MENSAJE DE NAVIDAD DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A TODOS LOS FIELES Y A TODOS LOS PUEBLOS
DURANTE LA AUDIENCIA AL SAGRADO COLEGIO Y A LA CURIA
CON MOTIVO DE LAS FELICITACIONES*
Miércoles 23 de diciembre de 1959
Venerables Hermanos y amados hijos:
Henos ya en Navidad. La segunda Navidad de Nuestro Pontificado. Mirándola desde lejos, espiritualmente unidos con María y José en el camino hacia Belén desde hace muchos días gustamos por anticipado la dulzura del cantar angélica, que nos espera, anuncio de paz celestial ofrecida a todos los hombres de buena voluntad. Y así, día tras día, pensamos que la vía de Belén indica verdaderamente la ruta para un buen camino hacia aquella paz, que está en los labios, anhelos y corazones de lodos.
El llamamiento de la Liturgia en los acentos del Papa León Magno, nos advertía ya, con festiva invitación: «Regocijaos en el Señor, carísimos, alegraos con júbilo espiritual, porque se renueva el día de la Redención, el día de la vieja esperanza al anuncio de la eterna felicidad» (Serm. XX in Nativitate Domini, PL 54, 193). Junto, y casi haciendo coro con esa voz solemne y conmovedora, que nos llega desde el siglo V, oímos como elevarse juntas todas las voces suplicantes de los Sumos Pontífices, que gobernaron la Iglesia antes y después de las dos guerras, que han desgarrado a la humanidad en este siglo nuestro; las voces más cercanas a nosotros de los diecinueve Mensajes de Navidad de Nuestro Padre Santo Pío XII, de siempre tan amada y feliz memoria.
Continua invitación, pues, a apresurar nuestros pasos por los caminos de Belén que son, para nosotros, la senda de la paz.
En el mundo de hoy, ¡cuántas vías de paz se proponen e imponen! ¡Cuántas se sugieren también a Nos, que, como María y José, gozamos de la seguridad de conocer nuestro camino y no tememos que Nos podamos equivocar!
Desde el fin de la segunda guerra, en efecto, hasta nuestros días, ¡qué variedad de expresiones y cuántos abusos de esta santa palabra! Pax, pax: paz, paz (Jer 6, 13).
Rendimos nuestro homenaje de respeto a la buena voluntad de tantos buscadores y anunciadores de paz en el mundo: estadistas, expertos diplomáticos, buenos escritores.
Pero los esfuerzos humanos en materia de pacificación universal están muy lejos todavía de los puntos de acuerdo entre el cielo y la tierra.
Es que la paz verdadera, no puede venir sino de Dios; no tiene sino un solo nombre: pax Christi; tiene su solo rostro: el que Cristo le imprimió, quien —como para prevenir las humanas falsificaciones— subrayó: «Yo os dejo la paz; os doy mi paz» (Jn 14, 27).
LA PAZ CRISTIANA
Tres aspectos de la paz verdadera:
Paz de corazón. —La paz, ante todo, es un hecho interior, espiritual y tiene como condición fundamental, la dependencia amorosa y filial de la voluntad de Dios: «¡Señor, nos hiciste para Ti y nuestro corazón no está en paz hasta que descanse en Ti» (S. Agustín, Confess. I, 1 1, 1, PL 32, 61).
Todo lo que debilita rompe o destroza esta conformidad y unión de voluntades, se opone a la paz: antes que nada y sobre todo la culpa, el pecado. «¿Quién le resiste (a Dios) y ha tenido paz?» (Job 9, 4). La paz es la herencia feliz de quienes observan la ley divina: «Pax multa diligentibus legem tuam» (Sal 118, 165).
A su vez, la buena voluntad no es otra cosa que el sincero propósito de respetar la ley eterna de Dios, de acatar sus mandamientos, de secundar sus designios: de permanecer, en una palabra, en la verdad. Esta es la gloria que Dios espera del hombre: «Pax hominibus bonae voluntatis».
