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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE COSTA DE MARFIL EN VISITA «AD LIMINA»
 

Sábado 28 de agosto de 1999

 

Queridos hermanos en el episcopado: 

1. Os acojo con gran alegría a vosotros, pastores de la Iglesia católica en Costa de Marfil, mientras realizáis vuestra peregrinación a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo. En efecto, la visita ad limina es un momento de gran importancia para la vida y el ministerio de los obispos, que vienen a dar gloria a Dios por todos los beneficios recibidos de él y para manifestar su comunión con el Sucesor de Pedro y con la Iglesia universal. En sus encuentros con el Obispo de Roma y con sus colaboradores también reciben consuelo y apoyo para cumplir la misión que se les ha confiado.

Agradezco al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Auguste Nobou, arzobispo de Korhogo, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Expreso también mis mejores deseos a monseñor Vital Komenan Yao, arzobispo de Bouaké, a quien habéis elegido para que le suceda dentro de algunos días.

Cuando volváis a vuestras diócesis, llevad a vuestros sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles, el saludo afectuoso del Papa, que conserva aún el recuerdo de la calurosa acogida que le dispensaron durante sus tres visitas al país. Transmitid a todos vuestros compatriotas sus cordiales deseos de un futuro de paz y prosperidad. 

2. La Iglesia en Costa de Marfil ha vivido durante su historia reciente diferentes fases de arraigo y crecimiento. Hoy experimenta una gran vitalidad, que le permite mirar al futuro con confianza. Son numerosas las personas que aceptan la fe en Jesucristo y solicitan los sacramentos de la iniciación cristiana. Las celebraciones litúrgicas son muy vivas y cuentan con una gran participación. Con su espíritu familiar y alegre, vuestras comunidades expresan el amor fraterno que Jesús enseñó a sus discípulos. Así se manifiestan la sed de Dios de vuestro pueblo y su deseo de vivir plenamente los mandamientos divinos. Con ocasión del Sínodo africano, en el que varios de vosotros participasteis, los padres centraron su reflexión en estos signos de esperanza, pero también en las sombras y los desafíos que se plantean a la misión. Al recordar la urgencia de la proclamación de la buena nueva a los millones de personas que no la conocen aún, expresaron su deseo de que un nuevo celo evangelizador anime a las Iglesias particulares. Asimismo, exhortaron a todos los católicos del continente a una nueva y profunda evangelización, invitándolos a avanzar con valentía por los difíciles caminos de la conversión del corazón y de la renovación constante.

Después del Sínodo, en la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, yo mismo he querido presentar las decisiones y orientaciones que permitirán a la Iglesia cumplir su misión de la manera más eficaz posible. En cierto modo, se trata de la carta misionera de la Iglesia familia de Dios en África, que todos están invitados a vivir en su vida personal y en sus situaciones concretas. Deseo vivamente que en este tiempo privilegiado, durante el cual se celebrará el segundo milenario de la Encarnación, todo «mire al objetivo prioritario del jubileo, que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos» (Tertio millennio adveniente, 42). Exhorto a los discípulos de Cristo a fortalecer los vínculos que los unen al Salvador de la humanidad, para ser sus testigos fieles y generosos. Por eso, es esencial presentar sin ningún tipo de temor el mensaje cristiano en su totalidad y con toda su fuerza profética, recurriendo a los medios adecuados que el mundo moderno puede ofrecer. Sin embargo, es necesario recordar que el testimonio de una vida de santidad es insustituible para un anuncio auténtico del Evangelio, cuyo fin es ante todo presentar la persona misma de Jesús resucitado como el único Salvador de todos los hombres.

3. Desde hace algunos años, el número de sacerdotes aumenta regularmente; esto suscita esperanza y optimismo para el futuro. Al renovar mi saludo cordial a todos vuestros sacerdotes, los aliento a ser en su ministerio auténticos servidores de Cristo, que los ha enviado, y del pueblo, que se les ha confiado, mediante una comunión cada vez más viva con su obispo y con toda la Iglesia. En efecto, la vocación al sacerdocio compromete a los presbíteros a imitar decididamente la actitud misma de Jesús, servidor casto y fiel, que dio su vida generosamente para cumplir la misión que le había confiado su Padre. Por eso, los invito a seguir con entusiasmo al Señor, como los Apóstoles, viviendo su sacerdocio como un camino específico de santidad. De este modo, en todas las circunstancias serán testigos veraces y creíbles de la Palabra que anuncian y de los sacramentos que administran. Al prestar este servicio con espíritu de desprendimiento evangélico frente a la búsqueda desmedida de bienes materiales y beneficios personales, serán signos de la generosidad de Dios, que ofrece gratuitamente sus dones a los hombres.

