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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN UN SIMPOSIO
ORGANIZADO POR LA COMISIÓN PONTIFICIA PARA AMÉRICA LATINA


 
Martes, 22 de junio de 1999

 

Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
distinguidas señoras y señores:

1. Me complace tener este encuentro con vosotros, que participáis en el simposio sobre «Los últimos cien años de la evangelización de América Latina», organizado por la Pontificia Comisión para América Latina para conmemorar el primer centenario del Concilio plenario de aquel continente. Fue una asamblea que marcó la historia de la Iglesia en Iberoamérica, abriendo para aquellos pueblos nuevas perspectivas llenas de esperanza.

En efecto, en las Actas y decretos del Concilio plenario, del que me habéis ofrecido una bella edición facsímil, se encuentran normas, orientaciones y propuestas que inspiraron la trayectoria del último siglo de la evangelización de América.

2. Desde que el mensaje de Jesucristo llegó al nuevo mundo, los Papas han tenido por el continente americano una especial solicitud apostólica, como se ha podido constatar estudiando con rigor los acontecimientos históricos. Un punto culminante de esa solicitud fue, por parte de León XIII, la convocatoria del Concilio plenario de América Latina. En la carta apostólica «Cum diuturnum» (25 de diciembre de 1898) escribe este gran Pontífice: «Nada hemos omitido, en ninguna ocasión, que pudiera servir para consolidar en esas naciones o extender el reino de Cristo; hoy, realizando lo que hace tiempo deseábamos con ansia, queremos daros una nueva y solemne prueba de nuestro amor hacia vosotros. Así, lo que juzgamos más a propósito, fue que os reunieseis a conferenciar entre vosotros con nuestra autoridad y a nuestro llamado todos los obispos de esas Repúblicas» en orden a «dictar las disposiciones más aptas para que, en esas naciones, que la identidad o por lo menos la afinidad de raza debería tener estrechamente coligadas, se mantenga incólume la unidad de la eclesiástica disciplina, resplandezca la mirada católica y florezca públicamente la Iglesia, merced a los esfuerzos unánimes de todos los hombres de buena voluntad» (Acta, pp. XXI-XXII).

Los decretos de aquel Concilio, aunque no directamente aplicables a las circunstancias actuales, son una «memoria» que debe iluminar, estimular y ayudar en esta encrucijada de la historia. En los mismos, cuidadosamente redactados por los padres conciliares, se percibe una gran inquietud por mantener y exaltar la fe católica; configurar la fisonomía de las personas eclesiásticas; cuidar el culto divino y la celebración de los sacramentos; promover la educación de la juventud y su formación en los principios de la doctrina cristiana; favorecer la práctica de la caridad y demás virtudes.

Los padres conciliares ofrecieron un conjunto de resoluciones, normas y orientaciones, teniendo en cuenta «las necesidades de la Iglesia y la salvación de las almas», movidos por una fuerte comunión eclesial, como dice el último de los cánones (994): «con filial reverencia y corazón obedientísimo, sometemos a la Santa Sede apostólica todas y cada una de las cosas que en este Concilio plenario se han decretado y sancionado». Esa comunión, afectiva y efectiva, fue muy apreciada por el Pontífice, que en su discurso de despedida, el 10 de julio de 1899, que él mismo consideraba como «el testamento de un amante Padre», les decía: «Adiós, en fin, adiós, hermanos queridos: acercaos a recibir el ósculo de paz. Sabed, para vuestro consuelo, que Roma entera ha admirado vuestra unión, vuestra ciencia y vuestra piedad; y que consideramos vuestro Concilio como una de las joyas más preciosas de nuestra corona» (Acta, p. CLXIX).

3. Después del Concilio plenario la Iglesia en América Latina ha florecido notablemente, a veces entre no pocas tribulaciones, graves dificultades y problemas inmensos. Pero las luces se imponen a las sombras y, así, podemos congratularnos por los grandes frutos de vida cristiana que han surgido en ese continente gracias al trabajo silencioso y sacrificado de tantos obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, y también seglares en parroquias y centros de apostolado, así como en el campo de la educación y la caridad. Por eso precisamente podemos decir con gozo que América Latina tiene como un signo de su identidad la fe católica.

Quiero recordar que, desde la celebración del Concilio, la vitalidad de la Iglesia en América ha ido creciendo. Son muestra de ello los Congresos eucarísticos y marianos, y también las cuatro Conferencias generales del Episcopado latinoamericano celebradas en Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), estas dos últimas inauguradas por mí. Quiero también recordar que Pablo VI, en su histórica peregrinación a Bogotá, abrió el camino a los viajes pastorales a América, que yo, con el favor de Dios, he podido realizar. Todo esto ha culminado con la celebración en el Vaticano del Sínodo de América, que tuve la dicha de convocar y después, al inicio de este año, clausurar en la basílica mexicana de Guadalupe, corazón mariano del continente, donde entregué la exhortación apostólica Ecclesia in America.

4. En este documento, recogiendo las propuestas de los padres sinodales, he querido abordar la situación actual del continente, invitando a los pastores a profundizar y concretar después en cada Iglesia particular sus contenidos y centrando la atención en lo fundamental: anunciar a Jesucristo, que «es la buena nueva de la salvación comunicada a los hombres de ayer y de siempre; pero al mismo tiempo es también el primero y supremo evangelizador. La Iglesia debe centrar su atención pastoral y su acción evangelizadora en Jesucristo crucificado y resucitado. Todo lo que se proyecte en el campo eclesial ha de partir de Cristo y de su Evangelio. Por lo cual, la Iglesia en América debe hablar cada vez más de Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre» (n. 67).

5. Al participar en este Simposio, como pastores e historiadores, habéis pensado en el futuro desde la perspectiva del pasado. En esta tarea se ha de proceder con objetividad, basándose en datos reales y no en ideologías o visiones parciales de los hechos. Os agradezco vuestro trabajo en este sentido para que la Iglesia, conociendo mejor su historia, pueda llevar a cabo sus programas evangelizadores adecuados a los nuevos tiempos. En esos programas, además de las estructuras pastorales, cuenta la persona del evangelizador: el obispo, el sacerdote, el catequista, el cristiano comprometido, los cuales con su fe han de dar gozoso y valiente testimonio de Jesucristo.

Agradezco a la Pontificia Comisión para América Latina el esfuerzo realizado para llevar adelante este Simposio, que se continuará en cierto modo en su reunión plenaria. También os agradezco vuestra participación en el mismo y el servicio que, animados por el espíritu eclesial, habéis prestado. Formulo mis mejores votos para que vuestro trabajo, que pronto será publicado en las Actas correspondientes, ofrezca un tesoro de sugerencias y propuestas que ayuden a la tarea apostólica que con tanta generosidad se lleva adelante en los países americanos.

Invocando sobre todos la protección de la Virgen de Guadalupe, la primera evangelizadora de América, que, con su mirada materna, en la antigua capilla del Pontificio Colegio Pío Latinoamericano guió y acompañó los pasos del Concilio, os imparto de corazón la bendición apostólica.

 



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