Paz social.—Esta se basa sólidamente en el mutuo y reciproco respeto a la dignidad personal de hombre. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, y su redención no se extiende sólo a la colectividad, sino también a cada uno en particular: Ipse dilexit me, et tradidit semetipsum pro me: me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20), dice San Pablo a los Gálatas. Y si Dios ha amado al hombre hasta tal punto, es que el hombre le pertenece y que debe ser respetada absolutamente la persona humana. Esta es la enseñanza de la Iglesia, que en la solución de los problemas sociales, ha tenido siempre fijos los ojos en la persona humana, enseñando que las cosas y las instituciones —los bienes materiales, la economía, el Estado— son ante todo para el hombre y no el hombre para ellas.
Los disturbios que sacuden la paz interna de las naciones tienen, en primer lugar, su origen precisamente en esto: que al hombre se le ha tratado, casi exclusivamente como instrumento, como mercancía, como miserable rueda de engranaje de una gran máquina, simple unidad productiva. Sólo cuando se toma la dignidad personal del hombre como criterio de valoración del hombre mismo y de su actividad, se dispondrá del medio de aplacar las discordias sociales y las divergencias, con frecuencia profundas, entre patronos, por ejemplo, y obreros; y sobre todo, de asegurar a la familia aquellas condiciones de vida, de trabajo y de asistencia aptas para el mejor desarrollo de sus funciones, como célula de la sociedad y primera comunidad constituida por Dios mismo para el desarrollo de la persona humana.
No: la paz no podrá tener sólidos cimientos, si en los corazones no se alimenta aquel sentimiento de fraternidad, que debe existir entre cuantos tienen un origen común y están llamados a los mismos destinos. La conciencia de pertenecer a una única familia extingue en los corazones la avidez, la codicia, la soberbia, el instinto de dominar a los demás, que son la raíz de las disensiones y de las guerras; ella nos estrecha a todos en un vínculo de superior y generosa solidaridad.
Paz internacional.—La base de la paz internacional es, ante todo, la verdad. Puesto que, también en las relaciones internacionales vale el principio cristiano: Veritas liberabit vos: La verdad os hará libres (Jn 8, 32). Es necesario, por tanto, superar ciertas concepciones erróneas: los mitos de la fuerza, del nacionalismo, u otras cosas que han intoxicado la vida social de los pueblos, e implantar la convivencia pacífica sobre la base de los principios morales, de acuerdo con la enseñanza de la recta razón y de la doctrina cristiana.
Juntamente, e iluminada por la verdad, debe marchar la justicia. ella elimina las razones de discordia y de guerra, soluciona los conflictos, determina las atribuciones, precisa los deberes, responde a los derechos de cada parte.
La justicia, a su vez, debe estar integrada y sostenida por la caridad cristiana. Es decir, el amor al prójimo y a la propia nación, no ha de replegarse sobre sí, como un egoísmo cerrado y sospechoso del bien ajeno, sino que debe ensancharse y extenderse para abrazar a todos los pueblos con un impulso espontáneo hacia la solidaridad, y con ellos estrechar relaciones vitales. Se podrá así hablar de convivencia y no de simple coexistencia, la cual, precisamente por estar privada de ese espíritu de solidaridad, levanta barreras tras las cuales anidan la reciproca sospecha, el temor y el terror.
LOS EXTRAVÍOS DEL HOMBRE EN LA BÚSQUEDA DE LA PAZ
La paz es un don incomparable de Dios. Pero es también suprema aspiración del hombre. Ella, sin embargo, es indivisible. Ninguno de los trazos que forman su rostro inconfundible puede ser ignorado o excluido.
Como los hombres de nuestra época tampoco han actuado plenamente las exigencias de la paz, ha resultado de aquí que los caminos de Dios para la paz no se encuentran con los del hombre. De aquí la anormal situación internacional de esta posguerra, que ha creado como dos bloques, con todos sus inconvenientes. No es un estado de guerra; pero tampoco es la paz, la paz verdadera, aquella hacia la que aspiran ardientemente las naciones.
