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VISITA PASTORAL A TÚNEZ
(14 DE ABRIL DE 1996)

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA
Y A LOS REPRESENTANTES DEL MUNDO POLÍTICO, CULTURAL Y RELIGIOSO*

Túnez - 14 de abril de 1996

 

Señor presidente de la República,
Señoras y Señores:

1. Es una alegría para mí encontrarme en Túnez, en esta tierra de acogida y amistad. Le agradezco muy cordialmente, Señor Presidente, las amables palabras que acaba de dirigirme y que testimonian la estima que se tiene hacia la Iglesia en su País. Doy las gracias también a las personalidades que han querido participar en esta reunión. A través de vosotros, representantes del mundo político, cultural y religioso, me alegra tener, una vez más, la ocasión de encontrarme, aunque sea brevemente, con el pueblo tunecino, al que honran su cortesía, su apertura y su tolerancia.

No cabe duda de que estas cualidades del carácter tunecino son, en parte, el resultado de la posición geográfica de este País, así como de su historia. Túnez pertenece al mundo árabe, más precisamente al Magreb, e igualmente al mundo mediterráneo. A través de la historia, con la sucesión de brillantes civilizaciones que se han encontrado aquí, se ha creado una red de relaciones que han dejado su sello en el País. Aún hoy Túnez, que durante estas últimas décadas se ha distinguido por sus conquistas en los campos de la educación y la sanidad, desempeña un papel importante en la cooperación y los intercambios que se realizan en la región.

2. En efecto, asistimos en estos últimos tiempos a un gran movimiento para favorecer el entendimiento y la colaboración entre los países de la cuenca del Mediterráneo. La Santa Sede sigue con gran interés estos esfuerzos. Ciertamente, no podemos menos de alegrarnos por la creación, mediante inversiones e intercambios tecnológicos y culturales, de posibilidades de mayor prosperidad para las poblaciones de las dos riberas del Mediterráneo. Es esencial que todos los sectores de la población de estos países puedan beneficiarse de las ventajas del previsto crecimiento económico. Es también un deber de justicia y de estima recíproca que, en sus relaciones con los otros, cada nación pueda conservar su libertad y cada pueblo mantener su identidad propia.

En este contexto, no podemos dejar de alentar a todos los que colaboran con esmero en la construcción de una paz justa y duradera en Oriente Medio. Sin una solución equitativa de los problemas de esta región, ¿quién podría hablar razonablemente de desarrollo y prosperidad ?

3. La cooperación internacional debería, pues, contribuir al progreso mediante el desarrollo integral del hombre y la sociedad, es decir, un desarrollo que no concierne sólo al aspecto económico, sino que interesa también a todas las dimensiones de la existencia humana. Realizándose así, esta cooperación favorecerá la estabilidad y la paz. Cuando no se satisfacen las aspiraciones profundas de un pueblo, las consecuencias pueden ser muy negativas, llevando a soluciones simplistas, que constituyen amenazas para la libertad de las personas y de las sociedades, y que, a veces, incluso se intentan imponer mediante la violencia. Por el contrario, si se abren a los ciudadanos perspectivas de futuro fundadas en una verdadera solidaridad entre todos, se sentirán más impulsados a avanzar por el camino del verdadero progreso del hombre en la justicia y la concordia.

4. Es evidente que a los responsables religiosos no les compete proponer soluciones técnicas a los problemas de la economía moderna y de la cooperación internacional. Sin embargo, tienen una gran responsabilidad en la vida social. Deben ser, en cierto modo, la conciencia de la sociedad, recordando los principios éticos que hay que tener en cuenta en las opciones concretas e invitando al respeto de los verdaderos valores humanos, como la defensa de la vida, la dignidad, de la persona y la honradez. También tienen el deber de hablar en nombre de los más débiles y los más necesitados, cuya voz no puede hacerse oír.

5. La preocupación por las personas más desvalidas de la población no es sólo responsabilidad de las autoridades públicas; debe ser interés de todos. También la Iglesia que está en Túnez, en el ámbito que le es propio, desea contribuir a satisfacer las necesidades que se presentan. Sus instituciones en el campo social, en favor del desarrollo, en la educación y la sanidad, quieren estar al servicio de todos los tunecinos. Éstos son ámbitos de una cooperación fructuosa entre musulmanes y cristianos, para contribuir juntos al bien común.

