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ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI
EN LA CEREMONIA DE BEATIFICACIÓN DE LEONARDO MURIALDO


Domingo 3 de noviembre de 1963

 

Hemos tributado los honores del culto y hemos pedido el auxilio de su intercesión a un nuevo ciudadano del cielo, proclamando beato a un sacerdote piamontés, ejemplar, celoso y providencial, a Leonardo Murialdo, nacido en Turín en 1828, y en Turín muerto en 1900.

Es instintiva, legítima y obligada la pregunta que el solemne acontecimiento de la beatificación despierta en el ánimo de cuantos lo contemplan en el marco de la gloria en que hoy lo coloca la Iglesia: “¿Quién era?”

Pero antes de responder nos podríamos dirigir a nosotros mismos otra tácita pregunta en la que se manifiestan las características de la hagiografía moderna: “¿Qué es lo que queremos saber de un santo o de un beato?” Si nos dominara una curiosidad externa, o cierta ingenua devoción medieval, nos pondríamos a buscar en un hombre exaltado de forma tan extraordinaria, sus hechos extraordinarios, los favores extraordinarios con que a veces están dotados algunos privilegiados siervos de Dios, los fenómenos místicos y los milagros; pero hoy día estamos menos interesados en estas manifestaciones excepcionales de la vida cristiana; nos impresionamos, sí, cuando conseguimos datos seguros de ello, y nos impresionamos muchísimo, nosotros hijos de un siglo empeñado en el estudio y en la investigación de las grandiosas leyes naturales, cuando observamos directamente estas manifestaciones milagrosas o tenemos de ellas alguna experiencia. Pero hoy día estamos muy predispuestos a suponer inviolable el mecanismo de las leyes naturales hasta ser excesivamente prudentes y circunspectos ante fenómenos carismáticos y milagrosos con que a veces está revestida la santidad. Estos fenómenos despiertan casi más dudas que certeza cuando tales hechos no son verdaderamente probados y aprobados por la Iglesia. De todas formas, no parece que sea de este género la prueba que Leonardo Murialdo nos ofrece de su santidad.

Nuestras preguntas quedan atendidas con una respuesta fácil: “Quisiéramos saber la historia del hombre glorificado, su biografía”; y queriendo también advertir el lado característico de esta pregunta, interesante para la hagiografía moderna, digamos que nos gusta conocer la figura humana más que su figura mística o ascética; queremos descubrir en los santos lo que nos aúna con ellos más que lo que nos distingue; los queremos poner a nuestro nivel de gente profana, inmersa en la experiencia no siempre edificante de este mundo; los queremos ver hermanos de nuestra fatiga y, quizá también, de nuestras miserias para sentirnos sus confidentes y con ellos partícipes de la común y oprimente condición terrena. En este aspecto nuestra curiosidad encontrará en la vida de Leopardo Murialdo fácil e interesante respuesta: su historia es sencilla, no tiene misterios, ni aventuras extraordinarias; se desarrolla de una forma relativamente tranquila, en medio de lugares, personas y hechos conocidos. Los libros publicados ahora lo dicen, y parecen persuadirnos de que este nuevo beato no es un hombre lejano y difícil, no es un santo fuera de nuestro ambiente; es nuestro hermano, es nuestro sacerdote, es nuestro compañero de peregrinación. Pero si lo miramos bien de cerca despertará en nosotros la admiración que suscitan las almas grandes cuando advertimos su oculta profundidad interior, su inflexible constancia en muchas virtudes no fáciles, su delicadeza de juicio, de trato, de estilo, que nos harán decir lo que otros, durante su vida, dijeron al tratarlo, como si se tratase de un feliz descubrimiento: ¡es un santo! Y después de haberlo dicho, recuperados ya del estupor que esta definición engendra en nosotros, escuchémosle a él mismo, que casi en voz baja nos descubre el fundamento de esa definición y de nuestro estupor: “Hacer y callar”. Su divisa la podríamos encontrar en estas dos palabras: hacer y callar. Nos dicen lo positiva, constructiva y humilde que ha sido su vida. Nos recuerdan las últimas palabras de Antonio Rosmini: “Adorar, callar y gozar”. Por ello fue acertado el juicio que de él hizo un contemporáneo suyo: “Fue un hombre extraordinario en lo ordinario”.