Siempre por el motivo de que la verdadera paz es indivisible en sus varios aspectos, ella no logrará establecerse en el plano social e internacional, mientras no sea también ella, y antes que nada, una realidad interior. Es decir, se necesita, primero de todo —es menester repetirlo— que haya hombres de buena voluntad: precisamente aquellos a quienes los ángeles de Belén anunciaron la paz de Cristo: Pax hominibus bonae voluntatis (Lc 2, 14). Efectivamente, sólo ellos pueden realizar las condiciones contenidas en la definición que Santo Tomás da de la paz: la ordenada concordia de los ciudadanos (Contra gent. III, c. 146): es decir, orden y concordia. Pero, ¿cómo podrá germinar esta doble flor del orden y de la concordia, si las personas que tienen las responsabilidades públicas antes de sopesar las utilidades y los riesgos de sus determinaciones, no se reconocen personalmente sujetas a las eternas leyes morales?
Será muchas veces necesario eliminar los obstáculos, que ha interpuesto la malicia humana. Obstáculos cuya presencia es patente en la propaganda de la inmoralidad, en la injusticia social, en el paro forzado, en la miseria que contrasta con el privilegio los que pueden darse al derroche, en el tremendo desequilibrio entre el progreso técnico y el progreso moral de los pueblos, en la desenfrenada carrera de armamentos, sin que aún se vislumbre la seria posibilidad de llegar a la solución del problema del desarme
LA OBRA DE LA IGLESIA
Los últimos acontecimientos han creado una atmósfera de la llamada distensión, que ha renovado la esperanza en los ánimos de muchos, después de haber vivido tanto tiempo en un estado de paz ficticia, en una situación de lo más inestable, que más de una vez ha amenazado romperse.
Todo esto hacer ver cómo ha penetrado en el ánimo de todos el anhelo por la paz.
Para que este común deseo se cumpla sin demora, la Iglesia dirige sus plegarias a Aquel que rige los destinos de los pueblos y puede inclinar hacia el bien los corazones de los gobernantes. La Iglesia, sin ser hija del mundo, pero viviendo y obrando en el mundo, así como ya desde la aurora del Cristianismo —según escribía San Pablo a Timoteo—«hacía oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres: par los emperadores y por todos los constituidos en dignidad, a fin de que gocemos de vida tranquila y quieta con toda piedad y honestidad» (1 Tim 2, 1-2) ; así también ahora acompaña con sus plegarias todo cuanto en las relaciones internacionales favorece la serenidad de las reuniones, el arreglo purifico de las controversias, el acercamiento de los pueblos y la mutua colaboración.
Además de las oraciones, la Iglesia pone a disposición su solicitud materna, recuerda los incomparables tesoros de su doctrina, insta a sus hijos para que presten su activa colaboración en favor de la pez, repitiendo la célebre advertencia de San Agustín: «es mayor gloria dar muerte a la guerra con la palabra, que matar a los hombres con el hierro: y es auténtica gloria ganar la paz con la paz» (S. Agust. Epist. CCXXIX, 2; PL 1019).
Es función y oficio propio de la Iglesia el trabajar por lo paz, y ella tiene conciencia de no haber omitido nada de cuanto le era posible llevar a cabo por asegurársela a los pueblos y a los individuos. La Iglesia mira con simpatía toda seria iniciativa que puede contribuir a liberar la humanidad de nuevos lutos, nuevas matanzas, nuevas incalculables destrucciones.
Por desgracia, aún no se han eliminado las causas que han perturbado, y perturban, el orden internacional. Por eso es necesario cegar las mismas fuentes del mal. De lo contrario seguirán siempre amenazando los peligros contra la paz.
