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MISA PARA LOS EMPLEADOS DE LA EMPRESA DE SERVICIOS TELEFÓNICOS ITALIANOS

HOMILÍA DE PABLO VI

Basílica Vaticana
Segundo domingo de Cuaresma, 23 de febrero de 1964

 

Nos sentimos gozosos de recibir a los miembros de la Empresa Estatal de los Servicios Telefónicos de Italia, guiados hasta aquí por el Sindicato de los Trabajadores de los Teléfonos del Estado, y ofrecemos nuestro respetuoso saludo al director general, que sabernos participa gentilmente en este encuentro, como también a los demás dirigentes y técnicos de la gran Compañía, a los promotores de esta audiencia y en particular al señor secretario general de vuestro Sindicato; a todos vosotros, hijos carísimos, adscritos a estos importantes y modernísimos servicios, a vosotros aquí presentes, que os abrazamos amorosamente con nuestra mirada, admirando vuestra asistencia a esta ceremonia sagrada, vuestro número tan consolador y significativo, y los sentimientos, buenos, filiales y religiosos que nos manifestáis con esta visita, inundando nuestro corazón para que en vuestro nombre los ofrezcamos al Señor como profesión de fe y de vigor moral, y que Nos mismo expresamos por vosotros en la oración, por cada uno de vosotros, por vuestras familias, por vuestros colegas, por todas vuestras comunidades de trabajo, por todas las sociedades a las que prestáis vuestro servicio, tan útil y delicado.

Sí, permitidnos que os saludemos a todos. Permitid que antes de abrir nuestro espíritu con las palabras religiosas propias de este domingo, os aseguremos, a todos y cada uno, nuestro afecto paternal, nuestra estima, nuestro deseo de vuestro bien. Permitid que nos introduzcamos en el círculo de vuestras ocupaciones diarias, y también os transmitamos una comunicación, que, como siempre hacéis, habéis de transmitir a los demás; permitid que os dirijamos a vosotros, a vosotros trabajadores y trabajadoras de teléfonos, nuestro mensaje; esta vez seréis vosotros los interlocutores a la escucha, a vosotros va dirigida la comunicación, y quiere llegar y afirmarse en vuestros espíritus, en vuestras personas.

Quisiéramos honrar vuestro trabajo, no sólo en su aspecto técnico, que también es maravilloso, pero que reduce casi a una prestación instrumental, mecánica, vuestro servicio, sino en su aspecto moral y vivo, que os compromete como seres espirituales, inteligentes, libres y responsables, y os exige una colaboración, que la técnica no puede sustituir ni prestar: la obra humana. Os saludamos, os honramos, os bendecimos, no como seres anónimos, como números insignificantes de un gran complejo, sino como almas singulares y vivientes, cada una con su inconfundible personalidad, con su prestancia civil, con su historia interior, con su destino superior, con su dignidad cristiana.

Quisiéramos también que cada uno comprendiese que esta elevación de todo individuo humano a la dignidad sagrada de persona dotada de la vocación y del esplendor de la filiación divina y de la fraternidad cristiana constituye precisamente la misión de nuestra religión, que conserva y defiende en todos los seres humanos su estatura de nobleza y grandeza, más aún la eleva al grado superior de la vida sobrenatural.

Algo maravilloso, hijos e hijas, que sólo la religión cristiana sabe lograr, y que no sólo se realiza dejando a los fenómenos sociales del mundo moderno, que producen complejos organizativos, donde el individuo queda como absorbido y enajenado, que se desarrollen según las leyes racionales del progreso, sino que penetra estos fenómenos, los imprime los principios inalienables del respeto a la persona humana, los ennoblece, los humaniza y los santifica.

Recordamos esta función de la vida religiosa, difundida en la vida económica, profesional y social para que sepáis valorar su importancia, más aún, su necesidad, y no caigáis en la ilusión, demasiado difundida en la opinión pública moderna, de que el progreso técnico y mecánico basta a nuestra vida y sustituye todo cuanto en otro tiempo se atribuía a la Providencia y a la vida espiritual, y a la fe religiosa. Y sería un acto de buena inteligencia el que se confirmase en vosotros la persuasión de que cuanto más avanzados estemos técnicamente, mayor deber y necesidad tendremos de ser fieles religiosamente; cuanto más sofoque la civilización técnica, al mismo tiempo que la sirve, la vida del hombre, más tendremos que alimentar la vida del alma, que sólo la oración y la fe, en sumo grado y de forma no falaz, pueden vivificar.

También os diremos que ésta es una de las principales tareas, que soluciona múltiples problemas de la vida moderna. ¿Cómo poder difundir la religión en un mundo ocupado y empeñado completamente en sus febriles e interesantes actividades temporales? ¿Cómo ser considerada útil, más aún, indispensable? ¿Cómo ser comprendida y practicada, no tanto como un yugo opresor y molesto, sino como un derecho a la bondad y a la felicidad?

