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DISCURSO DEL SANTO PADRE  JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE PERÚ ANTE LA SANTA SEDE*


Sábado 15 de noviembre de 1997

 

Señor embajador:

1. Me complace recibirle en este solemne acto en el que me presenta las cartas credenciales que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República del Perú ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida, quiero agradecerle sus amables palabras, así como el atento saludo que el señor presidente, ing. Alberto Fujimori, ha querido hacerme llegar por su medio, a lo cual correspondo rogando a usted que tenga a bien transmitirle mis mejores votos de paz y bienestar para todo el noble pueblo peruano.

2. Es la segunda vez que usted se desempeña en este honroso cargo de representar ante esta Sede apostólica a su nación, que ha gozado y goza amplia y profundamente de la presencia de la fe católica en la vida de sus ciudadanos y que ha ofrecido a la Iglesia y a la humanidad unos admirables ejemplos de santidad: santa Rosa de Lima y san Martín de Porres, santo Toribio de Mogrovejo, san Juan Macías y san Francisco Solano, la beata Ana de Monteagudo y otros.

3. La Iglesia en su país, bajo la guía solícita y prudente de los obispos, trabaja con generosidad y entusiasmo en el cumplimiento de su misión, favoreciendo así que los valores morales y la concepción cristiana de la vida, tan arraigada allí, continúen inspirando la vida de los ciudadanos y para que cuantos de una u otra forma desempeñan responsabilidades de diverso grado, tengan en cuenta dichos valores para construir día a día una patria cada vez mejor, mas próspera y en la que cada cual vea plenamente respetados sus derechos inalienables.

La Iglesia ejerce la misión que le fue encomendada por su divino Fundador en diversos campos como son, entre otros, la defensa de la vida y de la institución familiar. Al mismo tiempo, trata de promover, basándose en su doctrina social, la pacífica y ordenada convivencia entre los ciudadanos y entre las naciones. La misma Iglesia, que nunca pretende imponer criterios concretos de gobierno, tiene, sin embargo, el deber ineludible de iluminar desde la fe el desarrollo de la realidad social en que está inmersa.

En sus palabras se ha referido usted al hecho de que la nación peruana considera como una riqueza sus componentes multirraciales. Este hecho exige una atención especial por parte de los gobernantes para evitar que de ahí surjan injustas desigualdades, y todos los ciudadanos puedan tener acceso a las instituciones y servicios públicos, como reconocimiento de que cada persona está dotada por Dios de una dignidad que nada ni nadie puede violar.

A este respecto, la Iglesia enseña que las estructuras institucionales han de dar «a todos los ciudadanos, cada vez mejor y sin discriminación alguna, la posibilidad efectiva de participar libre y activamente en el establecimiento de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno del Estado, en la determinación de los campos y límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes» (conc. ecum. Vat. II, const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 75), lo cual comporta para los mismos ciudadanos «el derecho y el deber de utilizar su sufragio libre para promover el bien común» (ib.), y de acceder a los diversos servicios públicos como son la educación y la salud. En este sentido, aliento a seguir trabajando por la plena integración de todas las poblaciones en la vida nacional, bajo unas condiciones dignas para todos y respetuosas con las tradiciones y culturas que forman ese rico entramado, lo cual ayudará, sin duda, a evitar el peligro de divisiones entre el pueblo peruano y a superar posibles tensiones.

4. También se ha referido usted a la lucha que su Gobierno ha emprendido contra la pobreza. En efecto, ésta no puede considerarse nunca como un mal endémico, sino como la carencia de los bienes esenciales para el desarrollo de la persona, impuesta por diversas circunstancias. A este respecto, la Iglesia siente como propia la difícil situación que atraviesan tantos hermanos sumidos en las redes de la pobreza, y reafirma siempre, por fidelidad evangélica, su compromiso con ellos como expresión del amor misericordioso de Jesucristo. Por eso, la Iglesia misma está cerca de quienes trabajan seriamente para que la promoción humana sea un compromiso eficazmente asumido también por las instituciones sociales en orden a paliar las precarias situaciones en las que se encuentran tantas personas y familias.

La lacra moral y social de la pobreza requiere ciertamente soluciones de carácter técnico y político, haciendo que las actividades económicas y los beneficios que legítimamente generan reviertan efectivamente en el bien común. Como escribí en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1993 «Un Estado —cualquiera que sea su organización política y su sistema económico— es por sí mismo frágil e inestable si no dedica una continua atención a sus miembros más débiles y no hace todo lo posible para satisfacer al menos sus exigencias primarias» (n. 3). Sin embargo, no hay que olvidar que todas estas medidas serían insuficientes si no están animadas por los valores éticos y espirituales auténticos. Por ello, la erradicación de la pobreza es también un compromiso moral en el que la justicia y la solidaridad cristiana juegan un papel imprescindible.

5. En su discurso ha se alado que uno de los objetivos de la política exterior de su país es la contribución a la paz y la seguridad internacionales, así como la promoción de vínculos de cooperación con todos los pueblos, en especial la interrelación vecinal. En este sentido me complace recordar el valor del diálogo como vehículo privilegiado para instaurar y mantener relaciones pacíficas con las otras naciones, superando así las posibles controversias que pudieran surgir y teniendo presente la importancia de la solidaridad y la cooperación internacional. Deseo que el proceso que se desarrolla en Brasilia pueda llegar a buen término, con la ayuda eficaz de los países garantes, para poner fin al diferendo con la hermana nación del Ecuador. Por otra parte, la paz en el orden internacional exige actualmente numerosos contactos en los diversos foros. Con la participación activa en el concierto de las naciones y en las organizaciones que lo configuran se logra vencer la tentación del aislamiento nacional, lo cual permite rescatar a los pueblos de la marginación internacional y de su empobrecimiento (cf. enc. Centesimus annus, 33). Ello no se limita a los aspectos económicos, sino que ha de aplicarse también al mundo de las ideas, de los derechos fundamentales y de los valores. No hay que olvidar, además, que la concordia entre los pueblos se logrará más fácilmente si las iniciativas diplomáticas se ven acompañadas por una auténtica pedagogía de la paz, que contribuya a incrementar una actitud de colaboración y armonía entre todos.

6. Señor embajador, al final de este encuentro quiero formularle mis más cordiales votos por el desempeño de su misión ante esta Sede apostólica, siempre deseosa de mantener y consolidar cada vez más las buenas relaciones ya existentes con la República del Perú y de ayudar a superar con buena voluntad las dificultades que pudieran aparecer entre la Iglesia y el Estado en su país. Le aseguro mi plegaria al Todopoderoso para que, por intercesión de Nuestra Se ora de la Evangelización, tan venerada en la catedral de Lima, asista siempre con sus dones a usted y a su distinguida familia, a sus colaboradores, a los gobernantes y ciudadanos de su noble país, al que recuerdo con gran afecto y sobre el cual invoco copiosas bendiciones del Altísimo.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XX, 2 p. 815-819.

L'Osservatore Romano 16.11.1997 p.5.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.47, p.9 (p.581).



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