Las causas del malestar internacional claramente quedaron denunciadas por nuestro predecesor Pío XII, de inmortal memoria, especialmente en los Mensajes de Navidad de 1942 y 1943. Bien está repetirlas. Estas causas son: la violación de los derechos y de la dignidad de la persona humana y la lesión de los de la familia y del trabajo; la subversión del orden jurídico y del sano concepto del Estado, según el espíritu cristiano, el menoscabo de la libertad, de la integridad y de la seguridad de las demás Naciones, sea cual fuere su extensión; la opresión sistemática de las peculiaridades culturales y lingüísticas de las minorías nacionales; los cálculos egoístas de quien tiende a acaparar para sí las fuentes económicas y las materias de uso común, con perjuicio de los demás: y, en particular, la persecución de la religión y de la Iglesia.
Debe notarse todavía que la pacificación que la Iglesia desea no se la puede confundir, en modo alguno, con es ceder o aflojar en su firmeza frente a ideologías y sistemas de vida que están en oposición manifiesta e irreducible con la doctrina social católica; ni tampoco significa indiferencia ante los gemidos que todavía signen llegando hasta Nos desde regiones desgraciadas, donde son desconocidos los derechos del hombre y se adopta la mentira por sistema. Ni mucho menos se puede olvidar el doloroso calvario de la Iglesia del Silencio, donde los confesores de la fe, émulos de los primeros mártires cristianos se hallan sometidos a sufrimientos y torturas sin fin por la causa de Cristo. Estas constataciones ponen en guardia contra un optimismo excesivo; pero al mismo tiempo hacen más ferviente nuestra oración por la vuelta verdaderamente universal al respeto de la dignidad humana y cristiana.
¡Oh! vuelvan, vuelvan todos los hombres de buena voluntad a Cristo, oigan la voz de su enseñanza divina que es la de su Vicario en la tierra, la de los legítimos Pastores, los Obispos. Encontrarán la verdad, que libra del error, de la mentira, de la ficción; acelerarán la consecución de la paz de Belén, la anunciada por los ángeles a los hombres de buena voluntad.
EXHORTACIONES Y PATERNOS VOTOS
Prometiéndonoslo así, rogando así, henos todos ante el portal del Salvador, recién nacido, como María y José, como los humildes pastores de las colinas que rodeaban a Belén, como los Magos del Oriente.
¡Oh Jesús, qué tierno este presentarse de nuestras almas ante la sencillez del pesebre; qué suave y piadosa emoción de nuestros corazones, qué vivo deseo de cooperar todos juntos a la gran labor de la paz universal, ante Ti, divino autor y príncipe de la paz!
En Belén todos deben hallar su puesto. En primera fila los católicos. La Iglesia, hoy especialmente, quiere verlos empeñados en un esfuerzo de asimilación de su mensaje de paz, que es llamamiento a una orientación integral hacia los dictámenes de la ley divina, que pide la adhesión resuelta de todos, hasta el sacrificio. Con el estudio se debe unir la acción. De ningún modo los católicos pueden reducirse a la simple posición de observadores, sino que deben sentirse como investidos de un mandato de lo alto.
El esfuerzo es, sin duda, largo y fatigoso.
Pero el misterio navideño da a todos la certeza de que nada se pierde de la buena voluntad de los hombres, de cuanto ellos hacen con buena voluntad, quizá sin ser del todo conscientes de ello, por el advenimiento del reino de Dios sobre la tierra y para que la ciudad del hombre se modele sobre el ejemplo de la Ciudad celestial. ¡Oh, la ciudad —"la civitas Dei"— que San Agustín saludaba, radiante de la verdad que salva, de la caridad que vivifica, de la eternidad que asegura! (Cfr. Epist. CXXXVIII, 3; PL, 33, 533).
Venerables Hermanos y amados hijos esparcidos por todo el mundo:
Las últimas expresiones de este segundo Mensaje navideño nos recuerdan el primero enviado a todo el mundo precisamente el 23 de diciembre de 1958. Hace un año, el nuevo sucesor de San Pedro, vibrando todavía de emoción por la alta misión a él confiada de pastor de la Iglesia universal, con la timidez del nombre de Juan, que había tomado para indicar su buena voluntad, anhelante y resuelta hacia un programa de preparación de los caminos del Señor, en seguida pensaba en los valles por llenar, en los montes por aplanar y se adentraba en su camino. Todos los días luego tuvo que reconocer, con gran humildad de espíritu, que en verdad la mano del Altísimo estaba con él.
