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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II,
FIRMADO POR EL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO,
A MONS. MARIANO DE NICOLÒ, OBISPO DE RÍMINI,
Y A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO
PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS

 

Excelencia reverendísima:

1. Con ocasión del Congreso anual para la amistad entre los pueblos, que se realizará del 23 al 29 de agosto, Su Santidad le pide que transmita a los organizadores y a los participantes su cordial saludo, expresándoles su gran satisfacción por esta manifestación, que ha llegado a ser un punto de referencia para numerosas personas, en gran parte jóvenes, procedentes de diversas naciones.

El tema del encuentro, «La vida no es sueño», prosiguiendo idealmente la reflexión de la última edición, quiere poner de relieve la enfermedad profunda de nuestro tiempo: la crisis del sentido de la realidad, que viene a ser crisis de la relación del hombre con ella. El hombre de hoy advierte que su pensamiento se apoya en bases frágiles y a menudo inadecuadas para corresponder plenamente a toda la riqueza de la realidad. Algunas corrientes filosóficas han minado hasta tal punto los fundamentos del conocimiento, que han llevado a plantearse la cuestión acerca de la existencia misma de la realidad.

Todo esto causa un peligroso ofuscamiento de la mirada y una grave desorientación, que dificultan y a veces incluso impiden el enfoque de la realidad. Paradójicamente, este amargo resultado es fruto de un recorrido secular del pensamiento, que ha tratado de establecer a toda costa las condiciones que hacen posible la certeza. Pero lo ha hecho partiendo del erróneo supuesto positivista según el cual la certeza se debe identificar con la exactitud de las ciencias positivas. Eso ha tenido como consecuencia que la razón científica se ha arrogado a menudo el derecho de decidir de qué cosas se puede tener certeza, prestando escasa atención a las demás formas de conocimiento, por considerarlas inseguras.

Desde esa perspectiva, «real» es lo que puede investigar el científico; lo que el hombre, en cierto modo, puede medir. Así, se excluye la posibilidad de hablar de Dios y de la naturaleza íntima de las cosas, por tratarse de realidades que no pueden verificarse experimentalmente y que, en consecuencia, por definición no son significativos. En esta separación entre las cosas mensurables, y por consiguiente «reales», y las inmensurables, y por eso «irreales», algunos han creído ver una gran conquista, que debería permitir al género humano alcanzar metas científicas, humanas y civiles cada vez más elevadas, asegurándole paz, unidad y bienestar, y liberándolo de las fuerzas oscuras de la superstición y de las creencias irracionales.

2. La condición de muchos contemporáneos muestra, por el contrario, cómo esas doctrinas han producido frutos de índole muy diferente. La realidad mensurable con los más refinados medios técnicos ha resultado más pobre de lo que, con gran entusiasmo, se esperaba; mientras que, más allá de ella, ha ido extendiéndose el vasto territorio de lo incontrolable y, por tanto, de lo «no real». La ciencia, al frustrar las expectativas del cientificismo, ha sido incapaz de iluminar con su «exactitud» vastos campos de la experiencia humana. Es sintomático que en el arte, en la literatura y en el teatro, donde la conciencia del siglo presente se expresa de modo más agudo y dramático, se haya manifestado el sentimiento de lo absurdo, de la falta de sentido y de la condición «infernal » de la vida humana. El hombre se ha dado cuenta de la alienación trágica en la que termina por caer cuando se obstina en no reconocer que la realidad va más allá de los confines de la vara que usa para medir. En efecto, el ser humano no puede renunciar a la sed que lo impulsa hacia el Absoluto. No puede resignarse a declarar irreal lo que no es capaz de controlar de modo experimental.

A pesar de ello, existen orientaciones culturales que, al parecer, no quieren renunciar a la dirección de marcha emprendida. Tratan, más bien, de remediar la profunda condición de malestar del hombre contemporáneo sugiriéndole huir de esa realidad que ya sólo le causa sufrimiento, porque carece de sentido. La propuesta consiste en escapar a un mundo de sueño.

