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CARTA DEL SANTO PADRE PABLO VI,
FIRMADA POR EL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO,
A LA XXIII SEMANA SOCIAL DE
ESPAÑA CELEBRADA EN BARCELONA

 

Ciudad del Vaticano, 29 de mayo de 1964

Excelentísimo y reverendísimo señor[1]:

Gustosamente comunico a vuestra excelencia que el Santo Padre ha visto con viva simpatía la información enviada sobre la próxima Semana Social de España.

Ha sabido el Santo Padre con íntima satisfacción el prestigio creciente que rodea la celebración de las Semanas Sociales españolas, así como la repercusión que sus deliberaciones y trabajos alcanzan en la opinión pública del país, y que se traduce principalmente en una colaboración cada vez mayor hacia la elevación de la conciencia social del pueblo español. Sea esto también para vuestra excelencia y colaboradores motivo de consuelo y estímulo para la futura labor.

Esta institución se propone tener su XXIII Sesión en la ciudad de Barcelona sobre la “Socialización y libertad”: tema de indudable actualidad e importancia, particularmente por el momento que la sociedad en general, y más en particular la española, atraviesa, dado el proceso de industrialización que en su seno se registra; tema también cuyo estudio, por parte de prestigiosos profesores y técnicos, encuentra marco adecuado en la populosa ciudad de Barcelona, a la que su historia mercantil, su vocación intelectual, su espléndida tradición industrial y fabril, el progreso técnico y la experiencia dan capacidad indiscutible para promover toda suerte de sanas iniciativas económicas, culturales y sociales.

A cuantos participan, pues, en estas reuniones, Su Santidad envía, con sus mejores votos, una palabra de aliento.

La Iglesia, que ha recibido de su Fundador, Jesucristo Redentor del mundo, el mandato de anunciar el Evangelio a los pueblos y de comunicar las riquezas de la salvación a aquellos que están dispuestos a recibirlas, se alegra de todo progreso verdadero y alienta cualquier esfuerzo sincero encaminado a hacer la existencia del hombre más digna, de acuerdo con sus exigencias naturales de libertad, de perfeccionamiento espiritual, cultural y moral, y según también su vocación a una vida de hijo de Dios (cfr. S. S. Pablo VI, Discurso a los trabajadores de la Campania, 25 de abril de 1964). Mas es siempre necesario estudiar y seguir con atención vigilante las tendencias y fenómenos que se manifiestan en las estructuras sociales de una determinada época, a fin de poder descubrir y remediar las necesidades concretas de los hombres, no solamente en el campo material, sino también en el propiamente humano.

El hombre en nuestro tiempo, gracias al desarrollo maravilloso de las ciencias y de la técnica, está conquistando un dominio cada vez mayor de las energías de la naturaleza; debe él, pues, encontrar también el modo de que con esto no sufra su dignidad personal por falta de una correspondiente organización social, o incluso a causa de persistentes condiciones injustas que en la misma se verifiquen o de situaciones que, en vez de elevarlo, lo degraden u opriman más todavía.

El progreso técnico, en efecto, va acompañado, a su vez —condicionándolo—, por el fenómeno de la socialización. Qué se entiende por esta palabra nos lo dice claramente la encíclica Mater et magistra: «Una de las notas más características de nuestra época es el incremento de las relaciones sociales, o sea la progresiva multiplicación de las relaciones de convivencia, con la formación consiguiente de muchos modos de vida y actividad asociada que han sido recogidos, la mayoría de las veces, por el derecho público o por el derecho privado».

Este párrafo describe, pues, ante todo, un hecho social: el hombre de hoy está cada vez más integrado en relaciones sociales, su bienestar humano depende cada vez más de organismos sociales creados exprofeso para estos fines sociales. En su trabajo, lo mismo que en la utilización de su tiempo libre, en la búsqueda de seguridad contra peligros imprevisibles de la vida, en el esfuerzo por adquirir una instrucción superior, a tono con su aspiración a elevarse humana y socialmente y a gozar de paz en la vejez, el hombre de la sociedad, tanto industrializada como en vías de desarrollo, espera de ella que le ayude, que le organice las condiciones de vida, que le quite la inseguridad y las preocupaciones demasiado opresivas.

No se ha de olvidar, sin embargo, que esta reintegración del individuo en sus relaciones sociales no tiene lugar tanto en el cuadro de las antiguas estructuras familiares, patriarcales y locales, cuanto en el de una sociedad de masas en la que el individuo parece quedar en el anonimato y convertirse en un simple objeto para la previsión social y para otras organizaciones profesionales o servicios públicos.

Por esta razón, la socialización que, según su finalidad obvia, debe crear un mayor bienestar para el hombre, si se desarrollara de un modo no equilibrado y se dejara a merced de fuerzas unilaterales, como, por ejemplo, en poder exclusivamente del Estado o de fuerzas de ideología deformada, podría llevar a una disminución real de los valores propiamente humanos, cuales son: el sentido de la responsabilidad en el campo familiar, profesional y cívico, la iniciativa creadora de cada personalidad, e, inclusive, la libertad misma en el ejercicio de las obligaciones y derechos fundamentales de la vida.