El espectáculo de las multitudes religiosas y piadosas, que acudieron de todas partes del mundo, aquí a Roma o a Castelgandolfo, para saludarlo, escucharlo, pedirle la bendición, fue continuo y conmovedor y muchas veces sorprendente y maravilloso,
Se nos ofrecieron también dones que conservamos con sentimiento de viva gratitud. Entre los más gratos y significativos, una antigua pintura veneciana representando una Sacra Conversación: María y José con Jesús y un gracioso San Juanito, que ofrece a Jesús una dulce fruta, acogida por El con leve sonrisa, que difunde sobre todo el conjunto una celestial suavidad. El cuadro está ahora en lugar preferente y se ha hecho familiar a nuestra oración cotidiana, en nuestro más intimo oratorio.
Permitidnos, amados hermanos e hijos, tomar de allí la más feliz inspiración para nuestras felicitaciones de Navidad, que Nos place enviar a toda la Santa Iglesia y al mundo entero, con serena y confiada mirada.
La preocupación de la paz de Belén ocupa el primer lugar en nuestras solicitudes: pero aquella Sacra Conversación se ensancha ante nuestros ojos, hasta acoger en torno a sí todos los que, con Nos y con vosotros, en el espíritu del ministerio universal, que ha sido confiado a Nuestra humilde persona, amamos especialmente in visceribus Christi. Queremos decir, a cuantos sufren las ansiedades y miserias de la vida y para quienes la Navidad es coma un dulce rayo de esperanza y consuelo; los enfermos y débiles, objeto de especial y vigilante cuidado y de singularísimo afecto; los que padecen en su espíritu y corazón por la incerteza del porvenir, por la estrechez económica, por las humillaciones que les han sido impuestas por faltas cometidas o tal vez presuntas; los niños, predilectos de Jesús y que por su misma fragilidad y blandura piden más sagrado respeto y reclaman más delicadas atenciones; los ancianos asaltados a menudo por la tentación de instantes de melancolía y de creerse inútiles.
Ante semejante visión, la Iglesia confía sus intenciones —por las que ora y anhela— y solicitudes apostólicas, por todos estos, que son sus predilectos, y no solamente por ellos, sino también por todos los humildes, por los pobres, por los trabajadores, por los patronos y por los que tienen en sus manos el poder público y civil.
Y, ¿cómo dejaríamos de recordar, en esta antevíspera navideña a nuestros venerables obispos, lo mismo de rito Latino que de rito Oriental, de cuyo fervor de santificación personal y entrega a las almas podemos saborear, en nuestras frecuentes entrevistas, toda la fraternal suavidad? ¿Y los ejércitos, generosos y audaces, de los misioneros, de las misioneras, de los catequistas; y el escuadrón compacto y noble del clero secular y regular y de las religiosas pertenecientes a venerables y beneméritas Instituciones; y el laicado católico, encendido todo en fervor por las obras de piedad cristiana, de múltiple asistencia, de caridad y de educación? Ni queremos tampoco olvidar a todos aquellos hermanos separados, por los cuales sube incesantemente al cielo nuestra oración, para que se cumpla la promesa de Cristo: unus Pastor et unum ovile.
El oficio del Papa es parare Domino plebem perfectam (Lc. 1, 17), exactamente como el oficio del Bautista, su homónimo y patrono. Pues bien, no se podría imaginar perfección más alta y más amable que la perfección de la paz cristiana, que es paz de los corazones, paz en el orden social, en la vida, en la prosperidad, en el mutuo respeto, en lar fraternidad de todas las naciones.
Venerables Hermanos, amados hijos: en nombre de esta pax Christi, la grande y luminosa paz de Navidad, Nos es dulce, una vez más, desear todo bien e impartir nuestra bendición apostólica.
* AAS 52 (1960) 27-35.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana