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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE LAS PROVINCIAS ECLESIÁSTICAS
DE VALLADOLID Y VALENCIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Lunes 23 de septiembre de 1991

 

Amadísimos hermanos en el episcopado:

1. Os saludo con todo afecto en Cristo, señores Arzobispos y Obispos de las provincias eclesiásticas de Valladolid y Valencia, que con este encuentro coronáis vuestra visita “ad limina Apostolorum”. Esta visita tiene un profundo sentido eclesial, pues manifiesta vuestra comunión, y la de las Iglesias particulares que regís y apacentáis, con el Sucesor de Pedro, a quien el Señor ha encomendado presidir en la caridad a la Iglesia universal.

Vuestras Iglesias particulares están situadas geográficamente en distintas regiones españolas con sus propias características y tradiciones. Las diócesis de la provincia eclesiástica de Valladolid, en tierras de Castilla la Vieja y León, son Iglesias de antigua tradición cristiana, que conservan un buen índice de práctica religiosa, aunque vienen sufriendo un descenso demográfico notable, lo que no deja de reflejarse también en la media de edad del clero. Las diócesis de la provincia eclesiástica de Valencia, en el levante español, están abiertas al Mar Mediterráneo, a excepción de Albacete, que pertenece a la hidalga región manchega. Estas diócesis tienen también profundas raíces y tradiciones cristianas, si bien las corrientes inmigratorias y el fenómeno del turismo han afectado en cierta medida la vida de vuestras gentes.

2. Me complace saber que todas vuestras Iglesias están empeñadas actualmente en un serio y renovado esfuerzo evangelizador. Me consta que habéis tomado plena conciencia de que, entre vosotros, se hace necesaria esta nueva etapa eclesial y pastoral que hemos designado como “nueva evangelización”, para lo cual contáis con un punto de partida envidiable: la extraordinaria riqueza y vitalidad de la tradición cristiana de vuestros pueblos.

3. En efecto, la arraigada fe en Dios ha logrado impregnar, a lo largo de una acción multisecular, la concepción de la vida, los criterios de comportamiento personal y social, los modos de expresión y, en una palabra, la cultura propia de cada una de vuestras regiones. Y este logro no es una simple herencia del pasado sin virtualidades activas para el presente. Gran parte de los hombres y mujeres de vuestras tierras siguen encontrando en la fe el sentido fundamental de su vida, por eso recurren a Dios en los momentos cruciales de la misma. Una rica religiosidad popular traduce al lenguaje de los sencillos las grandes verdades y valores del Evangelio, los encarna en la idiosincrasia peculiar de vuestra cultura y convierte los grandes símbolos cristianos en otros tantos signos identificadores de la colectividad. Por otra parte, no puede silenciarse la proporción considerable de cristianos que, con creciente convicción, acuden todos los domingos a la celebración eucarística y reciben con frecuencia los sacramentos.

Sobre este terreno fértil de religiosidad, vuestras Iglesias han realizado notables esfuerzos de renovación, por medio de Sínodos y Asambleas diocesanas, y han conseguido dar mayor profundidad a la formación cristiana, que se refleja también en una participación más activa de numerosos fieles laicos en las tareas de la Iglesia.

4. Pero todas estas realidades esperanzadoras, queridos Hermanos, no deben haceros olvidar que también entre vosotros se está produciendo, por desgracia, un preocupante fenómeno de descristianización. Las graves consecuencias de este cambio de mentalidad y costumbres no se ocultan a vuestra solicitud de Pastores. La primera de ellas es la constatación de un ambiente “en el que el bienestar económico y el consumismo inspiran y sostienen una existencia vivida como si no hubiera Dios” (Christifideles laici, 34). Con frecuencia, la indiferencia religiosa se instala en la conciencia personal y colectiva, y Dios deja de ser para muchos el origen y la meta, el sentido y la explicación última de la vida. Por otra parte, no faltan quienes en aras de un malentendido progresismo pretenden identificar a la Iglesia con posturas inmovilistas del pasado. Éstos no tienen dificultad en tolerarla como resto de una vieja cultura, pero estiman irrelevante su mensaje y su palabra, negándole audiencia y descalificándola como algo ya superado.

