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PABLO VI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 4 de septiembre de 1963

 

Carísimos hijos e hijas:

En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo os recibimos, os saludamos y os bendecimos; y somos felices en este momento que pone ante nuestro espíritu, como en un espejo, un doble cuadro, uno y otro dignos de larga meditación. El primer cuadro lo vemos en vuestras almas se refleja en nuestra conciencia, temerosa y exaltada a la vez, por ello. Es el pensamiento que vosotros tenéis sobre nuestra humilde persona y sobre nuestra altísimo oficio. Vosotros veis en Nos al primer servidor del Señor, al Vicario de Cristo, al Sucesor de San Pedro, al Sumo Pontífice, al Maestro y Pastor de la Iglesia católica. Temblamos, pero es así. Vosotros obedecéis a la solemne palabra de San Pablo: “Que todos nos consideren ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (1Cor 4, 1). Quiera el Señor que Nos seamos verdaderamente tales, especialmente en este momento para vosotros, colmándoos a todos de los favores divinos.

Y el segundo cuadro lo vemos en nuestro pensamiento y se refleja sobre vosotros: ¡Quiénes sois vosotros! Que sois como criaturas de Dios, dignas de admiración y de reverencia; como cristianos dignos de inmenso amor; como miembros de la Iglesia, dignos de todo nuestro afecto y de todo nuestro interés. Sois, en una palabra, el pueblo de Dios. Oiremos, con frecuencia, repetir esta gran palabra; el Concilio Ecuménico la repetirá, derivándola del famoso elogio que San Pedro hace de los cristianos: “Vosotros, estirpe selecta, sacerdocio real, pueblo santo, pueblo llevado a la salvación” (1P 2, 9). Vosotros sois para Nos como la imagen de toda la Iglesia; y Nos, miramos en vosotros su variedad, su grandeza, su belleza y su dignidad.

Esta es nuestra mirada que entrevé en vosotros la acción de la gracia divina, hecha augurio, recomendación y oración. Diremos con San León Magno: “Reconoce, cristiano, tu dignidad”. Tened conciencia del esplendor interior, al que os ha elevado la vida sobrenatural; y guardad, defended esta dignidad, hoy especialmente, en que tantas manifestaciones del mundo profano conspiran para rebajar y manchar tal dignidad.

Este deseo será la intención especial de la bendición apostólica que ahora os daremos.

* * *

 

(Saludo del Santo Padre a las participantes en el V Congreso de la unión femenina europea)

Sabemos que están presentes en esta audiencia las señoras que toman parte en el V Congreso de la Unión femenina europea, celebrada durante estos días en Roma.

Nos alegramos de esta visita porque conocemos la importancia de esta unión, sus altos ideales morales y civiles, su sincera inspiración cristiana, su método de trabajo serio y sistemático, y también conocemos los primeros resultados positivos de su obra.

Agradeciendo a estas señoras su deferente homenaje; queremos alentarlas a seguir su tarea, que no será ni fácil ni rápida, pero que es providencial para despertar la conciencia de la mujer para la gran causa de la unificación de Europa; unificación que se puede, con certeza, juzgar como una etapa necesaria del progreso moderno, una garantía de la paz, una condición para el mantenimiento del patrimonio de nuestra civilización y para su nueva ordenación. Apreciamos el esfuerzo que la Unión femenina europea va a realizar en esta noble meta, y deseamos que tal esfuerzo pueda ser sostenido por la más amplia adhesión de las mujeres conscientes de los deberes y de las exigencias de nuestro tiempo. Con este fin, les impartimos de corazón nuestra, bendición..

 



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