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JUAN PABLO II

ANGELUS

Varsovia, 13 de junio de 1999

 

«Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1, 46).

Juntamente con María, Madre de Jesús, alabamos a Dios y nuestro espíritu se alegra en él, «porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 48) y la ha elegido para colaborar en la obra de nuestra salvación. Gracias a ella, Dios Padre ha hecho obras grandes en el Espíritu Santo, mediante su Hijo Jesucristo. En cierto sentido, su magnánimo «sí» abrió un nuevo camino en la historia, por el que, desde hace dos mil años, Dios encarnado avanza fielmente junto al hombre. María, Madre de Cristo y de la Iglesia, indica incesantemente esta presencia de Cristo, ayuda a seguirla aceptando siempre, a meditarla en el corazón y a alegrarse de ella.

Juntamente con María, damos gracias a Dios por los testigos de su presencia en nuestra generación. Lo alabamos, convencidos de que de él procede la fuerza que permite a hombres débiles perseverar en el amor, a pesar de pruebas y experiencias duras. Que el ejemplo de los mártires, elevados hoy al honor de los altares, fortalezca nuestra vida religiosa, nuestra esperanza y nuestra confianza; que se convierta en apoyo para quienes sufren la tentación de la duda y del desaliento en medio de las dificultades de la vida diaria. No dejemos nunca de acudir a Cristo, Hijo de María, para obtener la fuerza que colma el corazón humano de la valentía de la fe, la confianza en la divina Providencia y el amor más fuerte que la muerte.

Alabamos a Dios también por la fe, la esperanza y la caridad de Regina Protmann y Edmundo Bojanowski, confesores elevados hoy a la gloria de los altares. Su entrega total al servicio de Cristo, de la Iglesia y de los hombres, especialmente de los necesitados de ayuda material y espiritual, se ha convertido en el camino del testimonio del amor del Padre, que está en los cielos. Para ellos se transformó en el camino de la santidad. Que su testimonio reavive en los actuales discípulos de Cristo la sensibilidad ante las necesidades ajenas; que los impulse a un servicio desinteresado, con el espíritu del amor a Dios y al prójimo. Que sea la señalización del camino para todos los que buscan la santidad.

Madre del Verbo encarnado, Virgen de las gracias, protege a Varsovia, a sus habitantes y a toda nuestra patria. Conserva la presencia de tu Hijo en el corazón de todos los bautizados, para que recuerden siempre su dignidad de hombres redimidos por la sangre de Cristo, llamados a depositar su confianza en Dios y a servir con amor al hombre. Alcanza para tu pueblo la perseverancia que necesita para poder cumplir la voluntad del Padre celestial y conseguir la salvación prometida. Que se desarrolle constantemente, bajo tu protección, la semilla de la santidad, sembrada tan generosamente en Polonia, vivificada por la gracia del Espíritu Santo, y produzca abundantes frutos en las generaciones venideras.

 



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