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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS CARDENALES, LA FAMILIA PONTIFICIA
Y LA CURIA ROMANA, CON OCASIÓN DE LA NAVIDAD


Martes 22 de diciembre de 1998

 

1. «Quam dilecta tabernacula tua, Domine virtutum! Concupiscit et deficit anima mea in atria Domini» (Sal 84, 2-3).

Estos versículos del salmo, que rezamos al prepararnos para la santa misa, nos pueden introducir muy bien en el clima de la Navidad del Señor. Nos recuerdan el ansia con que María y José, en la Nochebuena, buscaban un tabernaculum, es decir, una morada adecuada para el nacimiento de Jesús. Fue una búsqueda infructuosa, «porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2, 7). El Hijo de María vino al mundo en un establo, aunque también él hubiera debido tener, como es derecho de todo niño, una casa propia y un techo acogedor.

¡Cuántos sentimientos evoca esta consideración! La Navidad nos trae a la mente el hogar, nos hace pensar en el clima familiar dentro del cual el niño es acogido como un don y como una fuente de gran alegría. Es tradición vivir la Navidad en familia, juntamente con los seres queridos. Es costumbre intercambiarse felicitaciones con motivo de la Navidad, dar las gracias y pedirse mutuamente perdón en un ambiente de auténtica espiritualidad cristiana.

2. Quisiera que ese clima marcara también este encuentro con vosotros, señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, amadísimos consagrados y laicos, que trabajáis en la Curia romana. Doy gracias al cardenal Bernardin Gantin por las afectuosas palabras de saludo que me ha dirigido, interpretando los sentimientos de todos vosotros, llamados a participar de modo singular en el misterio de la casa y la familia que constituyen la Iglesia. El concilio ecuménico Vaticano II, con mucha razón, comparó la Iglesia con una casa y una familia. La definió casa de Dios, de la que somos «piedras vivas» y en la que moramos (cf. Lumen gentium, 6 y 18); la llamó familia de Dios (cf. ib., 6, 28, 32 y 51), de la que formamos parte. La Curia romana representa una expresión privilegiada de esa «morada acogedora». En efecto, aquí vienen los obispos de todo el mundo para su visita ad limina y para otros encuentros ordinarios o extraordinarios, como ha acontecido recientemente con la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos y, antes, con los otros Sínodos continentales. Sí, la Sede apostólica quiere ser la casa de toda la Iglesia, en la que se espera con especial intensidad el nacimiento del Hijo de Dios.

3. «Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum!» (Sal 133, 1).

El inminente evento jubilar debe encontrar en toda la Iglesia, y de manera especial en la Curia romana, un ambiente de espera y de fervor espiritual. La tercera y última etapa de preparación inmediata, en 1999, nos invita a penetrar con la mirada en el misterio de Dios Padre, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16). En los años pasados, gracias al generoso trabajo del Comité central, de los dicasterios de la Curia romana, de los comités nacionales y de las comunidades diocesanas, la celebración del jubileo y su dimensión espiritual se han ido definiendo y caracterizando cada vez más.

Este trabajo tuvo su momento culminante en la publicación de la bula Incarnationis mysterium, con la que convoqué oficialmente el Año santo. En ese telón de fondo, han tenido su importancia varios momentos de reflexión, como los simposios sobre el antijudaísmo y sobre la Inquisición, durante los cuales se analizaron algunos hechos dolorosos del pasado, con el fin de dar un testimonio eclesial cada vez más libre y coherente. Asimismo, en todas las comunidades eclesiales del mundo se han llevado a cabo otras iniciativas. Por ejemplo, en la diócesis de Roma, la misión ciudadana, bajo la dirección del cardenal Vicario y de los obispos auxiliares, está produciendo numerosos y significativos frutos apostólicos y misioneros. Se trata de un fervor espiritual que espero siga creciendo cada vez más, para que la Iglesia pueda ofrecer al mundo un testimonio evangélico común, proclamando que Cristo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8) es el único Salvador del mundo.

4. «Confitemini Domino, quoniam bonus, quoniam in saeculum misericordia eius» (Sal 118, 1).