Mediante una formación permanente que lleve a la profundización de los conocimientos teológicos y de la vida espiritual, y que preste también atención a los sanos valores de su ambiente de vida, los sacerdotes encontrarán una expresión y una condición de su fidelidad a su ministerio y de la unificación de su ser. Esta formación permanente, acto de amor a Jesucristo, a quien es preciso conocer y buscar incesantemente, es también un acto de amor al pueblo de Dios al que el sacerdote sirve por vocación (Pastores dabo vobis, 70).

Permitidme expresaros aquí la gratitud de la Iglesia por el trabajo realizado en vuestra patria, desde hace más de un siglo, por numerosos misioneros, hombres y mujeres, que han dejado su país de origen para anunciar el Evangelio en Costa de Marfil. Su testimonio, a veces heroico, sigue siendo hoy un modelo de vida totalmente entregada a Dios y al prójimo, y una fuente de dinamismo para muchos religiosos, religiosas, sacerdotes fidei donum y laicos, que se han comprometido generosamente a seguir su ejemplo. Que Dios bendiga su obra y aumente en la Iglesia de Costa de Marfil el celo por la misión universal. Queridos hermanos en el episcopado, con este espíritu misionero, que habéis recibido de vuestros padres en la fe, os animo a desarrollar cada vez más la gran tradición africana de solidaridad, compartiendo el personal apostólico con las diócesis menos favorecidas de vuestro país e, incluso, más allá de vuestras fronteras.

4. Conozco vuestro interés por garantizar una formación seria a los futuros sacerdotes. La relación estrecha que debe existir entre el obispo y el seminario es primordial. Para un pastor es una grave responsabilidad, pero también una gran alegría, seguir el camino de quienes serán llamados a convertirse en sus colaboradores más íntimos en el ministerio apostólico. En efecto, como escribí en la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, «la presencia del obispo tiene un valor particular, no sólo porque ayuda a la comunidad del seminario a vivir su inserción en la Iglesia particular y su comunión con el pastor que la guía, sino también porque autentifica y estimula la finalidad pastoral, que constituye lo específico de toda la formación de los aspirantes al sacerdocio» (n. 65).

La iniciativa que habéis tomado recientemente de incluir un año propedéutico merece ser apoyada. Este tiempo de preparación para el ingreso en el seminario mayor es una ocasión privilegiada para precisar las motivaciones de los candidatos, profundizar su vida cristiana y eclesial y ayudar a los formadores en su tarea de discernimiento de las vocaciones.

Gracias al ejemplo de comunidades educativas unidas y fraternas, que dan una imagen concreta de comunión eclesial, los seminaristas aprenderán a ser hombres de fe, fieles a la Iglesia y a los compromisos que deberán asumir. Por eso, es preciso elegir, preparar y acompañar a los sacerdotes de vida ejemplar que posean cualidades humanas, intelectuales, pastorales y espirituales adecuadas a su tarea de formadores del clero. En un ambiente en el que a menudo resulta difícil proponer a los jóvenes una vida ascética y una disciplina interior, habrá que buscar los medios idóneos para presentarles con claridad las exigencias de la vida sacerdotal, evitando toda ambigüedad y toda componenda, nefastas para su vida personal y para la Iglesia. 

5. Para ser fiel a su misión de anunciar el Evangelio, toda la Iglesia debe ser misionera. En el bautismo y la confirmación todos los miembros del pueblo de Dios han recibido, cada uno según su vocación específica, la responsabilidad de testimoniar su fe en Cristo. Por esta razón, la formación de los fieles laicos ocupa un lugar destacado en las orientaciones pastorales, para ayudarles a vivir una vida plenamente coherente y dar testimonio de ella a sus hermanos. Esta formación debe ayudar a los laicos a conocer claramente las verdades de la fe y sus exigencias, para que no queden «a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error» (Ef 4, 14). Asimismo, contribuirá a hacer que asuman sus responsabilidades en la Iglesia y en la sociedad, incluyendo el campo sociopolítico y económico, a la luz del Evangelio y de la enseñanza de la Iglesia. «Los cristianos deben ser formados para que vivan las exigencias sociales del Evangelio, de modo que su testimonio se convierta en un desafío profético ante todo lo que perjudica el verdadero bien de los hombres y de las mujeres de África, como de cualquier otro continente» (Ecclesia in Africa, 54).

Entre los fieles laicos, los catequistas, cuya actividad sigue siendo decisiva en el seno de las comunidades cristianas, están llamados en particular a profundizar incansablemente su formación, para ser verdaderos testigos del Evangelio con el ejemplo de su vida y con su competencia en la misión que se les confía. A cada uno de ellos manifestadle mi aliento y mi gratitud por su generosidad en el servicio a la Iglesia y a sus hermanos. 

