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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS FRANCESES DE LA REGIÓN APOSTÓLICA DEL NORTE
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sábado 18 de enero de 1997

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Os recibo con alegría en este momento en que realizáis vuestra visita ad limina. En vuestra peregrinación a las tumbas de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y mediante vuestros encuentros con el Sucesor de Pedro y sus colaboradores, encontraréis aliento para cumplir vuestra misión episcopal; Cristo acrecentará en vosotros la esperanza, porque no abandona nunca a su Iglesia y la guía mediante su Espíritu, para que sea signo de salvación en el mundo.

Agradezco a monseñor Michel Saudreau, obispo de Le Havre y presidente de vuestra región apostólica, sus palabras, en las que ha recordado la acogida cordial y atenta del pueblo de Francia durante mi reciente visita a vuestro país, así como la presentación de algunas de vuestras orientaciones pastorales comunes para que los hombres descubran al Dios trino. Vuestra iniciativa se enmarca en la perspectiva de la preparación del gran jubileo.

2. En vuestros informes quinquenales, recordáis entre vuestras preocupaciones esenciales el futuro del clero. La pirámide de las edades es una fuente de inquietud. Junto con vosotros, también los sacerdotes están preocupados, porque no ven llegar el relevo, y a veces les resulta difícil afrontar las numerosas tareas de su ministerio. Comprendo vuestros temores sobre el futuro de las comunidades cristianas, que necesitan ministros ordenados. Sin embargo, os invito a la esperanza, en particular meditando en el decreto conciliar «Presbyterorum ordinis» sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes, cuyo 30 aniversario festejamos en 1995. Para todos los que han recibido el sacerdocio es una ocasión de reflexionar nuevamente en la misión que el Señor les ha confiado y de «reavivar el carisma de Dios que está en ellos» (2 Tm 1, 6) por la imposición de las manos.

Por eso, con vosotros, quisiera alentar a los sacerdotes, especialmente a los sacerdotes diocesanos, a que afirmen y renueven la espiritualidad del sacerdocio diocesano. Mediante su vida espiritual, en el ejercicio de la verdadera caritas pastoralis, descubrirán un camino de santidad personal, un dinamismo en el ministerio y una fuerza para proponer a los jóvenes que dudan en comprometerse en el sacerdocio.

3. La exhortación del Apóstol a Timoteo nos recuerda la relación íntima que existe entre la consagración y la misión. Sin esta unidad, el ministerio sólo sería una función social. Los sacerdotes, llamados y elegidos por el Señor, participan en su misión, que construye la Iglesia, Cuerpo de Cristo y templo del Espíritu (cf. Presbyterorum ordinis, 1). «Son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, cabeza y pastor» (Pastores dabo vobis, 15). Escogidos de entre sus hermanos son, ante todo, hombres de Dios; es importante que no descuiden su vida espiritual, pues toda la actividad pastoral y teológica «debe comenzar efectivamente por la oración» (san Alberto Magno, Comentario de la teología mística, 15), que es «algo grande, que dilata el alma y une a Jesús» (santa Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos C, fol. 25).

4. En la íntima relación diaria con Cristo, que unifica la existencia y el ministerio, conviene dar el primer lugar a la Eucaristía, que encierra todo el tesoro espiritual de la Iglesia. Conforma cada día al sacerdote con Cristo, sumo sacerdote, cuyo ministro es. Y, tanto en la celebración eucarística como en la de los otros sacramentos, el sacerdote está unido a su obispo, y «así lo hace presente, en cierto sentido, en cada una de las comunidades de los fieles» (Presbyterorum ordinis, 5); da su cohesión al pueblo de Dios y lo acrecienta, reuniéndolo en torno a las mesas de la Palabra y la Eucaristía, y ofreciendo a los hombres el apoyo de la misericordia y de la ternura divinas. Además, la liturgia de las Horas estructura sus jornadas y modela su vida espiritual. La meditación de la palabra de Dios, la «lectio divina» y la oración lo llevan a vivir en intimidad con el Señor, que revela los misterios de salvación a quien, a ejem plo del discípulo amado, permanece cerca de él (cf. Jn 13, 25). En presencia de Dios, el sacerdote encuentra la fuerza para vivir las exigencias esenciales de su ministerio. Adquiere la docilidad necesaria para hacer la voluntad de aquel que lo ha enviado, con una disponibilidad incesante a la acción del Espíritu, porque es él quien da el crecimiento y nosotros somos sus colaboradores (cf. 1 Co 3, 5-9). Según la promesa hecha el día de la ordenación, esta disponibilidad se concreta mediante la obediencia al obispo que, en nombre de la Iglesia, lo envía en medio de sus hermanos, para ser el representante de Cristo, a pesar de su debilidad y su fragilidad. Por medio del sacerdote, el Señor habla a los hombres y se manifiesta ante sus ojos.