En el mes de octubre, el Señor me concedió la gracia de celebrar el vigésimo aniversario de mi elección como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Le doy gracias, una vez más, por los dones con que me ha colmado. En esa celebración jubilar me sentí rodeado del afecto de toda la Iglesia católica, que estuvo muy unida a mí con su oración y con innumerables gestos de devota participación. Juntamente con las felicitaciones de la comunidad eclesial, me llegaron las de representantes de las demás confesiones religiosas, de jefes de Estado, de personalidades de la cultura y la economía, así como de otros muchos, entre los que se hallaban niños, ancianos, enfermos, personas que sufren, jóvenes y familias. Deseo expresarles a todos mi más viva gratitud, al tiempo que, reflexionando en la pregunta que dirigió Jesús a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21, 16), pido a todos que sigan orando para que pueda servir cada día con amor renovado al Señor y a los hermanos que él me ha encomendado.

5. «Omnium me servum feci, ut plures lucrifacerem» (1 Co 9, 19).

La solicitud por la Iglesia universal me ha llevado también este año a realizar algunos viajes apostólicos, como el señor cardenal decano ha subrayado. Han sido momentos de gran emoción y alegría espiritual. ¡Cómo no recordar, ante todo, el viaje, tan ardientemente esperado, a la isla de Cuba, donde la presencia del Sucesor de Pedro despertó tanto entusiasmo y suscitó un prometedor impulso de renovación espiritual! ¡Y cómo no recordar también la peregrinación apostólica a Nigeria, donde tuve la dicha de proclamar beato al padre Cipriano Miguel Iwene Tansi, presentándolo como modelo de evangelizador y de reconciliación precisamente en la tierra donde nació y en la que trabajó incansablemente como heraldo de la buena nueva y artífice de paz!

El pasado mes de junio pude dirigirme de nuevo a Austria para proclamar beatos a tres hijos de esa nación —sor Restituta Kafka, padre Schwartz y padre Kern—, mientras que en la última parte del año fui una vez más a Croacia, donde tuve la alegría de proponer a la veneración de los fieles al beato Alojzije Stepinac, heroico cardenal arzobispo de Zagreb, que enriqueció con el ofrecimiento de su vida la gloriosa legión de los mártires de esa tierra. Ante los continuos atropellos que realizaba el régimen comunista, supo entregarse con valentía a Cristo y a sus hermanos, sacrificándose por la unidad de la Iglesia.

Al tiempo que doy gracias a la divina Providencia por las peregrinaciones que he podido realizar a lo largo de 1998, encomiendo al Señor las que, con su ayuda, pueda llevar a cabo en el año próximo, comenzando por el viaje pastoral a México, donde, Dios mediante, entregaré la exhortación apostólica en la que he recogido los resultados de la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos.

6. «Vae enim mihi est, si non evangelizavero! » (1 Co 9, 16).

La conciencia del deber de evangelizar siempre es la que guía constantemente a la Iglesia, llamada a proclamar en todo tiempo a Cristo, verdad del hombre. Para responder a esa exigencia, he querido publicar algunos documentos importantes, entre los que ocupa el primer lugar la carta encíclica Fides et ratio, con la que he deseado manifestar confianza en los esfuerzos del pensamiento humano, invitando a los contemporáneos a redescubrir el papel de la razón y a reconocer en la fe una gran aliada en su camino hacia la verdad.

Testigos de la verdad evangélica son, asimismo, los beatos y los santos que he podido elevar al honor de los altares. Quisiera destacar, entre todos, a la religiosa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, judía, filósofa, monja y mártir. En un siglo atormentado como éste en el que nos ha tocado vivir, nos invita a entrar por la puerta estrecha del discernimiento y de la aceptación de la cruz, sin separar jamás el amor de la verdad para no exponernos al peligro de la mentira destructora.