Nuestra pregunta interesada en saber quién era queda precisada y respondida dirigiéndonos, de acuerdo con las aspiraciones más simples, simplicistas quizá, de la más moderna hagiografía, hacia una visión comprensiva y refleja del hombre en cuestión, contentándonos con una noción que resuma su vida, que puede ser diversa y muy rica; es decir, limitándose a dar una definición sintética que clasifique al elegido según determinados aspectos, suficientes para tener de él más que un conocimiento completo, sencillamente un concepto, una idea. Es lo que se hace en el panegírico, que concentra en uno o varios puntos focales su elogio, y es lo más oportuno para nosotros, obligados en estos momentos a resumir en breves términos la respuesta a la pregunta que todos se plantean: “El nuevo beato Leonardo Murialdo, ¿quién era?”

Era un sacerdote, podríamos decir, de la escuela de santidad de Turín del siglo pasado, que dio a la Iglesia un tipo de eclesiástico santo, fiel a la doctrina ortodoxa y a las normas canónicas, hombre de oración y de mortificación, perfectamente encajado en el esquema habitual de la vida prescrita a un sacerdote, el cual, precisamente por su generosa e íntima adhesión, sintió brotar en su alma energías nuevas y poderosas, y se dio cuenta que en su derredor había graves y urgentes necesidades que estaban pidiendo su intervención. No busquemos en él nuevas ideas, pero si encontraremos nuevas actividades. La acción lo califica. Estimulado desde las profundidades de su espíritu, invitado a ir más allá por nuevos caminos de caridad, este sacerdote ideal se dedica a los problemas prácticos de hacer el bien en su derredor; y así comienza, sin más previsiones que el abandono en la Providencia, la ardua aventura, la novedad, es decir, la fundación de un nuevo instituto, modelado según la idea de esa fidelidad inicial y según las indicaciones de las necesidades humanas que había experimentado, que el amor le ha hecho evidentes y acuciantes. Así actuó Cottolengo, Cafasso, ya declarados santos; así Lanteri, Allamano, que siguieron sus huellas, y así también Don Bosco, cuya inmensa y representativa figura todos conocemos. Y así también Murialdo.

Tanto es así que nadie, apenas conoce su diseño biográfico, se sustrae a una nueva pregunta: “¿Pero para qué una nueva fundación cuando es tan semejante a la salesiana y a otras muchas de igual estilo y de la misma época?” Y nuestra pregunta es más razonada cuando advertimos que la escuela turinesa no es la única en dar a luz tales instituciones: podríamos enumerar una gloriosa serie de magníficos sacerdotes que han ilustrado la Iglesia católica en el ochocientos que parecen hermanos entre sí y obedecen todos a un mismo patrón de perfección personal y de actividad apostólica, formando todos juntos una maravillosa constelación de santas figuras, rodeadas todas de nuevas y poderosas instituciones por ellos fundadas. Citamos, por ejemplo, de las instituciones que precedieron a Murialdo: los Oblatos de María Inmaculada, los Oblatos de la Virgen María, el Instituto Cavanis, los Rosminianos, los Pavonianos, los Estigmatinos, los Claretianos, los Betharramitas y otros muchos; de sus contemporáneos y sucesores: los Padres de Timón David, los Josefinos de Asti, los Oblatos de San Francisco de Sales, los hijos de Kolping de Chevalier, de don Guanella, de don Orión, de don Calabria y de otros muchos.

Podríamos observar el mismo fenómeno, y con una serie aún más copiosa de nombres benditos, en el campo femenino.