La tendencia de la sociedad moderna a nuevas formas de socialización debe ser, pues, continuamente corregida por una sana organización, en la idea de que «el progreso de las relaciones sociales puede y, por lo mismo, debe verificarse de forma que proporcione a los ciudadanos el mayor número de ventajas y evite, o a lo menos aminore, los inconvenientes». (Mater et magistra, n. 64).

Ocupa constantemente el centro de la solicitud en la doctrina de la Iglesia la persona humana, plenamente responsable en la formación de la propia vida y en la ejecución de sus actos ante Dios y los hombres a la medida de sus derechos y de sus deberes. La religión —decía Su Santidad el Papa Pablo VI (Homilía de la Santa misa para los miembros de la Empresa Estatal de los Servicios Telefónicos de Italia, 23 de febrero de 1964)— «no se doblega a los fenómenos del mundo moderno, al que caracterizan organismos en los que el individuo está como absorbido y aniquilado, y que obedecen a las leyes racionales del progreso. La religión, en cambio, penetra tales fenómenos, los relaciona con los principios imprescriptibles del respeto a la persona humana, los ennoblece, los humaniza y, en fin, los santifica».

El bien común de la sociedad en general, lo mismo que de cualquier comunidad inferior, no puede quedar circunscrito a su aspecto puramente técnico. El bien común es siempre el bien de las personas que viven en el consorcio civil a fin de poder conseguir ellas una perfección que supera sus posibilidades individualmente consideradas. «Todo programa debe inspirarse en el principio de que el hombre, como sujeto, custodio y promotor de los valores humanos, está por encima de las cosas, por encima también de las aplicaciones del progreso técnico» (S. S. Pío XII, Discurso de Navidad, 1952).

Por esto la encíclica Mater et magistra insiste también en la necesidad de que los gobernantes y todos aquellos sobre quienes recae la responsabilidad de las comunidades humanas o de los organismos sociales tengan un justo concepto del bien común humano. «Este concepto abraza todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección».

Es necesario, pues, que en la sociedad moderna exista o se promueva, en la apreciación de las cosas y en la acción social concreta, una justa jerarquía de valores que no ponga en su cima, como fin, lo que debe quedar como medio e instrumento, y que, por otra parte, no ignore la urgencia de ciertas necesidades más inmediatas y, por lo tanto, de orden inferior, sin las cuales la consecución de los valores superiores sería ilusoria.

En este sentido es muy importante el que los verdaderos valores de la vida social que todavía se han conservado, como, por ejemplo, aquella sana estructura de la familia, que es, sin duda, una gloria de la tradición española, queden en salvo y sean protegidos e incluso, de acuerdo con las nuevas condiciones de los tiempos, cada vez se vean más desarrollados y favorecidos. Las organizaciones que se refieren a este sector familiar habrán de ser tenidas muy en cuenta, ya por la nota de ejemplaridad que presentan en la materia, ya por su vinculación más cercana al derecho natural.

Además, según la enseñanza ya establecida por la Iglesia, a fin de que la socialización no actúe en desfavor de la persona humana, se necesita que las asociaciones y las organizaciones sociales, dentro de las cuales se desarrolla la vida de los individuos y de las que dependen, muchas veces, decisiones individuales, expresen los legítimos deseos y representen los justos intereses de la categoría cuyo nombre llevan. De hecho, la sociedad moderna está continuamente amenazada por el poder de fuerzas anónimas. La economía de mercado tiende de suyo hacia la constitución de grandes unidades productivas, dirigidas muchas veces por poderes económicos que socialmente aparecen como anónimos. La sociedad de masas da, además, lugar a cualquier forma de irresponsabilidad en el campo ideológico, organizativo y administrativo. A obviar y prevenir estos efectos nocivos de la socalización tienden estas advertencias tan sabias de la citada encíclica Mater et magistra: «Juzgamos, además, necesario que los organismos o cuerpos y las múltiples asociaciones privadas que integran principalmente este incremento de las relaciones sociales sean en realidad autónomos y tiendan a sus fines específicos con relaciones de leal colaboración y de subordinación a las exigencias del bien común. Es igualmente necesario que dichos organismos tengan la forma externa y la substancia interna de auténticas comunidades, lo cual sólo podrá lograrse cuando sus respectivos miembros sean considerados en ellos como personas y llamados a participar activamente en las tareas comunes».

En este caso, no obstante, la integración social, siempre en aumento, la responsabilidad personal, queda completamente a salvo, porque los dirigentes no se sienten solamente como ruedas de una grande organización anónima, sino que se convierten en representantes de un cuerpo vivo. Los miembros quedan en contacto personal con los órganos sociales que están encargados de promover su bien común y, finalmente, la sociedad entera tiene el beneficio del interés personal de todos sus miembros, aunque en niveles distintos, y por lo mismo será mucho más sólida la paz que es siempre fruto de una ordenación justa y bien estructurada y de la unión de mentes y corazones en los mismos ideales civiles básicos de la convivencia.