6. Debo confesar que siento emoción al venir a este País que evoca páginas gloriosas de la historia del Cristianismo. ¿Quién podría olvidar los nombres de Cipriano, Tertuliano y Agustín? Los he recordado esta mañana, orando con la comunidad cristiana. Pero ¿cómo no mencionar también, con admiración, la aportación de la civilización árabe y el papel de sus pensadores, especialmente en la transmisión de las ciencias, o también los escritos del gran filósofo tunecino Ibn Khaldun, precursor en el campo de la reflexión histórica y sociológica?

Las obras que produjeron los grandes espíritus de este País, cristianos y musulmanes, constituyen un rico patrimonio que merece ser conocido más profundamente. En este contexto, quisiera recordar muy particularmente la importancia de los intercambios culturales entre poblaciones fuertemente marcadas tanto por el Cristianismo como por el Islamismo. Hay que favorecer y apoyar estos intercambios porque, como dije el año pasado durante mi visita a la Organización de las Naciones Unidas, la cultura «es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios» (n. 9: L'Osservatore Romano, edición en Lengua española, 13 de octubre de 1995, pág. 8). Pero es también paradójico en el mundo contemporáneo el hecho de que, precisamente cuando la comunicación mutua es más fácil y rápida, corre el riesgo de quedarse en un nivel superficial.

7. En nuestro tiempo se ha llevado a cabo un progreso importante en el diálogo entre musulmanes y cristianos. Para los católicos, el Concilio Vaticano II ha constituido un paso decisivo, pues los alentó a abrirse a este diálogo y a la colaboración con los musulmanes. El Concilio exhortó a cristianos y musulmanes, con las conocidas palabras de la declaración Nostra aetate, a que «ejerzan sinceramente la comprensión mutua, defiendan y promuevan juntos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres» (n. 3).

Es necesario felicitar a Túnez por sus iniciativas en este ámbito, como, por ejemplo, las conversaciones entre musulmanes y cristianos organizadas por el Centro de estudios y de investigaciones económicas y sociales, y la contribución de musulmanes tunecinos y de Cristianos que viven en Túnez a diversos grupos de investigación y de reflexión, cuyos trabajos son muy apreciados. He recibido con mucho gusto la noticia de que van a realizarse intercambios académicos entre la prestigiosa universidad de la Zaytouna y algunas universidades pontificias de Roma.

8. Permitidme reflexionar aún un momento con vosotros sobre las condiciones necesarias para que este diálogo sea fructuoso. Es indispensable, ante todo, que esté animado por un verdadero deseo de conocer al otro. No se trata de una simple curiosidad humana. La apertura al otro es, en cierta manera, una respuesta a Dios, que permite nuestras diferencias y quiere que nos conozcamos más profundamente. Por eso, ponerse de verdad los unos frente a los otros es una exigencia esencial.

Los protagonistas del diálogo se sentirán seguros y serenos en la medida en que estén verdaderamente enraizados en sus respectivas religiones. Este arraigo permitirá la aceptación de las diferencias y evitará dos obstáculos opuestos: el sincretismo y la indiferencia. Permitirá, igualmente, aprovechar el enfoque crítico del otro sobre el modo de formular y vivir la propia fe.

La fe estará también a la base de esta forma de diálogo, que es la colaboración al servicio del hombre, de la que ya he hablado. Dado que creemos en Dios creador, reconocemos la dignidad de cada persona humana creada por Él. En Dios tenemos nuestro origen y nuestro destino común. Entre estos dos polos, nos encontramos en el camino de la historia, a lo largo del cual debemos avanzar fraternalmente con un espíritu de ayuda recíproca, para alcanzar el fin trascendente que Dios ha establecido para nosotros.

Quisiera reiterar aquí el llamamiento que realicé durante mi viaje a Senegal: «Hagamos juntos un esfuerzo sincero para llegar a una comprensión mutua más profunda. ¡Ojalá que nuestra colaboración en favor de la Humanidad, emprendida en nombre de nuestra fe en Dios, sea una bendición y un beneficio para todo el pueblo!» (Dakar, 22 de febrero de 1992, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en Lengua española, 6 de marzo de 1992, pág. 7).

9. Éstas son algunas reflexiones con ocasión de esta visita, una visita breve, es verdad, pero muy rica de significado. Guardaré en mi corazón el recuerdo del pueblo tunecino, y os aseguro mi oración para que Dios Todopoderoso y Misericordioso conceda sus abundantes bendiciones a este País y a todos sus habitantes.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 16, p. 8 (p.221).



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