Este florecimiento de instituciones similares, aunque muy distintas unas de otras, nos hace pensar en un designio providencial: el Señor ha querido que su Iglesia expresara su perenne vitalidad de una forma y con un estilo que respondiera muy particularmente a las necesidades y a las tendencias de nuestro tiempo. Pues las necesidades de nuestro tiempo, en la asistencia, educación, formación de la juventud, de la juventud trabajadora en particular, son tan pronunciadas y tan extensas que nos convencen de que ninguna de esas instituciones es suficiente, y, por tanto, ninguna es superflua; más aún, nunca bastarán; y si hoy día hubiera más, todas tendrían razón de ser, tanto por la originalidad que las distingue unas de otras (la variedad es belleza, es índice de libertad y fecundidad) como porque estas mismas instituciones están tan solicitadas por el desarrollo de la escuela y de la formación profesional que no consiguen atender las múltiples llamadas, que en todas partes disputan su providencial presencia. Y nos atrevemos a creer que esta creciente demanda de educadores católicos para la juventud popular no disminuirá fácilmente, ni siquiera cuando la organización escolar se haya expandido como podemos esperar de los modernos programas de la sociedad civil, porque precisamente esta expansión hará destacar más aún la indeclinable necesidad a la que se dedica la cooperación de estas instituciones, ofrecida por el llamado “personal”, que tiene como programa el sacrificio diurno, silencioso, amoroso, total, el único eficaz, humano y grande, como la maternidad espiritual.

Murialdo lo nota en una carta suya desde Sicilia: “Universal... es el lamento por la dificultad de encontrar hombres de espíritu...” para la educación de la juventud trabajadora. “Falta únicamente —dice en otro escrito— quién proporcione espíritu y coraje”. Y fue la visión de esta necesidad social la que hizo al modesto, pero arduo y sabio fundador de la Pía Sociedad Turinesa de San José; él dio a esta necesidad social hombres de espíritu y de coraje.

El hecho hay que mirarlo en el horizonte histórico del ochocientos, que se prolonga también en nuestro siglo, pues una vez más nos hace ver la caridad social de la Iglesia, que ante el surgimiento de la industria humana, con la consiguiente aparición de una clase obrera y proletaria, no lanzó manifiestos clamorosos para promover una emancipación subversiva de los trabajadores postrados en la indigencia y en el sufrimiento, sino que con intuición vital ha ofrecido inmediatamente, sin esperar el ejemplo ni la indicación ajena, su amorosa, positiva, paciente, desinteresada asistencia a los hijos del pueblo; los ha rodeado de comprensión, de afecto, de instrucción, de amor; les ha abierto el camino para su elevación social, y ella ha enseñado el trabajo moderno, tan alardeado, pero con frecuencia tan artificiosamente invadido por inquietas pasiones, a realizarlo con amor y habilidad, con dignidad y conciencia de su valor no sólo para la vida temporal, sino también para la espiritual, unido al aliento del alma: la fe y la oración, irradiado y bendecido por el ejemplo de Cristo, y del que fue padre adoptivo de Cristo, su providencial custodio, el humilde y gran trabajador, San José.

Por ello la beatificación con que la Iglesia hoy honra y pone por ejemplo a este hombre, gentil y sencillo; a este sacerdote piadoso y ejemplar, a este fundador sabio y laborioso, adquiere un significado particular: no se reconocen y exaltan solamente las virtudes personales de Leonardo de Murialdo, sino que son reconocidas y canonizadas la forma y la fuerza social que estas virtudes tuvieron. Es la línea de santidad propia de nuestro tiempo que adquiere confirmación y aliento; es la escuela de esas mismas virtudes la que recibe público aplauso y premio oficial.

Pues la Iglesia, también en esta luminosa circunstancia, nos habla de las necesidades, aún vivas e insatisfechas, de nuestra sociedad; también nos exhorta a dar al hombre, al hombre del trabajo material especialmente, una consideración especial en el complejo concurso de los coeficientes de la producción económica y del progreso social; también nos descubre su corazón lleno de afecto y estima por las clases trabajadoras, y nos abre las reservas de su activa caridad para la salvación, la alegría, la formación humana y cristiana de la juventud estudiantil, agrícola y obrera.

Murialdo, desde lo alto, así nos enseña; ¡que desde lo alto nos haga capaces de seguir sus ejemplos y que también un día participemos nosotros en su gloria!

 



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