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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES


Viernes 25 de abril de 1997

 

Señor presidente;
señoras y señores académicos:

1. Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de la asamblea plenaria de la Academia pontificia de ciencias sociales, dedicada a una reflexión sobre el tema del trabajo, que ya fue abordado el año pasado. La elección de este tema es particularmente oportuna, ya que el trabajo humano «es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social» (Laborem exercens, 3). Las profundas transformaciones económicas y sociales que vivimos hacen que el tema del trabajo sea cada vez más complejo y tenga graves repercusiones humanas, puesto que suscita angustias y esperanzas en numerosas familias y personas, especialmente entre los jóvenes.

Agradezco a vuestro presidente, el señor profesor Edmond Malinvaud, sus amables palabras y la disponibilidad que muestra en la joven Academia pontificia. Os renuevo a todos mi gratitud por la generosidad con que, en el seno de esta institución, ponéis vuestra competencia no sólo al servicio de la ciencia, sino también de la doctrina social de la Iglesia (cf. Estatuto, art. 1).

2. En efecto, el servicio que debe prestar el Magisterio en este campo ha llegado a ser hoy más exigente, ya que debe afrontar una situación del mundo contemporáneo que cambia con extraordinaria rapidez. Ciertamente, la doctrina social de la Iglesia, en la medida en que propone principios fundados en la ley natural y en la palabra de Dios, no está a merced de los cambios de la historia.

Sin embargo, estos principios pueden precisarse continuamente, sobre todo en sus aplicaciones concretas. Y la historia muestra que el corpus de la doctrina social se enriquece permanentemente con perspectivas y aspectos nuevos, en relación con el desarrollo cultural y social. Me complace subrayar la continuidad fundamental y la naturaleza dinámica del Magisterio en materia social, con ocasión del trigésimo aniversario de la encíclica Populorum progressio, con la que el Papa Pablo VI, el 26 de marzo de 1967, después del concilio Vaticano II y siguiendo el camino abierto por el Papa Juan XXIII, propuso una relectura perspicaz de la cuestión social en su dimensión mundial.

¡Cómo no recordar el grito profético que lanzó, haciéndose voz de los sin voz y de los pueblos más necesitados! Pablo VI quiso así despertar las conciencias, mostrando que el objetivo que se debía alcanzar era el desarrollo integral mediante la promoción «de todos los hombres y de todo el hombre» (cf. Populorum progressio, 14). Con ocasión del vigésimo aniversario de este último documento, publiqué la encíclica Sollicitudo rei socialis, en la que proseguí y profundicé el tema de la solidaridad. Durante estos últimos diez años, numerosos acontecimientos sociales, en particular el derrumbamiento de los sistemas comunistas, han cambiado considerablemente la faz del mundo. Ante la aceleración de los cambios sociales, conviene realizar hoy, de manera continua, verificaciones y evaluaciones. Esta es la misión de vuestra Academia que, tres años después de su fundación, ya ha dado contribuciones iluminadoras; su actividad es particularmente prometedora para el futuro.

3. Entre vuestras investigaciones actuales, es de gran interés la profundización del derecho al trabajo, especialmente si se considera la tendencia actual a la «liberalización del mercado». Se trata de un tema sobre el que el Magisterio se ha expresado muchas veces. El año pasado os recordé personalmente el principio moral según el cual las exigencias del mercado, caracterizadas fuertemente por la competitividad, no deben «ir contra el derecho fundamental de todo hombre a tener un trabajo que le permita vivir con su familia» (Discurso a la Academia pontificia de ciencias sociales, 22 de marzo de 1996, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de abril de 1996, p. 12). Reanudando hoy este tema, quiero subrayar que la Iglesia, cuando enuncia este principio, no pretende en absoluto condenar la liberalización del mercado en sí, sino que pide que se la considere y aplique respetando el primado de la persona humana, a la que deben someterse los sistemas económicos.

La historia muestra ampliamente la caída de los regímenes caracterizados por la planificación, que atentan contra las libertades cívicas y económicas. Sin embargo, esto no avala a los modelos diametralmente opuestos, pues, por desgracia, la experiencia demuestra que una economía de mercado abandonada a una libertad incondicional no puede ofrecer los más beneficios posibles a las personas y a las sociedades. Es verdad que el asombroso impulso económico de algunos países recientemente industrializados parece confirmar el hecho de que el mercado puede proporcionar riqueza y bienestar, incluso en regiones pobres. Pero, en una perspectiva más amplia, no se puede olvidar el precio humano de esos procesos. Sobre todo, no se puede olvidar el escándalo continuo de las graves desigualdades entre las diferentes naciones, y entre las personas y los grupos dentro de cada país, como habéis subrayado en vuestra primera asamblea plenaria (cf. El estudio de la tensión entre la igualdad humana y las desigualdades sociales desde la perspectiva de las diversas ciencias sociales, Ciudad del Vaticano, 1996).

4. Todavía hay demasiadas personas pobres en el mundo, que ni siquiera tienen acceso a una mínima parte de la opulenta riqueza de una minoría. En el marco de la «globalización» de la economía, también llamada «mundialización» (cf. Centesimus annus, 58), la transferencia fácil de los recursos y de los sistemas de producción, realizada únicamente en virtud del criterio del mayor número posible de beneficios y en razón de una competitividad desenfrenada, aunque aumenta las posibilidades de trabajo y el bienestar en ciertas regiones, al mismo tiempo excluye otras regiones menos favorecidas y puede agravar el desempleo en países de antigua tradición industrial. La organización «globalizada » del trabajo, aprovechando la indigencia extrema de las poblaciones en vías de desarrollo, lleva frecuentemente a graves situaciones de explotación, que desprecian las exigencias elementales de la dignidad humana.

