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ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Sala Clementina
Jueves 13 de febrero de 1997

 

Quisiera daros las gracias por este encuentro, sobre todo por vuestros testimonios. Siempre me viene a la mente una expresión, que quiero repetir una vez más: Parochus super Papam. Lo aprendí cuando era un obispo joven y comprobé, tanto en Cracovia como aquí en Roma, que su contenido es verdad. El párroco tiene siempre una experiencia directa, fundamental, de la Iglesia particular que se le ha confiado. La colaboración de los párrocos es necesaria para que el obispo pueda cumplir su misión; esta verdad hace que aumente en mí la gratitud hacia vosotros, amadísimos hermanos en el sacerdocio, especialmente después de cincuenta años de experiencia, primero en Cracovia y luego en Roma.

Así, también he escrito algo sobre mi vocación; pero eso ya lo sabéis, y no quisiera repetirlo. Ahora, si nadie toma la palabra, yo haré la conclusión, resumiendo todo lo que se ha dicho.

Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

1. Os saludo con profundo afecto, y me alegra este encuentro, que se renueva cada año. Dirijo un saludo particular a los sacerdotes enfermos, ancianos y a los que han sido agredidos o heridos en el ejercicio de su ministerio, asegurando a cada uno un recuerdo especial en la oración.

El cardenal vicario, en su saludo inicial, que le agradezco, ha esbozado un cuadro del camino actual de la diócesis de Roma y, en particular, del presbiterio romano. Después, el testimonio de muchos de vosotros ha completado y colorado ese cuadro, en el que, por don del Señor, las luces prevalecen ampliamente sobre las sombras: ¡demos gracias a Dios!

No puedo olvidar la gran Vigilia de Pentecostés, en la que comenzamos la misión ciudadana. Esta misión ya está en pleno desarrollo, moviliza las fuerzas vivas de la diócesis y está atrayendo la atención y la simpatía de la ciudad entera, y debería decir de la Iglesia entera, por lo que me refieren los obispos de todo el mundo. Al mismo tiempo, se ha comenzado la obra más orgánica de formación permanente de los sacerdotes, que se esperaba desde hace tiempo y ayudará en gran medida a la misma misión ciudadana.

Quisiera reflexionar brevemente, junto con vosotros, sobre este tema de la formación sacerdotal, en la perspectiva de la preparación para el gran jubileo y, por tanto, de la misión ciudadana, recordando también que este año está dedicado a Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8), y pensando en el don que he recibido de vivir el quincuagésimo aniversario de mi ordenación sacerdotal.

2. La formación permanente del sacerdote es un modo de mantener vivo en nosotros el don y el misterio de nuestra vocación. Don que nos supera infinitamente y misterio de la elección divina: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca » (Jn 15, 16). Debemos dar gracias a Dios por el don de nuestra vocación, y expresar esta gratitud con nuestro servicio ministerial que, concretamente, es entrega diaria de nuestra vida. En la base y en el centro de todo está nuestra eucaristía, la misa diaria, que es el momento más importante de cada jornada nuestra y el centro de nuestra vida, porque, celebrándola, nos adentramos en el corazón del misterio de la salvación, donde se enraíza nuestro sacerdocio y se alimenta nuestro servicio ministerial.

La misa nos pone en contacto con la santidad de Dios y nos recuerda del modo más eficaz que estamos llamados a la santidad, que Cristo necesita sacerdotes santos. En efecto, sabemos por experiencia que sólo en el terreno de la santidad sacerdotal puede crecer una pastoral eficaz, una verdadera «cura animarum ».

El fin primario y fundamental de la formación permanente es, precisamente, la ayuda recíproca en el camino de la santificación sacerdotal. En efecto, el presbiterio diocesano, como verdadera fraternidad sacramental, desempeña un papel importante en la vida personal de cada sacerdote, y este papel se cumple de modo especial en los momentos de la formación permanente. Conviene que los sacerdotes más jóvenes se reúnan, cada quince días o cada mes, ante todo para orar juntos e intercambiar fraternalmente sus primeras experiencias sacerdotales. Pero también es importante que todos los sacerdotes, aunque sea en tiempos diversos, tengan la posibilidad y la alegría de estar juntos y fortalecerse recíprocamente en la fidelidad a su vocación.