Pero las consecuencias más dramáticas de la ausencia de Dios en el horizonte humano, se producen en el terreno de los comportamientos concretos, en el campo de la moral, como habéis denunciado repetidamente con lucidez los obispos españoles (cf. Instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal Española «La verdad os hará libres»). Cuando se prescinde de Dios, la libertad humana, en vez de buscar y adherirse a la verdad objetiva, con frecuencia viene a convertirse en instancia autónoma y arbitraria, que decide lo que es bueno en función de intereses individuales y egoístas. Y, por este camino, el ansia de libertad acaba convirtiéndose en fuente de esclavitud. En efecto, la exaltación de la posesión y el consumo de los bienes materiales lleva a una concepción puramente economicista del desarrollo, que degrada la dignidad personal del ser humano y hace más pobres a muchos para que sólo unos pocos puedan ser más ricos. En nombre de los derechos humanos, concebidos con frecuencia desde un individualismo narcisista y hedonista, se promueve el permisivismo sexual, el divorcio, el aborto y la manipulación genética, que atentan contra el derecho más fundamental: el derecho a la vida. La búsqueda afanosa del placer fácil provoca que innumerables personas queden traumatizadas y a menudo busquen refugio en la drogadicción, en el alcoholismo o en la violencia.

5. Este clima cultural afecta no solamente a los no creyentes, sino también a los cristianos, que experimentan en su propio ser la división amenazadora entre su corazón y su mentalidad de creyentes y el pensamiento, las estructuras y las presiones de una sociedad basada en el agnosticismo y la indiferencia.

Frente a este neopaganismo, la Iglesia en España ha de responder con un testimonio renovado y un decidido esfuerzo evangelizador que sepa crear una nueva síntesis cultural capaz de transformar con la fuerza del Evangelio “los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad” (Evangelii nuntiandi, 19). Es necesario proclamar con nueva energía y convencimiento que encontrar a Dios y aceptarlo son condiciones indispensables para descubrir la verdad del hombre. Que la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo es fuente y garantía de la propia humanidad, clave para entender al hombre y al mundo, así como fundamento y baluarte de la libertad, y salvaguardia de la plena realización de las capacidades auténticamente humanas.

Para ello tendréis que vencer la indiferencia religiosa mediante el anuncio decidido y claro del Evangelio. En efecto, la fe se robustece cada día gracias a la Palabra de Dios que el Espíritu hace oír a través de la predicación, la enseñanza y la catequesis. Evangelizar es, ante todo, proclamar que “en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y la misericordia” (Ibíd., 27).

6. Pero la Palabra alcanza toda su eficacia y fuerza de persuasión cuando se hace acontecimiento salvador en la acción sacramental que transforma la vida de las personas y las convierte en testigos. Por eso, una forma específica e irrenunciable del anuncio cristiano es el testimonio, que hace patente ante los demás la gracia y el gozo que cada uno ha encontrado en Cristo, y que invita a compartir como enriquecedora experiencia de vida. La nueva evangelización necesita pues nuevos testigos, es decir, personas que hayan experimentado la transformación real de su vida en su contacto con Jesucristo y que sean capaces de transmitir esa experiencia a otros. Y necesita también nuevas comunidades “en las cuales la fe consiga liberar y realizar todo su originario significado de adhesión a la persona de Cristo y a su Evangelio, de encuentro y de comunión sacramental con El, de existencia vivida en la caridad y en el servicio” (Christifideles laici, 34) .

Sólo estos cristianos, animados por el ideal de santidad, serán capaces de hacer nueva la humanidad misma. A los laicos compete de modo particular basar en su fe la creatividad cultural y la fuerza necesaria para reformar las instituciones, usos, estructuras económicas y el pensamiento y el entramado entero de la sociedad. A ellos les corresponde evangelizar lo que hemos llamado “puestos privilegiados de la cultura” (Ibíd., 44), desde donde se dirige y condiciona la mentalidad y los valores que conformarán la conciencia social. El mundo del pensamiento y los centros de investigación y de enseñanza, los medios de comunicación social, las organizaciones económicas, laborales y políticas, las asociaciones familiares: éstos son los grandes campos en los que se ha de encarnar la nueva síntesis cultural, iluminada y animada por la fe.