Naturalmente, este proceso de comprensión y de revalorización de la religión, como elemento magnífico y necesario de la vida, no es siempre fácil; compromete a la Iglesia a revisar sus métodos prácticos de presentación del mensaje de Cristo; y compromete a los fíeles, más aún, compromete a toda persona inteligente y responsable a secundar este esfuerzo de “adaptación”, como ahora se suele decir. Pero Nos mismo comprendemos cuántas y cuáles dificultades presenta particularmente a quien no tiene oportunidad ni tiempo de hacer estudios especiales sobre la materia.

Pero quisiéramos consolar vuestra buena voluntad para no desesperar, para no ceder a las tentaciones de la superficialidad, para no quedar privados del gozo de descubrir vosotros mismos que el cristianismo, que parecía, al experimentado en la vida moderna, algo superfluo, extraño y difícil, arbitrario y exigente es, sin embargo, vivo y bello, hecho a propósito, diríamos, para nuestro siglo y para los problemas reales de nuestro espíritu. ¿Es posible? Miradlo; para ello os leeremos sencillamente el texto evangélico de la santa misa que estamos celebrando. Es una de las páginas más misteriosas, más maravillosas e instructivas del Evangelio. No quisiéramos cansaros con su lectura, con la visión, con la revelación que nos presenta.

Dice así:

“Tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y subió con ellos a un monte elevado a solas. Y se transfiguró en presencia de ellos, y comenzó a deslumbrar su faz como el sol y sus vestiduras se hicieron blancas como la luz. Y de pronto aparecieron a su vista Moisés y Elías, conversando con Él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, buena cosa es estarnos aquí; si quieres, haré aquí tres tiendas, una para Ti, una para Moisés y otra para Elías. Estando él aún hablando, de pronto una nube luminosa los cubrió. Y he aquí una voz salida de la nube que decía: Este es mi Hijo querido en quien me agradé; escuchadle. Y al oírlos los discípulos cayeron sobre su rostro y se atemorizaron sobre manera. Y se acercó Jesús y tocándoles, dijo: Levantaos y no tengáis miedo. Alzando sus ojos a nadie vieron, sino a Él, a Jesús solamente. Y mientras bajaban del monte les ordenó Jesús diciendo: A nadie digáis la visión hasta que el Hijo del hombre hubiere resucitado de entre los muertos” (Mt 17, 1-9).

Nos detendremos aquí. ¡Cuántas cosas tendríamos que meditar, qué impresión tendríamos que grabar en nuestras mentes sobre esta escena sublime! San Pedro, escribiendo desde Roma su segunda carta, recordará el hecho prodigioso, con un testimonio que nos confirma su milagrosa realidad y nos demuestra la eficacia probativa del mensaje evangélico.

Nos bastará recordar que el rostro humano de Cristo esconde y revela a un tiempo su rostro divino; que Cristo, y con Él el cristianismo que de Él deriva, se nos presenta con semblanzas, que con frecuencia, a primera vista, no demuestran nada extraordinario, ni original ni profundo. Más aún, a veces el rostro de Cristo es el de un enfermo, el de un condenado, el de un muerto; en seguida escucharemos en las evocaciones de la liturgia cuaresmal las palabras pavorosas de Isaías que se refieren a Cristo crucificado: “…no tenía belleza alguna, ni esplendor, lo vimos y no tenía aspecto que atrajese nuestra mirada. Era abyecto, el último de los hombres, el varón de dolores que conoce el sufrimiento...” (53, 2-3).

El rostro de Cristo y el de su religión nos parece, a veces, mísero y miserable, el espejo de la miseria y de la deformidad humana. Nos parece manchado, profanado, inadecuado para irradiar lo que tanto place al gusto de la gente de hoy: la belleza sensible, la expresión formal, la apariencia grata. Por otro lado, nos parece privado de su luz, horrible y sin el esplendor de las luces artificiales de gallardía humana que encantan y avasallan los ojos de nuestra más joven generación; también nos parece privado de la luz, Él que debería hacerla brillar y elevarla alta y consoladora sobre la escena humana. Esto es, Cristo y su Iglesia parecen no tener ningún atractivo para nosotros, ningún secreto, con que fascinarnos y salvarnos.

Pues bien, es preciso volver a recordar el prodigio de la Transfiguración; es preciso escuchar la voz que llena el cielo sobre la persona de Cristo y nos invita a escucharlo. Fue una hora única y prodigiosa la que los discípulos fieles pasaron aquella noche sobre el Tabor, y será una hora continua y habitual en nosotros si sabemos tener los ojos fijos en la mirada de Cristo y sobre lo que históricamente la reproduce, la de su Iglesia; una transparencia singular nos dejará primeramente entrever, luego descubrir y admirar el rostro escondido, el verdadero rostro, el rostro interior del Señor y de su Cuerpo místico, y nuestra maravilla y alegría no tendrá límite ni medida.

Es preciso volver a descubrir el rostro transfigurado de Cristo para sentir que Él es todavía, y precisamente para nosotros, nuestra luz. La que ilumina a toda alma que lo busca y recibe, que embellece toda la escena humana, que le da color y relieve, mérito y destino, esperanza y felicidad.

Hijos carísimos, dejad, pues, que hoy la luz suave y fulgurante de Cristo os ilumine desde aquí y con nuestra bendición acompañe vuestro camino por la tierra hacia la visión de la luz eterna.



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