Precisamente en eso invita a reflexionar el Congreso. El sueño da la impresión de proporcionar un ámbito en el que, finalmente, el desasosiego del hombre puede encontrar alivio, al abrigo de la tormenta de la vida. No importa que el recinto de ese sueño no esté completamente cerrado y resguardado por todos los lados, y que la irracionalidad y el frío del mundo penetren de vez en cuando en él y perturben su ambiente. Esta es la única felicidad alcanzable, la única alternativa posible a la nada y, por eso, hay que contentarse. Así habla cierta cultura de nuestro tiempo.

3. Ante estas insidiosas propuestas de fuga, hay que afirmar con fuerza que la vida no es sueño. A una existencia que las pretensiones de autonomía del hombre han vaciado de realidad, pero sin lograr impedirle que provoque dolor y muerte con sus exigencias apremiantes, no se puede responder proponiendo una esfera de engaños y de promesas falaces. Nuestra conciencia de hombres del siglo XX ha sido herida a menudo por doctrinas que han excluido toda posibilidad de comunicación con el misterio de las cosas. Se trata de doctrinas que han debilitado interiormente al hombre y parecen haberle quitado el vigor necesario para reaccionar frente a los condicionamientos que lo entorpecen, impidiéndole una auténtico renacimiento. ¿Dónde se puede encontrar esta fuerza fresca, esta nueva energía vital?

Corresponde a los cristianos la tarea de anunciar con valentía al hombre contemporáneo la urgencia de volver a la promesa, inscrita en su mismo ser no por una divinidad malvada, interesada en su sufrimiento, sino por un Dios amoroso, que ha puesto en él un anhelo de sentido, manifestado en una sed insaciable y en una inquietud interior, que al parecer no pueden encontrar alivio. Este es el camino maestro que lleva a la realidad en que es posible encontrar la respuesta. La realidad, si se la interroga con sinceridad, no defrauda las expectativas del hombre, y aparece viva, elocuente y significativa. Se manifiesta como «signo» de Aquel que la ha creado y como «cifra» del auténtico sentido de la existencia.

4. Los cristianos de hoy tienen también una segunda responsabilidad: la de gritar al mundo que Cristo ya ha roto las cadenas con las que el hombre continuamente vuelve a sujetarse. El Hijo de Dios se ha hecho compañero del hombre en su búsqueda de sentido y del bien, acompañándolo por los caminos de su deseo. Él es el «camino» que lleva a la Realidad última (cf. Jn 14, 6), la «puerta» que da acceso al sentido al que aspira el espíritu humano (cf. Jn 10, 7).

Cristo sostiene el impulso del hombre que, abandonado a sus solas fuerzas, correría el riesgo de perderse frente a la aparente opacidad de las cosas, o terminaría por arrogarse el derecho de plasmar la realidad según su voluntad, silenciando de ese modo sus preguntas. El Hijo de Dios que vino al mundo ha resuelto el malestar del hombre, ha acabado con su alienación. Él, que dijo: «Yo soy (...) la vida» (Jn 11, 25), invita al cristiano, también en nuestro tiempo, a gritar al mundo: ¡La vida es Cristo; la realidad encuentra su sentido pleno en Cristo!

La Iglesia, como «lugar» donde está presente el Resucitado, sobre todo en los sacramentos y en la comunión con los hermanos, tiene la misión de mantener viva la sed de realidad que late en el corazón humano. Aquí Cristo nos lleva al Padre: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Aquí Cristo nos introduce, por la puerta de su misma humanidad, en el encuentro con el sentido profundo de la realidad, con el significado que puede reproducir ante nuestros ojos el designio eterno y misterioso en que la inquietud humana encuentra finalmente paz.

5. Al enviar a su excelencia estas reflexiones para que las transmita a los participantes en el Congreso, el Sumo Pontífice expresa sus mejores deseos de que esa €manifestación €ayude €al hombre contemporáneo a encontrar en Cristo a Aquel que sacia su sed de verdad y de paz.

Con estos deseos, el Santo Padre le imparte a usted, y a todos los presentes, su bendición, prenda de copiosos favores celestiales.

También yo, de buen grado, formulo mis votos personales por el pleno éxito del encuentro y aprovecho esta circunstancia para confirmarle mi afecto.

Card. Angelo Sodano
Secretario de Estado

 



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