Ése es el importante desafío que se presenta a vuestras Iglesias: crear una sociedad renovada, más justa y fraterna, que se inspire en el mandamiento del amor y ponga su esperanza en Dios, para lograr así ser más profundamente humana. Éste es el objetivo social e histórico de la nueva evangelización, que venimos designando como “civilización del amor o de la solidaridad” (Sollicitudo rei socialis, V y VI) ).

7. La preocupante crisis de valores morales a que me he referido afecta de modo particular a la vida familiar. Así parecen revelarlo síntomas tales como el descenso considerable de matrimonios, la disminución del índice de natalidad, el crecimiento de la mentalidad divorcista. Estos síntomas indican un serio deterioro de los valores que han dado cohesión y vigor a la familia y a la sociedad misma en España.

Por todo ello, es necesario y urgente reaccionar ante los retos y exigencias que esta situación plantea promoviendo una pastoral familiar más incisiva que —como ya he expuesto en la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”— tienda a recuperar la identidad cristiana del matrimonio y de la familia, para que llegue a ser una comunidad de personas al servicio de la transmisión de la vida humana y de la fe, célula primera y vital de la sociedad, comunidad creyente y evangelizadora, verdadera “iglesia doméstica”, centro de comunión y de servicio eclesial.

Hay que crear pues un auténtico humanismo familiar, que potencie lo que venimos llamando “la cultura de la vida y la civilización del amor”. Este humanismo tiene que fundamentarse en el respeto a la dignidad de la persona, en cualquier etapa de su existencia, ya que ha sido creada a imagen de Dios y redimida por Jesucristo, así como en el reconocimiento de la primacía de los genuinos valores humanos, frente a ideologías ciegas que niegan la transcendencia y a las que la historia reciente ha descalificado al mostrar su verdadero rostro.

Entre estos valores hay que poner particularmente de relieve la dignidad del amor entre el hombre y la mujer; la fidelidad como exigencia fundamental del amor conyugal, que brota de la donación plena y exclusiva entre los cónyuges; el respeto a la vida humana como fruto del mismo amor entre los esposos; la responsabilidad indeclinable de los padres en el mantenimiento y educación de los hijos.

Por tanto, se hace urgente la promoción de esta cultura familiar, que contribuya a reforzar la estabilidad del matrimonio, tan amenazada y expuesta a tantos riesgos, y que sirva de soporte para que los padres y educadores puedan realizar su misión. Hay que defender con valentía la institución familiar como santuario de la vida, como espacio humanizador en la sociedad, como lugar que favorece el diálogo entre sus miembros y con Dios en la oración común.

Para ello, debéis alentar con insistencia a vuestros sacerdotes para que dediquen lo mejor de sus energías a la atención espiritual y a la formación permanente de los matrimonios, sobre todo en su misión de padres. Que apoyen y potencien los diversos movimientos familiares y asociaciones encaminadas a cultivar la espiritualidad conyugal y familiar, la formación cristiana de las familias y la defensa de sus valores frente al deterioro causado por la cultura dominante. Finalmente, es necesario promover con mayor ahínco la formación de laicos que se comprometan a defender la institución familiar y sus valores en el campo de la legislación, de la enseñanza, de los medios de comunicación. Una pastoral familiar así revitalizada dejará sentir su benéfica influencia en otros sectores, especialmente en la pastoral de los jóvenes, en la pastoral vocacional y, en último término, en el florecimiento de vuestras diócesis y de la misma sociedad española.

8. Al terminar este encuentro, deseo reiteraros mi estima fraterna y pediros que al regresar a vuestras diócesis llevéis el saludo y el afecto del Papa a todos vuestros diocesanos, a las familias cristianas, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, que con dedicación y generosa entrega anuncian la Buena Nueva de salvación y dan testimonio de servicio, fidelidad y espíritu apostólico.

Invoco sobre vosotros y vuestros fieles la maternal protección de la Santísima Virgen María, tan venerada con diversas advocaciones en todas y cada una de vuestras diócesis, mientras os imparto mi Bendición.



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