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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO
INTERNACIONAL «MUJERES»
ORGANIZADO POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS


Sábado 7 de diciembre de 1996

 

Queridos hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

1. Os acojo con alegría en este momento en que os habéis reunido para el encuentro titulado Mujeres, organizado por el Consejo pontificio para los laicos. Hace un año, la IV Conferencia mundial sobre la mujer, que se celebró en Pekín, puso oportunamente de relieve los desafíos morales, culturales y sociales que la comunidad internacional debe afrontar aún. Entre los campos en los cuales es importante reflexionar para proponer soluciones adecuadas, es necesario notar particularmente las cuestiones de la garantía legal y real de los derechos de las personas, el acceso de todos a los sistemas educativos, el respeto a la dignidad de los individuos y de las familias y el reconocimiento de la identidad femenina y masculina. 

No es exagerado decir que los trabajos de la Conferencia, seguidos con interés en todos los continentes, han subrayado con razón que todo lo que concierne a las mujeres está profundamente relacionado con el sentido que el mundo contemporáneo da a la vida. Por tanto me complace que, durante vuestras jornadas de estudio, profundicéis estas perspectivas, mostrando de este modo la atención constante de la Iglesia hacia una presencia renovada de la mujer en la vida social y su compromiso constante en este campo. Así, mediante vuestras reflexiones, dais una contribución original a la Iglesia en su misión al servicio del hombre, creado a imagen de Dios, «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (Gaudium et spes, 24) y a la que le ha confiado la administración de toda la creación.

2. Un compromiso renovado de todos para el bien de las mujeres del mundo entero: este es el tema que habéis elegido, siguiendo las indicaciones que di a los miembros de la delegación de la Santa Sede, encabezados por una mujer, la víspera de su viaje a Pekín. Hoy quisiera una vez más expresar mi complacencia por el trabajo realizado por la delegación, que se interesó constantemente del bien real de todas las mujeres, teniendo en cuenta el ambiente sociocultural y, sobre todo, prestando atención al respeto de las personas. Además, recordó con fuerza a los responsables políticos y a todos los hombres y mujeres miembros de las organizaciones internacionales que hay que respetar a las persona por sí mismas, en la integridad de su ser corporal, intelectual y espiritual, para que nunca se las rebaje hasta ser consideradas y tratadas como un objeto o un instrumento al servicio de intereses políticos o económicos que, frecuentemente, se inspiran en ideologías neomaltusianas.

Vuestra iniciativa se sitúa en la perspectiva de la exhortación postsinodal Christifideles laici, en la que recordé una condición indispensable para asegurar a las mujeres el lugar que les corresponde en la Iglesia y en la sociedad: «una más penetrante y cuidadosa consideración de los fundamentos antropológicos de la condición masculina y femenina, destinada a precisar la identidad personal propia de la mujer en su relación de diversidad y de recíproca complementariedad con el hombre» (n. 50) y el desarrollo de su genio particular.

3. La búsqueda legítima de la igualdad entre el hombre y la mujer, en sectores tan importantes de la existencia como la educación, la vida profesional o la responsabilidad familiar, ha orientado las investigaciones hacia la cuestión de la igualdad de derechos. Por lo menos en los principios, esto ha permitido la eliminación de numerosas discriminaciones, aunque aun no se haya aplicado concretamente en todos los lugares y sea necesario proseguir la acción.

En el campo de los derechos de la persona hoy, más que nunca, conviene invitar a nuestros contemporáneos a preguntarse acerca de lo que, de modo indebido, se llama «salud reproductiva», expresión que implica una contradicción que desnaturaliza el sentido mismo de la subjetividad; en realidad, incluye el pretendido derecho al aborto y, a partir de este hecho, niega el derecho elemental de todo ser humano a la vida y hiere a toda la humanidad, atacada en uno de sus miembros. «El origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro» (Evangelium vitae, 19).

El reconocimiento de la calidad del ser humano nunca está motivado por la conciencia o la experiencia que se puede tener de él, sino por la certeza de que, desde su origen, tiene un valor infinito, que le viene de su relación con Dios. Hay un primado del ser sobre la idea que los demás se hacen de él, y su existencia es absoluta y no relativa.

