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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE ITALIA, CARLO AZEGLIO CIAMPI*


Martes 19 de octubre de 1999

 

Señor presidente:

1. Es siempre una gran alegría para el Sucesor de Pedro encontrarse con el jefe del Estado italiano, recordando la inconfundible contribución que este país ha dado a toda la cristiandad y, al mismo tiempo, reconociendo el signo impreso por la fe cristiana, durante estos dos milenios, en la formación y el florecimiento de la identidad nacional italiana.

Por eso, con gran cordialidad, le doy mi bienvenida, señor presidente, agradeciéndole la visita con que me honra. Extiendo mi sentimiento de gratitud también a los ilustres miembros de la delegación que lo acompaña. En usted saludo a todo el pueblo italiano, al que aprecio y amo por las numerosas muestras de afecto que siempre me ha dado. Es un pueblo que ha estado siempre muy cercano, no sólo geográficamente, a la Sede de Pedro, desde que el Pescador de Galilea desembarcó en las costas de la península. Este encuentro confirma la armonía que existe en las relaciones entre el Estado y la Iglesia, gracias a una comprensión estable que ha favorecido el compromiso concorde al servicio del bien de la comunidad italiana, tan rica en cultura, arte e historia, según el espíritu de la civilización enraizada en el cristianismo que la ha hecho famosa y la ha honrado en todo el mundo.

2. Italia está bien insertada entre las naciones hermanas de Europa y me complace recordar que su visita, señor presidente, tiene lugar mientras está reunido en el Vaticano un Sínodo, en el que los representantes de los Episcopados europeos afrontan los problemas antiguos y nuevos de la vida de la Iglesia en el continente. Y a pesar de que se han superado algunos dramas de un pasado no lejano, dramas de los que nosotros mismos hemos sido testigos, la convivencia presenta aún desafíos y citas decisivas para las personas y para toda la organización social.

Europa, que ha alcanzado metas inesperadas de bienestar, tiene hoy la tarea de examinarse para adecuar sus estructuras a la consecución de fines superiores, quizá hasta ahora inimaginables. El progreso no puede ser sólo económico. La abundancia de bienes materiales e incluso la perspectiva discutible del «desarrollo ilimitado» exigen que la dimensión económica de la convivencia europea se enriquezca, más aún, que se vea coronada por una «centralidad del alma». Las razones del espíritu no se pueden suprimir: de su aceptación depende la formación de una convivencia humana en la que se tutele y promueva de forma adecuada la dignidad personal de cada uno de sus componentes. En este marco, es esencial que las autoridades públicas reconozcan los valores humanos de fondo en los que se apoyan las bases mismas de la sociedad. Estado pluralista no significa Estado agnóstico.

3. La naturaleza universal del Pontificado romano atribuye al Sucesor de Pedro una responsabilidad específica con respecto a todos los pueblos. Su vocación consiste en ser servidor de la paz, según las palabras de Isaías acerca del futuro Mesías, al que el profeta llamaba «príncipe de la paz», anunciando incluso una «paz que no tendrá fin», porque se fundará en «la equidad y la justicia» (Is 9, 5-6). El fin de los conflictos de los tiempos pasados, en los que por desgracia se han visto envueltas las grandes naciones europeas, no nos exime de velar para que no se vuelvan a repetir los flagelos que han afectado a las generaciones anteriores, aunque en áreas remotas y con modalidades nuevas.

El Sucesor de Pedro espera mucho de Italia, y con razón, teniendo en cuenta que desde hace muchos decenios ella ha inscrito en las tablas fundamentales de su convivencia la Constitución de la República― la renuncia a la guerra «como instrumento de ofensa a la libertad de los demás pueblos y como medio de resolución de las controversias internacionales» (art. 11). Por este motivo, en los Balcanes, en el Mediterráneo, en el tercer mundo, dondequiera que surjan focos de ese incendio antihumano que es precisamente la guerra, Italia, coherente con sus raíces cristianas y las opciones culturales que la distinguen, está tratando de dar su contribución decidida y cualificada de amistad y solidaridad humana.

4. En Italia, gracias a Dios, reina la paz: es importante que esta situación se mantenga, porque sólo en el marco de la paz pueden afrontarse y resolverse convenientemente los complejos problemas que la nación tiene planteados. Es preciso tutelar la vida desde la concepción, y proteger, con amor y dignidad, su evolución natural. Nace y crece en la familia, célula fundamental en la que se apoya la nación, y merece ser ayudada cada vez mejor, con oportunas intervenciones, para que cumpla su función social esencial.

Después está la escuela, que debe ser libre y abierta al crecimiento moral e intelectual de las generaciones jóvenes. ¡Cómo no reconocer la conveniencia de hacer que florezcan múltiples experiencias de itinerarios educativos, en los que la familia, fundada en el matrimonio, y los grupos sociales puedan experimentar concretamente sus convicciones!

Y, por último, está el trabajo, que hoy más que nunca se remite al mandato bíblico que compromete al hombre en la transformación del mundo. Los poderes públicos, del mismo modo que hacen con la vida, la familia y la escuela, tienen el deber de ayudar con todos los medios posibles a la persona a expresar sus potencialidades creativas: sería una culpa grave permanecer indiferentes e inducir a las generaciones jóvenes a un ocio corruptor, que desfigura la dignidad que hoy todos reconocen a la persona y al ciudadano.

5. La Iglesia, en todos sus componentes, está dispuesta a colaborar con los poderes públicos, más aún, con la sociedad nacional, de la que es parte significativa y que la caracteriza. De buen grado pone sus energías a disposición también de este país, que por muchos aspectos le es tan cercano y tan querido. Lo hace en el respeto de su misión específica, que consiste en el anuncio del Evangelio a todos los hombres. En efecto, sólo así el ser humano puede desarrollarse en el tiempo de una forma que responda plenamente al designio de su Creador y Redentor.

La Iglesia busca el verdadero bien del país, al que contribuye con su fidelidad a Cristo y su creatividad en los sectores de la educación, la cultura, la asistencia y tantas otras formas de testimonio propias de ella, sin renunciar jamás a su idea del hombre y del significado de las relaciones sociales.

6. Con estos sentimientos y estas esperanzas, dirigimos nuestra mirada a la apertura, ya inminente, del jubileo del bimilenario de la encarnación del Hijo de Dios. En esa ocasión, millones y millones de personas confluirán hacia Roma. Serán acogidas con la tradicional hospitalidad del pueblo italiano, pero también se trata de una ulterior responsabilidad que compete a dos realidades, el Estado y la Iglesia, que hoy se han encontrado visiblemente en esta visita, y cuyas relaciones se caracterizan por una significativa colaboración.

Al mismo tiempo que agradezco todo lo que las autoridades italianas están haciendo por el éxito del Año jubilar, expreso mi deseo de que este compromiso prosiga con la misma eficacia en los próximos meses, para asegurar a los peregrinos del mundo entero la acogida solícita y atenta que esperan.

7. Quiero concluir mis palabras con el deseo cordial de que la nación italiana, también gracias a su acción, señor presidente, avance por el camino del auténtico progreso, recibiendo de sus ricas tradiciones de civilización renovados impulsos para la promoción de los valores humanos y cristianos que le han granjeado estima y prestigio en el concierto de los pueblos. Con estos sentimientos, le formulo fervientes votos por el feliz cumplimiento del alto cargo que acaba de iniciar, a la vez que con gran aprecio invoco sobre su persona, su amable esposa, las autoridades aquí presentes y todo el pueblo italiano, la constante protección de Dios todopoderoso.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 44, p. 20 (p.612).

 



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