Frente a esas orientaciones, es esencial que la acción política asegure un equilibrio del mercado en su forma clásica, mediante la aplicación de los principios de subsidiariedad y solidaridad, según el modelo del Estado social. Si este último funciona de manera moderada, evitará también un sistema de asistencia excesiva, que crea más problemas de los que soluciona. Con esta condición, será una manifestación de civilización auténtica y un instrumento indispensable para la defensa de las clases sociales más necesitadas, oprimidas frecuentemente por el poder exorbitante del «mercado global». En efecto, hoy se aprovecha la posibilidad que dan las nuevas tecnologías de producir e intercambiar casi sin ningún límite, en todos los lugares del mundo, para reducir la mano de obra no cualificada e imponerle numerosas obligaciones, apoyándose, después de la caída de los «bloques» y la desaparición progresiva de las fronteras, en una nueva disponibilidad de trabajadores escasamente retribuidos.

5. Por otra parte, ¿cómo subestimar los riesgos de esta situación, no sólo en función de las exigencias de la justicia social, sino también en función de las perspectivas más amplias de la civilización? De por sí, un mercado mundial organizado con equilibrio y una buena regulación puede aportar, además del bienestar, el desarrollo de la cultura, la democracia, la solidaridad y la paz. Pero se pueden esperar efectos muy diferentes de un mercado salvaje que, con el pretexto de la competitividad, prospera explotando a ultranza al hombre y el ambiente. Este tipo de mercado, éticamente inaceptable, sólo puede tener consecuencias desastrosas, por lo menos a largo plazo. Tiende a homologar, generalmente en sentido materialista, las culturas y las tradiciones vivas de los pueblos; erradica los valores éticos y culturales fundamentales y comunes; amenaza con crear un gran vacío de valores humanos, «un vacío antropológico », sin tener en cuenta que compromete de manera muy peligrosa el equilibrio ecológico. Así pues, ¿cómo no temer una explosión de comportamientos desviados y violentos, que generarían fuertes tensiones en el cuerpo social? La libertad misma se vería amenazada, e incluso el mercado que hubiera aprovechado la ausencia de trabas. Así pues, la realidad de la «globalización», considerada de una manera equilibrada tanto en sus potencialidades positivas como en sus aspectos preocupantes, invita a no dilatar una armonización entre las «exigencias de la economía» y las exigencias de la ética.

6. Sin embargo, es necesario reconocer que, en el marco de una economía «mundializada», la regulación ética y jurídica del mercado es objetivamente más difícil. En efecto, para lograrla eficazmente ya no bastan las iniciativas políticas internas de los diferentes países; son necesarias la «concertación entre los grandes países» y la consolidación de un orden democrático mundial con instituciones donde «estén igualmente representados los intereses de toda la gran familia humana» (Centesimus annus, 58). No faltan las instituciones a nivel regional o mundial. Pienso, en particular, en la Organización de las Naciones Unidas y en sus diversos organismos con vocación social. Pienso también en el papel que desempeñan instituciones como el Fondo monetario internacional y la Organización mundial del comercio. Es urgente que, en el campo de la libertad, se afiance una cultura de las «reglas», que no se limite a la promoción del simple funcionamiento comercial, sino que, gracias a instrumentos jurídicos seguros, se preocupe por la defensa de los derechos humanos en todos los lugares del mundo. Cuanto más «global» es el mercado, tanto más debe equilibrarse mediante una cultura «global» de la solidaridad, atenta a las necesidades de los más débiles. Desgraciadamente, a pesar de las grandes declaraciones de principio, esta referencia a los valores está cada vez más amenazada por el resurgimiento de egoísmos por parte de naciones o grupos, y también, en un nivel más profundo, por un relativismo ético y cultural bastante difundido, que pone en peligro la percepción del sentido mismo del hombre.

7. La Iglesia, con todo, no dejará de recordar que aquí está el nudo gordiano que hay que cortar, el punto crucial en relación con el cual deben situarse las perspectivas económicas y políticas, para precisar sus fundamentos y su posibilidad de encuentro. Por eso, habéis puesto con razón en el orden del día los problemas del trabajo y, a la vez, los de la democracia. Las dos problemáticas están inevitablemente unidas. En efecto, la democracia sólo es posible «sobre la base de una recta concepción de la persona humana» (ib., 46), y eso implica que hay que reconocer a cada hombre el derecho a participar activamente en la vida pública, con vistas a la realización del bien común. Pero ¿cómo se puede garantizar la participación en la vida democrática a alguien que no está convenientemente protegido en el plano económico y que, incluso, carece de lo necesario? Cuando no se respeta plenamente incluso el derecho a la vida, desde su concepción hasta su fin natural, como un derecho absolutamente imprescriptible, se desnaturaliza la democracia desde dentro y las reglas formales de participación se convierten en una coartada, que disimula la prevaricación de los fuertes contra los débiles (cf. Evangelium vitae, 20 y 70).

8. Señoras y señores académicos, os agradezco mucho las reflexiones que realizáis sobre estos temas fundamentales. No sólo está en juego un testimonio eclesial cada vez más pertinente, sino también la construcción de una sociedad que respete plenamente la dignidad del hombre, que nunca puede ser considerado un objeto o una mercancía, puesto que lleva en sí la imagen de Dios. Los problemas que se nos presentan son inmensos, pero las generaciones futuras nos pedirán cuenta de la manera como hemos ejercido nuestras responsabilidades. Más aún, somos responsables de ello ante el Señor de la historia. Por tanto, la Iglesia cuenta mucho con vuestro trabajo, caracterizado por su rigor científico, atento al Magisterio y, al mismo tiempo, abierto al diálogo con las múltiples tendencias de la cultura contemporánea.

Invoco la abundancia de las bendiciones divinas sobre cada uno de vosotros.

 



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