DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO MUNDIAL
DE ENDOSCOPIA GINECOLÓGICA
Sábado 21 de junio de 1997
Amables señoras y señores:
1. Me alegra daros una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, que os habéis reunido durante estos días en Roma, procedentes de los cinco continentes, para participar en el Congreso mundial de endoscopia ginecológica. Saludo, en particular, al profesor Carlo Romanini, director del Instituto de obstetricia y ginecología de la Universidad de Roma-Tor Vergata, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes.
Con vuestro Congreso habéis querido destacar la contribución que la aplicación del extraordinario desarrollo de las ciencias puede brindar a la calidad de la vida humana, subrayando al mismo tiempo el profundo significado que entraña vuestra actividad científica y profesional. En efecto, la endoscopia ginecológica os lleva diariamente al umbral mismo del misterio de la vida, al que el hombre de ciencia está llamado a acercarse con espíritu humilde y confiado, oponiéndose a todo intento de manipulación.
Durante vuestras intensas jornadas de estudio habéis tenido la oportunidad de profundizar las perspectivas abiertas por el encuentro entre la investigación científica y el «evangelio de la vida» y, superando el estrecho horizonte de las competencias de cada sector, os habéis sentido estimulados a considerar el conjunto de las realidades fundadas en la originalidad de la persona humana. De ese modo, vuestra investigación ha adquirido un fuerte valor sapiencial, a causa de la visión antropológica y ética global en la que se ha movido.
Ha sido oportuno, puesto que la ciencia, separada de los valores auténticos que definen a la persona, corre el riesgo de convertirse en un mero ejercicio instrumental, dependiendo de la ley de la oferta y la demanda. En lugar de responder a las necesidades profundas del hombre, se limita a producir fragmentos de solución para sus exigencias inmediatas. De ese modo, se rompe la íntima conexión que existe entre la actividad del hombre y la profundidad de su ser creado a imagen de Dios.
2. La tarea histórica, que asocia en la investigación científica a creyentes y hombres de buena voluntad, consiste en promover, por encima de todo convencionalismo jurídico, lo que favorece la dignidad del hombre. Quien tiene el don de la fe sabe que en el origen de toda persona hay un acto creador de Dios, hay un designio de amor que espera poder realizarse. Esta verdad fundamental, accesible también mediante la fuerza, aunque limitada, de la razón, permite vislumbrar la altísima misión inscrita en la sexualidad humana que, en efecto, está llamada a cooperar con el poder creador de Dios.
Precisamente en esta cooperación la libertad humana encuentra su expresión más elevada y su límite insuperable. De aquí deriva también el significado peculiar de vuestra actividad profesional y científica, orientada a escrutar los secretos de la naturaleza para llegar a descubrir su verdad profunda, haciendo posible así la realización concreta de las opciones que se inspiran en ella. Se trata de un camino que, alejándose de ideologías dominantes, expone frecuentemente a la incomprensión y a la marginación y, por tanto, exige fidelidad constante a la verdad de Dios y a la verdad del hombre. Pero también es un camino que, formando mentalidades abiertas a la verdad, se convierte en ejercicio eminente de caridad.
3. Para realizar todo esto, es necesario tomar clara conciencia de la responsabilidad ética. En nuestro tiempo, este compromiso adquiere con frecuencia perfiles dramáticos, sobre todo frente a los «atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de "delito" y a asumir paradójicamente el de "derecho"» (Evangelium vitae, 11). De ese modo, la cuestión ética se sitúa en el horizonte de la cultura y en la raíz de la vida personal y colectiva.
Frente a la tentación de autonomía y apropiación, la Iglesia recuerda a los contemporáneos que «la vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital» (ib., 39), y que «la vida es tal cuando se difunde y se da; en la fraternidad, en la solidaridad, en la generación de nuevas vidas, en el testimonio supremo del martirio; frente a la tentación de la negación autodestructora, recuerda que "la vida es siempre un bien"» (ib., 34).
Esta perspectiva, que no es ajena a la investigación racional, encuentra iluminación plena en la revelación cristiana, pues en el camino de la fe el hombre puede vislumbrar una posibilidad auténtica de bien y de vida incluso en las realidades de sufrimiento y de muerte, que dramáticamente atraviesan su existencia. Entonces, en el rostro desfigurado del Crucificado reconoce los rasgos de Dios; en su cruz, el árbol de la vida.
4. Después de siglos de progresiva separación entre fe y cultura, los éxitos de la modernidad, preocupantes en algunos aspectos, desafían a los creyentes a desempeñar un liderazgo profético y a transformarse en fuerza propulsora para la construcción de la civilización del tercer milenio.
La fe cristiana no considera contingente y transitoria la preocupación por el futuro del hombre. En la perspectiva de la meta escatológica, impulsa a los creyentes a comprometerse en el mundo actual para lograr un desarrollo respetuoso de toda dimensión humana, porque «gloria de Dios es el hombre que vive » (san Ireneo, Adv. haer. IV, 20, 7). Por tanto, es preciso captar en la renovada relación entre fe, praxis social e investigación científica, perfiles profesionales adecuados a las exigencias de nuestro tiempo y a los valores perennes del hombre, capaces de realizar la integración entre fe y vida. En efecto, «el evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común» (Evangelium vitae, 101).
Ilustres profesores, en el umbral del tercer milenio os renuevo a cada uno la invitación a haceros promotores de la civilización del amor, sosteniendo durante su etapa de formación a vuestros jóvenes estudiantes y colaboradores, para que se amplíe y consolide cada vez más el frente que defiende la vida.
Con estos deseos, os imparto una bendición apostólica especial a vosotros y a cuantos trabajan con vosotros en un ámbito científico tan importante.
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