3. Naturalmente, la formación nos sostiene en el camino hacia la santidad, llamándonos cada día a la conversión. Somos ministros de la reconciliación y, por tanto, cumplimos una parte esencial de nuestra misión a través del ministerio de la confesión; pero sólo podemos hacerlo con sinceridad y eficacia si nosotros mismos somos los primeros en recurrir constantemente a la misericordia de Dios, confesando asiduamente nuestras culpas e implorando la gracia de la conversión.

Cada aspecto de nuestro servicio ministerial, el cansancio diario, las alegrías y las preocupaciones del párroco, del vicepárroco, del sacerdote profesor, de quien trabaja en el Vicariato y de quien presta su atención pastoral a los jóvenes, las familias y los ancianos, debe encontrar espacio, a su vez, en la formación permanente. Lo importante es la perspectiva en la que se sitúa toda nuestra actividad ministerial. Por eso pueden ser de gran ayuda las palabras del apóstol Pablo: «Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles » (1 Co 4, 1-2). La palabra «administrador » no puede sustituirse por ninguna otra. Está profundamente enraizada en el Evangelio: pensemos en la parábola del administrador fiel y del infiel (cf. Lc 12, 41-48). El administrador no es el propietario, es la persona a la que el propietario encomienda sus bienes, para que los administre con esmero y responsabilidad. Precisamente así el sacerdote recibe de Cristo los bienes de la salvación, en favor de cada fiel y de todo el pueblo de Dios.

Por tanto, jamás podemos considerarnos propietarios de estos bienes: ni de la palabra de Dios, que debemos testimoniar y proponer con fidelidad, sin confundirla o sustituirla nunca con nuestras palabras y nuestras opiniones; ni de los sacramentos, que hay que administrar con solicitud y también con el sacrificio personal, según la intención de Cristo expresada por la Iglesia; pero ni siquiera de los locales, de los espacios, de los bienes materiales de nuestras parroquias y comunidades: cuidémoslos, como si fueran nuestros o más todavía; pero no para nuestro provecho, sino únicamente para el bien de la porción del pueblo de Dios que se nos ha encomendado.

Por tanto, en este tiempo de la misión ciudadana, y con el fin de hacer que la Iglesia de Roma sea cada vez más misionera, abramos lo más posible nuestras iglesias, los ambientes parroquiales y todas las estructuras de que disponemos, saliendo al encuentro de las necesidades, de los tiempos y de los deseos de nuestros fieles que, frecuentemente, se sienten limitados por horarios muy complicados y necesitan encontrar sacerdotes dispuestos a escucharlos y a decirles una palabra de fe, de ánimo y de consuelo.

 4. Uno de los aspectos más prometedores de la misión ciudadana es el gran número de laicos de nuestras parroquias y comunidades que se han ofrecido como misioneros. Es conmovedor el espíritu con el que se están preparando para la misión y el sentido eclesial que manifiestan. Como testigos de Cristo, desean ir a las casas y a las familias, a los lugares de trabajo, a las escuelas, a los hospitales, a los centros de elaboración y de comunicación del pensamiento, y a los ambientes deportivos y recreativos.

Pero todo esto también tiene un significado para nuestro ministerio y nuestra formación de sacerdotes. Los laicos son un don para nosotros, y cada sacerdote lleva en su corazón a los laicos que, actualmente o en el pasado, han sido confiados a su atención pastoral. En cierto modo, nos indican el camino y nos ayudan a entender mejor nuestro ministerio y a vivirlo en plenitud. Sí, podemos aprender mucho de nuestra relación y de nuestro trato con ellos: podemos aprender de los niños, de los muchachos y de los jóvenes, de los ancianos, de las madres de familia, de los trabajadores, de los hombres de cultura y de los artistas, de los pobres y de los sencillos. En cierto sentido, a través de ellos nuestra acción pastoral puede multiplicarse, superando barreras y penetrando en ambientes difíciles de alcanzar de otro modo. La misión ciudadana es, por consiguiente, una gran escuela de apostolado de los laicos en esta Roma nuestra, y así también es escuela de apostolado para nosotros, los sacerdotes.

