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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE PORTUGAL ANTE LA SANTA SANTA SEDE
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Sábado 20 de febrero de 1993

 

Señor Embajador:

Con gran satisfacción y estima le doy la bienvenida a este acto de presentación de las Cartas que lo acreditan como nuevo Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Portugal ante la Santa Sede. Viene usted para ocupar un lugar en la sucesión de representantes de su País que, a lo largo de los siglos, han cumplido la misión de mantener y estrechar las relaciones entre la Sede Apostólica y la Nación Portuguesa, siempre tan cercana a la solicitud y el afecto del Sucesor de Pedro, sentimientos que son, a su vez, correspondidos fiel y generosamente, como pude comprobar personalmente.

La noble expresión de los sentimientos que lo animan, en este día ciertamente muy significativo, merecen toda mi atención. Se lo agradezco infinitamente, y me permito destacar, ante todo, el saludo deferente que me transmitió de parte del Doctor Mario Soares, Presidente de la República. Le ruego exprese mi profundo agradecimiento al Señor Presidente junto con mis mejores votos para su persona, y su distinguida misión, así como para el bienestar y la prosperidad creciente de todos los portugueses.

Excelencia, en sus palabras he podido constatar que asume sus nuevas responsabilidades diplomáticas con una conciencia clara de la naturaleza especial de la actividad de la Santa Sede en el ámbito de la comunidad internacional. De hecho, dado que «la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1), su recurso a la diplomacia se inscribe en la necesidad urgente, a nivel internacional, de afirmación y robustecimiento de la unidad de la familia humana y de la responsabilidad común de todos respecto a nuestro destino.

Por eso «la Iglesia advierte a sus hijos, y también a todos los hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios superen todas las desavenencias entre naciones y razas» (Gaudium et spes, 42). Con gran consuelo y esperanza, esta Sede Apostólica ve difundirse y consolidarse una conciencia más profunda de la unidad de toda la familia humana y de la interdependencia radical de todos los pueblos. En efecto, esta conciencia está llamada a alimentar de modo gradual la convicción de que sólo la solidaridad verdadera, comprendida como una categoría moral que determina las relaciones humanas, puede salvaguardar con eficacia la dignidad y los derechos de las personas y, por consiguiente, edificar la paz en el seno de las sociedades y entre las naciones.

He apreciado su alusión a los esfuerzos de la Santa Sede a favor de la defensa de la dignidad humana, de la promoción de la justicia social y del establecimiento de una paz duradera entre los pueblos. Son ideales a los que Portugal también ha servido dignamente y por los que, no cabe duda, seguirá luchando. Hay que mencionar aquí, por ejemplo, su peculiar contribución al acuerdo de paz en Angola, que —como deseo de todo corazón y oro insistentemente por ello— sigue siendo una plataforma válida de entendimiento y un punto de referencia motivador en esta hora insensata en que se vuelve al lenguaje de las armas.

En otra zona se desarrolla una contienda entre Portugal e Indonesia, con un gran número de víctimas entre el querido pueblo timorense, al que pude estrechar junto a mi corazón con ocasión de mi visita pastoral a Dili. Ahora que por fin parecen existir señales de un posible diálogo directo, el Papa formula ardientes votos para que todos los interlocutores se muestren disponibles y se comprometan en su realización mediante el firme deseo de afrontar los problemas actuales con ánimo sereno y positivo, y con voluntad de encontrar soluciones por el camino del diálogo, la solidaridad y el perdón. Renuevo aquí el llamamiento lanzado, en aquel memorable 12 de octubre de 1989, a cuantos tienen la responsabilidad de la vida en Timor oriental, para que «actúen con sabiduría y buena voluntad hacia todos, mientras buscan una solución justa y pacífica a las dificultades actuales, con el fin de favorecer una rápida mejora de las condiciones de vida que os permitan (a los timorenses) vivir en armonía social, de acuerdo con sus tradiciones y necesidades, en serena y fructuosa prosperidad» (Homilía en Dili, n. 4; cf. L'Osservatore Romano, edición en Lengua Española, 29 de octubre de 1989, pág. 12).

