, teniendo acceso sólo a una porción reducida de los bienes del mundo, se ven arrastrados, como consecuencia de su descontento, a tomar las armas.

Con urgencia particular se ha de favorecer el desarrollo de las naciones del Sur, así llamadas porque en dicho hemisferio se encuentra la mayor parte de los países subdesarrollados. A este respecto el Commonwealth de Australia, con su economía desarrollada y su dominio de la tecnología necesaria para la producción de riqueza, está en una situación muy adecuada para prestar ayuda a las demás naciones. Por hallarse cerca de algunas de las naciones más pobres del mundo, su país puede ser un guía en la tarea de garantizar la paz, cooperando directamente en el desarrollo de sus vecinos, e invitando a las demás naciones económicamente avanzadas a cooperar en esa tarea, pues su amistad y sus tradiciones comunes hacen que estén dispuestas a poner en práctica esa acción solidaria. Australia merece elogios por cuanto ya ha hecho en este campo. Estoy seguro de que Dios la fortalecerá a fin de que responda con generosidad a lo que aún está llamada a hacer.

Los eventos dramáticos que han tenido lugar en Europa central y oriental durante estos dos últimos años han infundido a los pueblos de todo el mundo nueva confianza en el poder de la acción unida para liberarse de la opresión y establecer un orden constitucional en armonía con el orden de la justicia. Sin embargo, esa impresionante reafirmación de la dignidad humana, aclamada en tantas zonas del mundo, nos obliga a afrontar esta paradoja: en el preciso momento en que la exigencia fundamental de los derechos humanos parece reconocida en todo el mundo, el más elemental de los derechos naturales, a saber, el derecho a la vida y el valor de la vida, son amenazados continuamente. Y esto sucede a menudo en sociedades que se consideran defensoras de la causa de la justicia.

El derecho a la vida se funda en el orden natural. No es el resultado de ningún ordenamiento político. La misión de todo Gobierno, por su misma naturaleza, consiste en defender este derecho (cf. Centesimus annus, 40). Cuando una sociedad pierde de vista el valor trascendente de la vida de toda persona humana, cae en el error de medir el valor de la vida humana según criterios meramente utilitarios, de tal manera que el Gobierno deja de ser el guardián de la vida y se convierte más bien en el árbitro de su utilidad pública. La promulgación de leyes que permitan o favorezcan el aborto, la eutanasia o cualquier otro ataque dirigido contra la vida humana es un signo de que la comunidad se ha convertido en una sociedad de muerte y está empezando a decaer.

Todos los líderes de las naciones que se empeñan en respetar los derechos humanos, ya sea que procedan de países como el suyo, en el que existe una larga tradición, o de sociedades en las que se trata de un valor descubierto recientemente, pueden ser fieles a esta convicción sólo en la medida en que respeten a la persona humana en cada una de las etapas de su vida. Los católicos en Australia, como en todas las naciones en las que viven, están dispuestos a poner en práctica esta verdad, a trabajar con sus compatriotas con el objetivo de hacer que su sociedad se empeñe plenamente en respetar la dignidad humana y la vida.

Señor Embajador, le renuevo mi esperanza de que su servicio como representante de Australia promueva la cooperación entre su nación y la Santa Sede para dar vida a una civilización realmente digna de la persona humana. Le aseguro que todos los organismos de la Curia Romana le ayudarán en el cumplimiento de las responsabilidades que su Gobierno le ha confiado. Pido a Dios Todopoderoso que, en su benevolencia amorosa, lo fortalezca e invoco sus abundantes bendiciones sobre usted y su familia, así como sobre su País y su pueblo. 


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española 1992, n.3, p.8 (p.32).



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