6. En la cultura y la tradición africanas la familia desempeña un papel fundamental, pues representa el primer pilar del edificio social y la primera célula de la comunidad eclesial. Por este motivo, el Sínodo para África consideró una prioridad la evangelización de la familia. Os aliento vivamente a reforzar sin cesar una pastoral apropiada para acompañar a las familias en las diferentes etapas de su formación y de su desarrollo. Es particularmente indispensable preparar a los jóvenes para el matrimonio y la vida familiar. Hay que ayudarles a comprender la grandeza y las exigencias del sacramento del matrimonio, que da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo ama a su Iglesia, perfeccionar así su amor humano, fortalecer su unidad indisoluble y santificarse en el camino de la vida eterna (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1661). Es deber de la Iglesia reafirmar con fuerza la unidad e indisolubilidad de la unión conyugal. «A cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir la buena nueva de la perennidad del amor conyugal, que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza» (Familiaris consortio, 20). El testimonio de hogares unidos y responsables, lo mismo que la educación en el sentido de la fidelidad, sin la cual no existe verdadera libertad, serán para los jóvenes ejemplos valiosos que les permitirán conocer mejor y aceptar la rica realidad humana y espiritual del matrimonio cristiano.

Invito a los hijos e hijas de la Iglesia católica a amar y sostener de modo particular a la familia, teniendo gran estima por sus valores y posibilidades, y a reconocer los peligros y los males que la amenazan, para poder superarlos y asegurar un ambiente que sea favorable a su desarrollo (cf. ib. , 86). 

7. La nueva evangelización, a la que la Iglesia está llamada, debe tener en cuenta, con un interés renovado, el íntimo vínculo existente entre las culturas humanas y la fe cristiana. La religión tradicional africana, de la que provienen numerosos cristianos, marca profundamente la cultura de vuestro pueblo, y ejerce aún una gran influencia en la comprensión de la fe por parte de los fieles y en su modo de vivirla, dando lugar a veces a actitudes incoherentes. Como escribí en la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, un diálogo sereno y prudente con los seguidores de esa religión podrá «proteger de influjos negativos que condicionan la misma forma de vida de muchos católicos y, por otra, asegurar la asimilación de los valores positivos como la creencia en el Ser supremo, eterno, creador, providente y justo juez, que se armonizan bien con el contenido de la fe» (n. 67). Sin embargo, es fundamental ayudar a los bautizados a entablar una relación auténtica y profunda con Cristo, que debe llegar a ser el centro efectivo de su existencia. Ese encuentro, en que el hombre descubre el misterio de su vida, exige una conversión radical de la persona y una purificación de todas las prácticas religiosas anteriores a él.

Por otra parte, también es imprescindible un diálogo fraterno de vida con los musulmanes para construir pacíficamente el futuro. A pesar de los obstáculos y las dificultades, urge que todos los creyentes y los hombres de buena voluntad, que comparten con ellos valores esenciales, unan sus esfuerzos para construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, la solidaridad, la fraternidad, la justicia y la libertad. Por eso, conviene trabajar juntos en el desarrollo armonioso de la sociedad, para que todos los hijos de la nación puedan ejercer sus derechos y cumplir sus deberes recíprocos, y a todos se les reconozca la libertad de practicar las exigencias de su religión en el respeto mutuo.

Me alegra la presencia en vuestro país de gran número de instituciones católicas internacionales, principalmente del Instituto católico de África occidental, que procuran favorecer el diálogo entre la fe y la cultura. Son signo del crecimiento de la Iglesia, pues integran en sus investigaciones las verdades y las experiencias de la fe, contribuyendo a interiorizarlas (cf. Ecclesia in Africa, 103). De este modo, numerosos jóvenes reciben una formación humana e intelectual en las instituciones educativas que dependen de la Iglesia o del Estado, y que son lugares privilegiados de la transmisión de la cultura. Por consiguiente, os animo a prestar particular atención a la pastoral del mundo escolar y universitario y, en un círculo más amplio aún, al mundo de la cultura, para que el Evangelio arraigue realmente en vuestro país. 

8. Al término de nuestro encuentro, queridos hermanos en el episcopado, doy gracias a Dios con vosotros por su obra en medio de vuestro pueblo. La cercanía del gran jubileo es para todos los católicos una invitación apremiante a fijar su mirada en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, que vino a salvar a la humanidad. Ojalá que la entrada en el nuevo milenio estimule a los pastores y a los fieles a ensanchar su mirada hacia nuevos horizontes, para anunciar el reino de Dios hasta los confines de la tierra. Encomiendo cada una de vuestras diócesis a la intercesión materna de la Virgen María, Nuestra Señora de la Paz, venerada particularmente en el santuario de Yamusukro. Imploro a su Hijo Jesús que derrame sobre la Iglesia que está en Costa de Marfil la abundancia de las bendiciones divinas, para que sea signo vivo del amor que Dios siente por todos, en particular por los necesitados, los enfermos y las personas que sufren. De todo corazón os imparto la bendición apostólica, que extiendo complacido a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.

 



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