Otro valioso testimonio de la verdad lo dieron los obispos, los sacerdotes, los consagrados y los laicos que, a lo largo de este año, en varios países de África, Asia y América, han sufrido y a veces han pagado incluso con el derramamiento de la sangre su fidelidad a Cristo y a la Iglesia. Espero que su sacrificio estimule a los creyentes y contribuya a construir en el mundo un clima de auténtica libertad y paz.

7. «Filius hominis non venit ut ministraretur ei...» (Mc 10, 45).

La Iglesia, consciente de su misión, se hace partícipe de las alegrías y las esperanzas de la humanidad, para proseguir la obra de Cristo, «que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido» (Gaudium et spes, 3). Este celo apostólico y misionero impulsa a la Iglesia a hacerse partícipe, en todos los rincones del mundo, de los problemas y los dramas de la humanidad. A la presencia respetuosa y concreta de la Iglesia entre los pueblos ha contribuido este año la firma de acuerdos entre la Santa Sede y algunos Estados.

Mi agradecimiento va, especialmente, a cuantos, con un servicio fiel, a menudo oculto y humilde, se esfuerzan por hacer palpable la ternura que siente Dios hacia cada hombre. Esta admirable entrega se ha hecho más generosa y tempestiva con ocasión de dolorosas calamidades naturales que han azotado a varias zonas del mundo. Basta recordar la devastadora acción del huracán Mitch, a la que aludió el cardenal decano. En las diversas circunstancias se han escrito páginas admirables de solidaridad humana y cristiana.

8. «Ut omnes unum sint (...) ut credat mundus» (Jn 17, 21).

El clima de familia que evocan las fiestas navideñas, la cercanía del inicio del tercer milenio cristiano y la urgencia de la nueva evangelización, hacen cada vez más apremiante la invitación de Cristo a la unidad de todos los que le pertenecen en virtud del único bautismo.

Numerosos encuentros e iniciativas ecuménicos han contribuido, a lo largo de este año, a fortalecer este clima de atención, diálogo y búsqueda serena de la unidad entre las Iglesias cristianas, premisa necesaria para realizar un ecumenismo positivo y fecundo.

Con gratitud a Dios recuerdo los encuentros con los líderes de las confesiones cristianas durante mis viajes apostó- licos, así como la participación de los observadores de la Santa Sede en la octava asamblea del Consejo ecuménico de las Iglesias.

Al destacar con alegría la serena colaboración que se va instaurando entre los creyentes en Cristo, expreso mi deseo de que se llegue a vivir una nueva era ecuménica bajo el impulso del gran jubileo.

9. Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, consagrados y queridos colaboradores laicos, este rápido repaso de los aspectos más destacados de la acción de la Santa Sede en el año que está a punto de terminar, como es tradición durante esta cita anual, pone de relieve el servicio diario que cada uno de vosotros desempeña para que la buena nueva de la encarnación del Verbo llegue a todos los hombres y a todos los rincones de la tierra.

Vuestra colaboración permite al Obispo de Roma cumplir concretamente su misión de ser la «piedra» sobre la que se edifica la Iglesia de Cristo (cf. Mt 18, 18) y confirmar, sostener y guiar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22, 31). Por eso, quiero daros las gracias a cada uno por la generosidad, la competencia y la discreción con que servís a la Sede apostólica. Deseo a cada uno que sea cada vez más consciente y se sienta interiormente gozoso del servicio que presta a la Iglesia y al Evangelio, y que descubra en su trabajo diario el amor de Cristo que, también gracias a vosotros, lleva la buena nueva de la salvación a los pobres, a los encarcelados, a los ciegos, a los oprimidos y a todos los que buscan la verdad y la paz (cf. Lc 4, 18).

Que la santa Navidad nos encuentre a todos, como a María, llenos de asombro frente a Aquel que, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2, 6-7). Que el misterio de la Navidad suscite en cada uno los sentimientos de humildad y amor que tenía el corazón de Cristo y haga a todos hijos dignos del único Padre.

Con estos deseos, imploro sobre cada uno de vosotros el don navideño de la alegría y, a la vez que os felicito con motivo del Año nuevo, os imparto de corazón a vosotros y a vuestros seres queridos una bendición apostólica especial. ¡Feliz Navidad!



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