5. En la sociedad actual, que valora ciertas concepciones erróneas de la sexualidad, el celibato sacerdotal o consagrado, así como, de otra forma, el compromiso en el sacramento del matrimonio, recuerda de manera profética el profundo sentido de la existencia humana. La castidad dispone a quien se ha comprometido a ella a poner su vida en las manos de Dios, ofreciendo al Señor todas sus capacidades interiores, para el servicio de la Iglesia y la salvación del mundo. Mediante la práctica de «la perfecta y perpetua castidad por el reino de los cielos», el sacerdote reafirma su unión mística con Cristo, a quien se consagra «de una manera nueva y excelente » y «con un corazón no dividido» (Presbyterorum ordinis, 16). Así, en su ser y en su acción libremente se entrega y se sacrifica a sí mismo, como respuesta a la entrega y al sacrificio de su Señor. La castidad perfecta lleva al sacerdote a vivir un amor universal y a estar atento a cada uno de sus hermanos. Esta actitud es fuente de una incomparable fecundidad espiritual, «con la que no puede compararse ninguna otra fecundidad carnal» (san Agustín, De sancta virginitate, 8), y dispone, en cierto modo, a «aceptar en Cristo una paternidad más amplia» (Presbyterorum ordinis, 16).

6. Hoy con frecuencia la misión es difícil y sus formas son muy variadas. El escaso número de sacerdotes obliga a recurrir a ellos hasta el límite de sus fuerzas. Conozco las condiciones precarias y penosas en las que los sacerdotes de vuestro país aceptan voluntariamente vivir su misión. Los felicito por su perseverancia y los invito a no descuidar su propia salud. Corresponde naturalmente a los obispos, que ya lo hacen, cuidar cada vez más su calidad de vida. Que los sacerdotes no se desalienten y salgan al encuentro de los hombres, para anunciar el Evangelio y hacer discípulos a todos los hombres. Ellos deben pedir a los laicos que cumplan plenamente su misión específica, suscitando en cada uno, según su carisma, una participación adecuada en la liturgia y la catequesis, o un compromiso responsable en los movimientos y en las diferentes asociaciones eclesiales, para el bien de la Iglesia. Así, los sacerdotes vivirán su ministerio en unión profunda con todos los demás miembros del pueblo de Dios, llamados a participar en la misión común, en torno al obispo. De esta complementariedad surgirá un nuevo impulso apostólico.

7. Los hombres de nuestro tiempo tienen sed de verdad; las búsquedas humanas no bastan para colmar su deseo profundo. Quienes han sido consagrados deben ser los primeros en presentar a Cristo al mundo, mediante la preparación y la celebración de los sacramentos, la explicación de la Escritura, la catequesis de jóvenes y adultos, y el acompañamiento de grupos de cristianos. En su ministerio, la enseñanza del misterio cristiano ocupa también un lugar esencial. En efecto, nuestros contemporáneos, que deben confrontarse con culturas y ciencias que plantean cuestiones importantes a la fe, ¿cómo podrán seguir a Cristo, si no tienen un conocimiento dogmático y una estructura espiritual fuertes? Por tanto, hay que preparar con mucho esmero las homilías dominicales, mediante la oración y el estudio. Así, ayudarán a los fieles a vivir su fe en su existencia diaria y a entrar en diálogo con sus hermanos.

8. La misión sacerdotal reviste una importancia tan grande, que necesita una formación permanente. Os aliento a ofrecer a vuestros colaboradores cercanos, en vuestras diócesis, en vuestra región apostólica o a nivel nacional, tiempos de renovación espiritual y teológica. Los tres años preparatorios del gran jubileo proporcionan un marco particularmente oportuno, proponiendo reflexionar sucesivamente en Cristo, en el Espíritu Santo y en el Padre.

