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DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 7 de enero de 1965

 

Excelencias y queridos Señores:

Nos regocija, al comenzar el nuevo año, acoger los votos colectivos del Cuerpo diplomático, expresados por vuestro querido Decano, Su Excelencia el Barón Poswick, en términos emocionantes.

Proviniendo de personalidades calificadas como vosotros sois, este intercambio de buenos deseos para el Nuevo Año, que podría limitarse a una formalidad de pura cortesía, adquiere ante Nuestros ojos valor y autoridad singulares.

Vuestra función de diplomáticos es, en efecto y de por sí, altamente representativa. Ejercida además ante la Santa Sede, ella es testimonio de la estima que vosotros profesáis por los valores espirituales y morales. Como bien lo adivináis, Nos no podemos dejar de ser sensibles a ello.

Con gozo Nos os acogemos hoy y damos las gracias por haber venido, con una unanimidad tan elocuente, a presentarnos vuestros votos y los de vuestros Países. Huelga deciros con qué corazón formulamos a Nuestra vez los Nuestros, para vuestras personas así como para las Naciones de las que vosotros sois autorizados intérpretes.

Pero ya que se Nos ofrece oportunidad para ello, Nos quisiéramos además deciros cuán felices Nos hace constatar el eco que en el Cuerpo Diplomático hallan algunos puntos de vista que a veces Nos es dado manifestar a lo largo del año. La diligencia con que vosotros tenéis a bien acoger Nuestras declaraciones, la atención colmada de simpatía con que seguís las actividades de la Iglesia y las Nuestras –trátese de los trabajos del Concilio Ecuménico o de los viajes que la Providencia Nos ha inspirado que emprendiéramos o de determinadas iniciativas de caridad– todo ello Nos toca vivamente y Nos estimula en Nuestro difícil ministerio. Permitid que nos os manifestemos públicamente Nuestro reconocimiento por ello.

Nos place ver más allá de vuestras personas a los Gobiernos que os acreditan y una vez más queremos, por vuestro intermedio, felicitarlos, poniendo de relieve cuanto ellos emprenden en bien de las grandes causas de la paz, de la colaboración entre las Naciones, de la ayuda a los pueblos en vías de desarrollo. Esfuerzos numerosos en favor de causas que tocan tan de cerca los destinos de la humanidad y que conciernen a aspectos tan prometedores de la vida internacional, merecen ser altamente apreciados y alentados. Nos lo hacemos de muy buen grado ante vosotros, por cuanto esas apreciaciones y loas son para honra vuestra al mismo tiempo que para Nuestra confortación.

Como vosotros sabéis, la Santa Sede trata de aportar su contribución a esa vida internacional que vive en nuestros días a un ritmo que se intensifica sin cesar. Sobre dos puntos, entre otros, viene la voz de la Iglesia a corroborar principios que son los de todos los hombres conscientes de sus responsabilidades ante la gran familia humana.

Ante todo la afirmación incondicional, reiterada sin cesar por los Soberanos Pontífices, de la absoluta primacía del derecho en las relaciones entre los hombres y los pueblos. No es la violencia, no es el uso de la fuerza, no es la búsqueda ciega de intereses egoístas lo que podrá jamás conducir a un verdadero desarme de los espíritus, a una fraternidad auténtica, a una paz sólida y duradera. Pacta sunt servanda. No sólo es siempre actual el viejo adagio jurídico sino que bien puede decirse que en cierta manera resplandece a la luz de las trágicas experiencias vividas en estas últimas décadas. Cuanto más el derecho es olvidado, despreciado, pisoteado tanto más evidentes se hacen su grandeza, su belleza, su absoluta necesidad para la ordenada vida en común de la sociedad, tanto más son evidentes la razón, su belleza, el sentido humano, la negociación serena y exenta de pasión –en fin de cuentas, queridos Señores, la diplomacia– los que deben regular las relaciones humanas que son los que solamente pueden construir el edificio de paz.

Un segundo principio directivo de Nuestra participación en la vida internacional es éste: la Santa Sede reconoce, aprueba y alienta las legítimas aspiraciones de los pueblos.

Si el derecho no ha sido todavía suficientemente formulado en esta materia, en todos sus detalles, no por ello es menos sólida su base en su origen, en el derecho natural, y por esto mismo ha de ser admitido y reconocido por quienquiera. Queremos referirnos a la libertad de las naciones jóvenes a gobernarse por sí mismas, a los derechos que el hombre posee en su condición de tal (independientemente de su raza, del color de su piel, de su religión, de su nacionalidad... ); queremos referirnos además al desarrollo de las relaciones entre los pueblos, sobre un plano de acrecentada solidaridad, que ha de traducirse en la ayuda a los menos afortunados, en la defensa de los débiles. Es éste un inmenso dominio librado a la atención y a la generosidad de los hombres de Estado de nuestro siglo.

El Presidente de la India, pensador y escritor de renombre, Nos confiaba durante la conversación con que tuvo a bien honrar Nuestra breve estancia en Bombay, algunos de sus pensamientos acerca de la organización de la sociedad. Nos decía sobre todo cuán necesario estimaba el que el desarrollo técnico y económico fuera acompañado del desarrollo y la afirmación de principios morales y espirituales capaces de asegurar la defensa y el progreso del hombre en cuanto tal.

Allí es, en efecto, donde hay que buscar la solución de uno de los mayores problemas de nuestra época: no basta que el hombre se crezca en lo que posee, ha de crecer en lo que él es. Y para volver a tomar la expresión harto conocida de un filósofo contemporáneo, es un «suplemento de alma» lo que el gran cuerpo de la humanidad más necesita en este momento. Por Nuestra parte y en la medida de Nuestras posibilidades, Nos trabajamos precisamente para dar al mundo ese «suplemento de alma». No teniendo por mira ningún interés temporal, es Nuestra única preocupación la de proteger los derechos de todos, ofrecer a quienes Nos honran apreciándolos, el patrimonio espiritual de la Iglesia Católica, su autoridad, su apoyo moral, sus servicios. Nos no pedimos sino que se ayude a todos cuantos buscan sinceramente fijar los principios morales y espirituales sobre los cuales podrá ser edificada la civilización de mañana.

Confortación y gozo Nos es, Señores, sentir que vosotros entráis en este orden de ideas y que queréis rodearnos de vuestra comprensión y de vuestro apoyo en el cumplimiento de esta tarea. ¡Ojalá este año qué se abre logre hacer progresar a la humanidad por esta senda! ¡Ayudémonos y que Dios Nos ayude! Con este deseo en los labios y en el corazón, Excelencias y queridos Señores, Nos invocamos sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre vuestras naciones, al alba del año nuevo, la abundancia de las bendiciones divinas.

Antes de impartir la Bendición Apostólica, refiriéndose a la sucesión de dolorosas noticias sobre los peligros que acechan al supremo bien de la paz en varias partes del mundo, el Santo Padre añadió:

Permitidnos abriros la inquietud de Nuestro corazón e invocar una vez más el gran bien de la paz, que está muy lejos de estar asegurada a los hombres y a las naciones, ¡Quiera Dios iluminar a todos los responsables y guiarlos por las vías del entendimiento, de la reconciliación y de la fraternidad!


*ORe (Buenos Aires), año XV, n°645, p.2.

 



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