4. Es necesario notar que actualmente la insistencia en la igualdad va acompañada también por una atención renovada a la diferencia y un gran respeto al carácter específico del hombre y de la mujer. Una verdadera reflexión supone que los fundamentos de la diferencia y los de la igualdad estén bien puestos. En esta perspectiva, la Iglesia no sólo aporta su contribución en el campo teológico, sino que también participa en la investigación antropológica. No hay que olvidar el papel que han desempeñado los filósofos cristianos durante el siglo XX: han exaltado la grandeza de la persona humana. La Iglesia, actuando de este modo, participa en la creación de una base cultural común a los hombres y a las mujeres de buena voluntad, para dar una respuesta orgánica a los interrogantes de nuestros contemporáneos y recordar que la igualdad va acompañada por el reconocimiento de la diferencia, inscrita en la creación (cf. Gn 1, 27).

En nuestras sociedades, caracterizadas fuertemente por la búsqueda del éxito individual, cada persona constata, sin embargo, que no puede existir sin una apertura a las demás, pues, como decía mons. Maurice Nédoncelle, «la persona humana es, por su naturaleza, para los otros» (La persona humana y su naturaleza, p. 5); sólo se descubre y se desarrolla conscientemente uniéndose a una cultura particular y, a través de ella, a la humanidad entera. Por tanto, la promoción de las personas y de sus relaciones interpersonales es, al mismo tiempo, una promoción de las culturas, que son como un cofre en el que todo ser encuentra el lugar que le corresponde, para la protección y el desarrollo de su ser.

5. El amor conyugal es la más hermosa y la más alta expresión de la relación humana y de la entrega de sí porque es, esencialmente, una voluntad de promoción mutua. En la relación fundada en el amor recíproco, cada uno es reconocido por lo que es en verdad y está llamado a expresar y a realizar sus capacidades personales. Es «la lógica de la entrega sincera» (Carta a las familias, 11), fuente de vida y alegría, de ayuda y comprensión.

6. El amor humano encuentra en el amor trinitario un modelo de amor y entrega perfectos. Y, mediante la entrega total de sí, Jesús da vida al pueblo de la nueva alianza. En la cruz, el Señor encomendó el discípulo amado a su Madre y su Madre al discípulo (cf. Jn 19 26-27). ¿No compara el Apóstol el amor de Cristo y su Iglesia con el amor entre el hombre y la mujer? (cf. Ef 5, 25-32). Los textos bíblicos nos muestran también el sentido profundo de la maternidad de la mujer, que «ha sido introducida en el orden de la alianza que Dios ha realizado con el hombre en Jesucristo» (Mulieris dignitatem, 19). Esta maternidad, en su sentido personal y ético, manifiesta una creatividad de la que, en gran parte, depende la humanidad de todo ser humano; asimismo, invita al hombre a conocer y expresar su propia paternidad. De este modo, la mujer aporta a la sociedad y a la Iglesia su capacidad de cuidar a los hombres.

La Iglesia es nuestra madre. Nosotros aquí somos sus hijos, y estamos llamados a participar en esta generación de un pueblo nuevo para Dios. Aprendemos esta maternidad de María, porque, para todos los que trabajan en la regeneración de los hombres mediante su participación en la misión apostólica, ella es «el modelo de virgen y madre» (Lumen gentium, 63). De manera providencial, celebráis vuestro encuentro en la víspera de la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Ciertamente, para todos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, hombres y mujeres, es una ocasión para contemplar a María e implorar su ayuda, a fin de que cada uno, según su vocación propia, contribuya al testimonio de la Iglesia, Esposa de Cristo, «resplandeciente (...), sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada» (Ef 5, 27).

7. Al término de nuestro encuentro, a la vez que renuevo la expresión de mi complacencia por la iniciativa que ha tomado el Consejo pontificio para los laicos, deseo que vuestros trabajos sean fructuosos y den a la Iglesia instrumentos valiosos para su misión pastoral y su servicio en la sociedad. Os animo a proseguir vuestras iniciativas en las organizaciones católicas, las comunidades eclesiales y las diferentes asociaciones en las que trabajáis. Encomendándoos a la intercesión de las santas mujeres que, a lo largo de la historia, han participado en el camino de la Iglesia, os imparto de todo corazón mi bendición apostólica, que extiendo a todos vuestros seres queridos.



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