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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN SIMPOSIO INTERECLESIAL SOBRE
«RAÍCES DEL ANTIJUDAÍSMO EN AMBIENTE CRISTIANO»


Viernes 31 de octubre de 1997

 

Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
queridos amigos:

1. Me alegra acogeros durante vuestro simposio sobre las raíces del antijudaísmo. Saludo, en particular, al señor cardenal Roger Etchegaray, presidente del Comité central para el gran jubileo del año 2000, que preside vuestros trabajos. Os doy las gracias a todos por haber dedicado estas jornadas a un estudio teológico de gran importancia.

Vuestro coloquio se inserta en la preparación para el gran jubileo, con motivo del cual he invitado a los hijos de la Iglesia a hacer el balance del milenio que está a punto de concluir, y especialmente de nuestro siglo, con el espíritu de un necesario «examen de conciencia », en el umbral de lo que debe ser un tiempo de conversión y reconciliación (cf. Tertio millennio adveniente, 27-35).

El objeto de vuestro simposio es la interpretación teológica correcta de las relaciones de la Iglesia de Cristo con el pueblo judío, de las cuales la declaración conciliar Nostra aetate puso las bases, y sobre las cuales, en el ejercicio de mi magisterio, yo mismo he intervenido en varias ocasiones. En efecto, en el mundo cristiano —no digo de parte de la Iglesia en cuanto tal— algunas interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento con respecto al pueblo judío y a su supuesta culpabilidad han circulado durante demasiado tiempo, dando lugar a sentimientos de hostilidad en relación con ese pueblo. Han contribuido a adormecer muchas conciencias, de modo que, cuando estalló en Europa la ola de persecuciones inspiradas por un antisemitismo pagano que, en su esencia, era también un anticristianismo, junto a esos cristianos que hicieron todo lo posible por salvar a los perseguidos, incluso poniendo en peligro su vida, la resistencia espiritual de muchos no fue la que la humanidad tenía derecho a esperar de los discípulos de Cristo. Vuestra lúcida mirada sobre el pasado, con vistas a una purificación de la memoria, es particularmente oportuna para mostrar claramente que el antisemitismo no tiene ninguna justificación y es absolutamente condenable.

Vuestros trabajos completan la reflexión realizada sobre todo por la Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo, traducida, entre otras cosas, en las Orientaciones del 1 de diciembre de 1974 y en las Notas para una correcta presentación de judíos y judaísmo en la predicación y en la catequesis de la Iglesia católica, del 24 de junio de 1985. Aprecio el hecho de que se quiera dirigir con gran rigor científico la investigación de índole teológica realizada por vuestro simposio, con la convicción de que servir a la verdad es servir a Cristo mismo y a su Iglesia.

2. El apóstol Pablo, al final de los capítulos de la carta a los Romanos (9-11) en los que brinda luces decisivas sobre el destino de Israel según el plan de Dios, eleva un canto de adoración: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios!» (Rm 11, 33). En el alma ardiente de Pablo, este himno es un eco del principio que acababa de enunciar y que constituye el tema central de toda la carta: «Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rm 11, 32). La historia de la salvación, incluso cuando sus peripecias nos parecen desconcertantes, está guiada por la misericordia de Aquel que vino para salvar lo que estaba perdido. Sólo una actitud de adoración ante las insondables profundidades de la Providencia amorosa de Dios permite vislumbrar algo de lo que es un misterio de fe.

3. En el origen de este pequeño pueblo, situado entre grandes imperios de religión pagana que lo eclipsan con el esplendor de su cultura, se encuentra una elección divina. Este pueblo es convocado y guiado por Dios, creador del cielo y la tierra. Por consiguiente, su existencia no es meramente un hecho natural o cultural, en el sentido de que, por la cultura, el hombre desarrolla los recursos de su propia naturaleza. Más bien, se trata de un hecho sobrenatural. Este pueblo persevera a pesar de todo, porque es el pueblo de la alianza y porque, no obstante las infidelidades de los hombres, el Señor es fiel a su alianza. Ignorar este dato fundamental significa comprometerse por el camino de un marcionismo contra el cual la Iglesia había reaccionado inmediatamente con energía, consciente de su vínculo vital con el Antiguo Testamento, sin el cual el Nuevo pierde su sentido. Las Escrituras son inseparables del pueblo y de su historia, que lleva a Cristo, Mesías prometido y esperado, Hijo de Dios hecho hombre. La Iglesia no cesa de confesarlo cuando repite diariamente, en su liturgia, los salmos y los cánticos de Zacarías, de la Virgen María y de Simeón (cf. Sal 132, 17; Lc 1, 46-55; 1, 68-79; 2, 29-32).

Por eso, los que consideran el hecho de que Jesús fue judío y que su ambiente fue el mundo judío como un simple hecho cultural contingente, que hubiera sido posible sustituir con otra tradición religiosa de la que la persona del Señor podría ser separada, sin perder su identidad, no sólo ignoran el sentido de la historia de la salvación, sino que también, de modo más radical, ponen en tela de juicio la verdad misma de la Encarnación y hacen imposible una concepción auténtica de la inculturación.

4. Teniendo en cuenta lo que hemos dicho hasta ahora, podemos sacar algunas conclusiones que orienten la actitud del cristiano y el trabajo del teólogo. La Iglesia condena firmemente todas las formas de genocidio, así como las teorías racistas que las han inspirado y que han pretendido justificarlas. A este respecto, se podría recordar la encíclica de Pío XI Mit brennender Sorge (1937) y la de Pío XII Summi pontificatus (1939); esta última recordaba la ley de la solidaridad humana y de la caridad hacia todo hombre, independientemente del pueblo al que pertenezca. Por consiguiente, el racismo es una negación de la identidad más profunda del ser humano, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. A la malicia moral de cualquier genocidio se añade, con la shoah, la malicia de un odio que pone en tela de juicio el plan salvífico de Dios sobre la historia. La Iglesia sabe que ella también es directamente blanco de ese odio.

La enseñanza de san Pablo en la carta a los Romanos nos indica cuáles sentimientos fraternos, arraigados en la fe, debemos albergar hacia los hijos de Israel (cf. Rm 9, 4-5). El Apóstol lo subraya: «en atención a sus padres» son amados por Dios, cuyos dones y cuya llamada son irrevocables (cf. Rm 11, 28-29).

5. Os manifiesto mi gratitud por los trabajos que realizáis sobre un tema de gran importancia y que me interesa mucho. Así contribuís a la profundización del diálogo entre católicos y judíos, y nos alegramos de que ese diálogo se haya renovado de forma positiva en el curso de los últimos decenios.

Os expreso mis mejores deseos a vosotros y a vuestros seres queridos, y os imparto de corazón la bendición apostólica.



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