La Iglesia en Francia es rica en pastores santos, modelos para los sacerdotes de hoy. Pienso, en particular, en el cura de Ars, patrono de los sacerdotes de todo el mundo, en los miembros de la Escuela francesa y en san Francisco de Sales, que presenta un camino seguro para la vida espiritual, la práctica de las virtudes y el gobierno pastoral (cf. Introducción a la vida devota), y, en este siglo, en los numerosos pastores que siguen siendo verdaderos ejemplos para los sacerdotes de hoy. Por otra parte, tenéis un patrimonio eclesial que hay que conservar vivo. Francia cuenta con admirables ediciones de autores patrísticos y espirituales, que merecen elogio y apoyo. Se trata de un tesoro de la fe que puede alimentar la vida espiritual y confortar la misión. Este patrimonio permite encontrar medios nuevos para responder a las exigencias actuales.

9. La fraternidad sacerdotal es esencial en el presbiterio diocesano, pues brinda a cada uno apoyo y consuelo; permite orar juntos, compartir las alegrías y las esperanzas del ministerio, y acoger con delicadeza a sus hermanos en el sacerdocio, en la legítima diversidad de los carismas y las opciones pastorales. Os exhorto a vosotros, así como a todos los miembros del clero, a estar cercanos a los sacerdotes y a los diáconos que atraviesan situaciones personales o pastorales difíciles, pues tienen necesidad de una asistencia muy especial. Mi pensamiento va también a los que son ancianos y ya no tienen la fuerza para realizar un ministerio a tiempo pleno: la mayoría de ellos pueden prestar numerosos servicios y ser hombres de buen consejo para sus hermanos.

10. Habéis devuelto poco a poco al diaconado permanente su dignidad, con el espíritu del concilio ecuménico Vaticano II, y habéis subrayado el lugar que ocupan los diáconos en vuestras diócesis. Han sido ordenados «para realizar un servicio» (Lumen gentium, 29) a la comunidad eclesial y a todos los hombres, a través de una colaboración confiada con su obispo y con el conjunto de los pastores. Con la oración, con la celebración del bautismo y el matrimonio y con el ejercicio de su ministerio en los numerosos servicios eclesiales acompañan el crecimiento espiritual de sus hermanos. Mediante su vida profesional y sus responsabilidades en el seno de la sociedad y en su familia se hacen servidores en la Iglesia servidora, y manifiestan concretamente su caridad a todos. Para realizar su misión, quienes están casados encuentran un gran apoyo en su esposa e hijos.

11. También habéis subrayado la irradiación de los monasterios y los centros espirituales. En un mundo caracterizado por la indiferencia y la pérdida del sentido religioso, nuestros contemporáneos necesitan descubrir el valor del silencio, que les permite volver al Señor, unificar su existencia y darle todo su sentido. Para este redescubrimiento, los monjes y las monjas, así como el conjunto de los religiosos y las religiosas, tienen un papel de primer orden. Mediante una vida entregada totalmente a Dios y a sus hermanos, expresan ante los ojos del mundo, de manera profética, que sólo Cristo hace vivir y que sólo una existencia fundada en los valores espirituales y morales es fuente de verdadera felicidad (cf. Vita consecrata, 15). Más aún, las personas consagradas procuran reproducir en sí mismas «aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo» (Lumen gentium, 44). Esta configuración con el misterio de Cristo realiza la Confessio Trinitatis propia de la vida religiosa.

Vuestros informes aluden al lugar esencial que ocupan los religiosos y las religiosas en la vida pastoral y caritativa de vuestras diócesis. Los felicito por su devoción y su generosidad, particularmente entre los jóvenes, los enfermos, los más alejados de la Iglesia y los más necesitados.

12. Al término de nuestro encuentro, quisiera recordar la dimensión mariana de toda vida cristiana y, más particularmente, de la vida sacerdotal. Al pie de la cruz, de donde nace la Iglesia, el discípulo acoge a la Madre del Salvador. Juntos reciben el don del sacrificio de Cristo, para que se anuncie al mundo el misterio de la redención (cf. Redemptoris Mater, 45).

Mi pensamiento se dirige, por último, a los fieles de vuestras comunidades. Llevad el saludo cordial y el apoyo del Papa a quienes están comprometidos en la misión de la Iglesia mediante la oración y la acción, particularmente a los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y las religiosas, así como a todos los católicos de vuestras diócesis, asegurándoles mi oración para que, en medio de las dificultades actuales, conserven la esperanza. Os pido también que transmitáis mi saludo afectuoso a los obispos eméritos de vuestra región.

Por la intercesión de Nuestra Señora y de los santos de vuestra tierra, os imparto de todo corazón mi bendición apostólica a vosotros, así como a todos los miembros del pueblo de Dios confiados a vuestra solicitud pastoral.

 



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