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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA PEREGRINACIÓN JUBILAR DEL PATRIARCADO ARMENIO CATÓLICO

Jueves 14 de septiembre de 2000

 

1. "Alégrate, Iglesia santa, pues Cristo, el rey de los cielos, te ha coronado hoy con su cruz y ha adornado tus paredes con el esplendor de su gloria".

Vuestra liturgia canta estas palabras en numerosas circunstancias, queridos hermanos y hermanas del pueblo armenio, que habéis venido aquí para celebrar vuestro jubileo. El Obispo de Roma os saluda cordialmente a todos y os abraza paternalmente.

Intercambio un santo beso de fraternidad con Su Beatitud Nerses Bedros XIX, patriarca de Cilicia de los armenios católicos, y con los obispos que lo acompañan. En esta feliz ocasión, os expreso mis mejores votos por el desarrollo del Sínodo que comenzará dentro de algunos días en esta ciudad de Roma. Saludo a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los laicos que han venido para este encuentro y para la celebración de hoy.

"Cristo te ha coronado hoy con su cruz". La cruz de los condenados, deshonra suprema, suplicio innoble, se ha convertido en corona de gloria. Exaltamos y veneramos lo que fue para todos el signo execrable del abandono y de la vergüenza. ¿Cómo es posible esta paradoja? El himno que cantaréis en el Oficio de esta tarde nos lo explica:  "En esta santa cruz, oh Dios, fuiste clavado, y en ella derramaste tu sangre preciosa". Nuestra salvación brota de la humillación total de Cristo. "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32).

Del dolor indescriptible del Amor nace la fuerza que triunfa sobre la muerte, y el Espíritu, derramado por el Crucificado sobre el mundo, restituye al árbol seco de la humanidad el rico follaje del paraíso terrenal.

La humanidad se asombra ante este misterio; no le queda más que arrodillarse y adorar el designio divino de nuestra liberación.

2. Hermanos y hermanas, hace algunos meses comenzaron las celebraciones del XVII centenario del bautismo del pueblo armenio. Con ese gesto, realizado por vuestros padres, las aguas santas de la Redención suscitaron nuevos brotes de vida y de prosperidad entre las espinas y los cardos que la tierra había producido como consecuencia del pecado de los primeros padres. Este jubileo de la Iglesia universal abre vuestro jubileo, en una admirable continuidad de espíritu y de contenido teológico: el agua de vuestro bautismo brotó de la cruz, del costado abierto del Señor crucificado.

Quiera Dios que este aniversario sea la ocasión de una intensa renovación, de una esperanza recobrada y de una profunda comunión entre todos los que creen en Cristo.

El pueblo armenio conoce bien la cruz: la lleva grabada en su corazón. Es el símbolo de su identidad, de las tragedias de su historia y de la gloria de su renacimiento después de cada acontecimiento adverso. En todas las épocas, la sangre de vuestros mártires se ha unido a la del Crucificado. Generaciones enteras de armenios no han dudado en entregar su vida con tal de no renegar de su fe que, como afirma uno de vuestros historiadores, os pertenece como el color a la piel.

Las cruces sembradas por doquier en vuestra tierra son de piedra desnuda, como desnudo es el dolor del hombre; y, al mismo tiempo, tienen grabadas volutas elegantes para mostrar que todo el universo está santificado por la cruz y que el dolor ha sido redimido. Esta tarde bendeciréis con la cruz los cuatro puntos cardinales, para recordar que este pobre instrumento de suplicio se ha convertido en juicio para el mundo, en un símbolo cósmico de la bendición de Dios, que lo santifica y fecunda todo.

3. Que esta bendición llegue a vuestras regiones y les lleve serenidad y confianza. Pido ante todo al Señor crucificado por vuestras comunidades de Armenia: allí nuevas y graves formas de pobreza afectan a vuestros hermanos y hermanas, impulsándolos a nuevos éxodos en busca de medios de subsistencia y de garantías para sus familias. Vuestro pueblo pide pan y justicia; pide que la política sea lo que debe ser por su vocación profunda:  servicio honrado y desinteresado al bien común, lucha para que el más pobre y el más abandonado, revestido a pesar de todo de la dignidad inefable de hijo de Dios, pueda vivir una existencia digna y humana. No abandonéis a vuestros hermanos que sufren:  hoy, más que nunca, los armenios que viven en todo el mundo, y que mediante su duro trabajo han conquistado una seguridad económica y social, deben preocuparse por sus compatriotas, realizando un esfuerzo común por resurgir.

El Papa quiere llevar hoy con vosotros la cruz de quienes sufren. Os recuerda que, en medio de las privaciones y los sufrimientos diarios, vuestra mirada debe dirigirse hacia la cruz, de la que sigue viniendo la salvación. El Evangelio no es sólo un consuelo; es también un estímulo a vivir hasta las últimas consecuencias los valores que dignifican la vida civil, eliminando de raíz, de lo más profundo del corazón humano, la tentación de la violencia y de la injusticia, de la explotación de los humildes y los pobres por parte de los potentes y los ricos. La sociedad sólo será justa si pone a Cristo Señor en el centro de la vida y si el bien de todos prevalece sobre el egoísmo de unos pocos.

Mi recuerdo y mi saludo van no sólo a los católicos, sino también a los hijos de la Iglesia armenia apostólica:  pueden estar seguros de que el Papa de Roma sigue con solicitud sus esfuerzos por ser "sal de la tierra y luz del mundo", para que el mundo crea y encuentre la fuerza de esperar y luchar. La Iglesia católica quiere sostener ese esfuerzo, como si fuera suyo, con el amor que nos une a todos en Cristo.

4. Queridos amigos, sobre todos vosotros, aquí presentes, sobre todos vuestros seres queridos y sobre todo el pueblo armenio invoco los beneficios del Señor, en particular para los enfermos, los ancianos y todos los que sufren en el cuerpo y en el alma.

Hoy os acompañaré espiritualmente en vuestra peregrinación de fe, que es una dimensión fundamental del jubileo. La peregrinación nos recuerda que nuestro ser está en camino hacia la plenitud del Reino, que se nos concederá cuando, con admiración y gratitud, contemplemos al Señor de los siglos que viene en su gloria, llevando siempre en su cuerpo los signos de su pasión: "per crucem ad gloriam".

No os olvidéis de orar también por mí, para que el Señor guíe mis pasos por el camino de la paz.

A todos os imparto de corazón mi bendición.

 



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