La especial atención que la diócesis de Roma dedica este año a los jóvenes y a la pastoral juvenil me trae a la memoria mi ministerio de sacerdote y profesor, cuando me dedicaba en particular a los jóvenes. Esa experiencia me ha quedado grabada en el corazón y he tratado de continuarla a través de la iniciativa de las Jornadas mundiales de la juventud. Sé que trabajáis mucho por los jóvenes y con los jóvenes, y os pido que trabajéis cada vez más con ellos. La Jornada mundial que celebraremos en agosto, en París, ha de representar un ulterior estímulo a dedicar las energías espirituales y humanas de la diócesis a la pastoral juvenil, para formar de modo profundo y verdaderamente misionero a los jóvenes que ya están cerca de nosotros, pero también para salir en busca de todos los jóvenes de Roma, a fin de abrirles las puertas y derribar, en la medida de lo posible, las barreras y los prejuicios que los separan de Cristo y de la Iglesia.

5. Para prestar verdaderamente una ayuda a los jóvenes, así como a todos los laicos que se comprometen en la misión, y para vivir en plenitud nuestro mismo sacerdocio, es esencial poner siempre a Jesucristo en el centro de nuestro compromiso. San Cipriano dijo con razón que el cristiano, cada cristiano, es «otro Cristo»: Christianus, alter Christus. Pero con mayor razón podemos decir, siguiendo toda nuestra gran tradición, Sacerdos, alter Christus. También este es el significado más profundo de la vocación al sacerdocio y de la alegría por cada nuevo sacerdote que se ordena.

En este «año cristológico», pero también en toda la preparación del Año santo y de la misión ciudadana, Cristo debe estar en el centro. La pérdida del sentido moral, el materialismo práctico, el desaliento de poder alcanzar la verdad, pero también una búsqueda de espiritualidad demasiado vaga e indeterminada, concurren a formar las corrientes de descristianización que tienden a hacer que nuestro pueblo pierda su fe genuina en Cristo como Hijo de Dios y nuestro único Salvador. Nosotros mismos debemos estar en guardia frente a la insidia sutil que proviene de ese ambiente de vida y que amenaza con debilitar la certeza de nuestra fe y el impulso de nuestra esperanza cristiana y sacerdotal.

Por tanto, es muy oportuno que la formación permanente de los sacerdotes tenga como tema y referencia central a Jesucristo, su persona y su misión. Cuanto más crezcamos en nuestra relación con él, más aún, en nuestra identificación con él, tanto más nos convertiremos en auténticos sacerdotes y misioneros eficaces, abiertos a la comunión y capaces de comunión, porque tomamos mayor conciencia de ser miembros del único cuerpo, cuya cabeza es Cristo.

6. En el libro «Don y misterio» he recordado el «hilo mariano» de mi vocación sacerdotal: ese hilo que me une a mi familia de origen, a la parroquia donde me formé, a mi Iglesia y a mi patria, Polonia, pero también a Italia y a esta Iglesia de Roma, que desde hace más de dieciocho años es mi Iglesia. Salus populi romani. María nos lleva a Cristo, como llevaba y lleva a los romanos a Cristo. María, Salus populi romani. Pero también es verdad que Cristo nos lleva a su Madre. María nos acerca a Cristo, invitándonos a vivir su misterio de Virgen fiel y de Madre. En ella, en su seno y en su entrega humilde y libre, se realizó el gran misterio que es el centro del año 2000: la encarnación del Verbo de Dios (cf. Jn 1, 14).

Al término de este encuentro, quisiera renovar con vosotros la consagración a la Madre de Dios, que nos propone san Luis María Griñón de Montfort con las siguientes palabras: Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria.

Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón mi bendición.



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