Señor Embajador, la Iglesia, por su parte, ha procurado renovarse con vistas al cumplimiento fiel de su misión en la hora actual, para lo cual se fortalece en la visión misma de lo que ha sido llamada a ser por su divino Fundador y Señor. Esto es lo que las naciones y sus dirigentes esperan, y miran con simpatía este testimonio de fidelidad y servicio eclesial manifestado en la buena aceptación que han reservado al reciente Catecismo de la Iglesia Católica. En él, entre otras verdades, las naciones pueden encontrar los fundamentos morales y religiosos sobre los que deben edificarse, si quieren llevar a cabo con éxito la renovación de su visión y su capacidad de decisión y respeto al bien común, a la dignidad y los derechos fundamentales de la persona y de los pueblos.

Me ha conmovido de su discurso la reiterada expresión de la voluntad política y cultural que anima a la nación lusitana: ser miembro solidario, y con pleno derecho, de la nueva Europa, pero «sin alejarse —según sus palabras— de los valores centenarios del Cristianismo, base moral de nuestra civilización y cada vez más condición sine qua non del progreso de la humanidad y de la convivencia de los pueblos». Que los portugueses, bajo el patrocinio de Santa María Virgen, su Señora y Patrona, sigan edificando el futuro de sus hijos sobre los fundamentos de siempre: fe viva en Jesucristo, defensa heroica de la vida humana en todas sus etapas, y ayuda y convivencia fraterna entre todos los hombres. Quiera Dios que Portugal contribuya decididamente a reanimar el alma cristiana de Europa.

A decir verdad, la comunidad política y la Iglesia —aunque independientes y autónomas en sus respectivos campos de actividad— están compuestas por las mismas personas y sirven a la misma realidad social. Por eso, están llamadas a una cooperación y solidaridad estrechas, a fin de eliminar las rivalidades y las sospechas infundadas. La Iglesia está convencida de que en una sociedad verdaderamente pluralista y democrática no deben existir conflictos entre la profesión libre y pública de la fe religiosa y las obligaciones de promover el bien común, que incumben a todos los ciudadanos. Además, ésta es la convicción que guía la actividad diplomática de la Santa Sede en el ámbito de la comunidad internacional.

Excelencia, habiendo pasado revista a algunas de las realidades que en esta hora interpelan más directamente a Portugal y que interesan a su Gobierno, expreso mi profunda esperanza de que los países como el suyo procuren hallar juntos nuevos modos creativos, capaces de cortar de raíz las situaciones posibles o reales de conflicto, promoviendo el camino del diálogo y la negociación como único medio civilizado para resolver las contiendas, en el respeto a la justicia y la solidaridad entre las naciones y sus habitantes. En concreto, sobre la base de sus tradiciones y experiencias, la Nación Portuguesa podría hacer mucho para impulsar el diálogo entre Europa y el norte de África, especialmente con los países del Magreb, en el sentido de conseguir acrecentar la comprensión y la colaboración mutua en este ámbito.

Señor Embajador, puedo asegurarle que, según sus deseos, aquí, en los organismos de la Santa Sede, encontrará siempre acogida y apoyo, que pueden serle útiles para su misión y sus esfuerzos de paz y fraternidad entre todos los pueblos. Juntos deseamos que nuestras relaciones diplomáticas contribuyan a mantener y aplicar, de modo concreto, los principios fundamentales de civilización y humanidad, de los que la Iglesia Católica se esfuerza por ser guardiana atenta.

Por último, sólo me queda expresarle mis ardientes votos para el éxito de su misión como representante diplomático de Portugal. Imploro la asistencia de lo alto sobre usted, para que sea feliz en esta forma excepcional de servicio a su pueblo. Con mucho gusto le imparto una bendición apostólica propiciadora a usted, a su distinguida familia y a la querida Nación Portuguesa.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española n.11 p.7 (p.139).



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