Evidentemente, el desenvolvimiento de una vida humana bien equilibrada, y más aún de una vida social bien organizada, no puede ser el resultado de un esfuerzo improvisado y momentáneo, sino que requiere una seria preparación en los artífices de la misma, es decir, una educación para lo social adaptada a las condiciones actuales en los diversos planos y ambientes, y presupone también un estudio previo y una acción concorde en las distintas partes del organismo social.

Por una parte, es necesario que los individuos se den cuenta de que las comunidades pueden prosperar solamente si ellos dedican a éstas sus mejores energías, y de que las formaciones sociales serán conformes con las exigencias personales, en la medida en que cada uno de los miembros se sientan personalmente responsables del bien de todos. En la época de la socialización hay que abandonar la vieja idea de que las cosas públicas deben ser dejadas en manos de aquellos que tienen la ambición de atraerlas a sí mismos. Los cristianos especialmente no han de olvidar nunca que con empeño, honrado y generoso, de contribuir a una ordenación social cada vez más digna del hombre, colaboran en la realización del designio de la Providencia, la cual ha dispuesto que el hombre, agradecido por los beneficios de ella recibidos, trabaje sobre la tierra y perfeccione las instituciones de modo que pueda, bendiciendo siempre al Señor, elevar también su espíritu a las cosas divinas.

Mas, por otro lado, la voluntad de asumir responsabilidades en el seno de las comunidades exige una madurez humana y también, hemos de decirlo, cristiana; supone el ejercicio de variadas y preciosas virtudes, como son: la generosidad, que está por encima del apego a la propia comodidad y al egoísmo, «recordando las palabras del Señor Jesús, que Él mismo dijo: más feliz es el que da que el que recibe» (Hch 20, 35) ; el desinterés, que excluye toda búsqueda deshonesta de beneficios y de favores en el servicio de la comunidad; la perseverancia y la paciencia, porque los buenos resultados, particularmente en el plano social, no se pueden obtener inmediatamente, y hay que vencer continuamente las dificultades y la oposición de aquellos que no comprenden todavía el camino de la renovación social.

Finalmente, hay que tener presente que, en la época de la socialización, cualquier acción social, en cualquier nivel, no puede ser fruto de un impulso esporádico, por muy generoso que éste sea, sino que se deben seguir los planes bien estudiados y meditados, a los que, a su vez, hay que dotar de medios suficientes y prácticos. No bastan iniciativas generosas, aisladas, y muchas veces en competencia unas con otras, para construir o renovar una civilización cristiana en el ámbito de la vida social: hay que conocer las necesidades materiales y espirituales en larga escala, extender los estudios a un plano nacional y posiblemente continental, a fin de que los beneficios de la colaboración social lleguen a todas partes, y en modo particular allí donde la necesidad sea más grave y urgente. Habrá que superar, sin embargo, con generoso arrojo todos los particularismos, a fin de que no queden, en el ámbito de una comunidad nacional, áreas “deprimidas” material y espiritualmente. Son por eso dignas de examen aquellas iniciativas que —como, por ejemplo, la institución de cooperativas— sean más aptas a este fin, dirigiendo particular atención a la agricultura, sector cuyo desarrollo técnico y humano en nuestro tiempo presenta carácter de mayor urgencia.

El conocimiento de la vida moderna y de las estructuras sociales debe estar animado por la verdadera caridad cristiana que, teniendo presentes las características de orden particular y general, opera el bien según el orden de las necesidades, y ve en todo y en todos a Cristo Salvador nuestro. La caridad que supone y eleva la justicia en el orden divino, hace al hombre libre, con aquella libertad verdadera de los hijos de Dios, los cuales cooperan en unión fraterna con todos aquellos que se esfuerzan, con recta intención, por construir una sociedad cada vez más digna, más humana. Como advertía el Papa Pío XI en la Quadragesimo Anno, «todas las instituciones destinadas a consolidar la paz y promover la colaboración social, por muy bien concebidas que parezcan, reciben su principal firmeza del mutuo vínculo espiritual que une a los miembros entre sí... La verdadera unión de todos en aras del bien común sólo se alcanza cuando todas las partes de la sociedad sienten íntimamente que son miembros de una gran familia e hijos del mismo Padre celestial».

Al ilustrar estos ideales y conseguir estas metas el Santo Padre les alienta, y por el mejor éxito de las labores de la Semana Social de Barcelona, él formula cordiales votos, mientras, invocando sobre vuestra excelencia y demás organizadores, lo mismo que sobre cuantos en la misma participan, escogidas gracias del cielo, les imparte de todo corazón una especial bendición apostólica.

Con el testimonio de mi más distinguida consideración, soy de vuestra excelencia reverendísima devotísimo en Cristo,

A. G. CARDENAL CICOGNANI.

 
[1] Excelentísimo y reverendísimo monseñor Rafael González Moraleja, presidente de las Semanas Sociales de España.


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