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DISCURSO DEL PAPA PABLO VI
A LOS MIEMBROS DE LA ASAMBLEA GENERAL
DE LA ASOCIACIÓN DE LOS INSTITUTOS DE ESTUDIOS EUROPEOS*

Sábado 29 de abril de 1967

 

Nos tenemos la alegría de recibiros aquí en este día, queridos Señores, Miembros de la Asamblea General de la Asociación de los Institutos de Estudios Europeos, y agradecemos las nobles palabras del Comisario extraordinario del Instituto «Alcide De Gasperi», bajo cuyo patrocinio se han organizado vuestras reuniones romanas.

Vosotros sois hombres de estudio, pertenecientes a ocho países del continente europeo, que unís vuestros esfuerzos para favorecer el progreso de la causa de su unificación; Nos os felicitamos por esto y os aseguramos que la Iglesia sigue vuestros trabajos con interés y fervor.

La cuestión de la unificación europea puede parecer de naturaleza sobre todo económica y política. La realidad, sin embargo, es que dicha unidad abarca tantos aspectos de orden cultural, moral e incluso religioso, que la Iglesia no podría dejar de interesarse por la misma, desde el momento en que se planteó la cuestión. Y si vosotros lo permitís, Nos quisiéramos mostraros la continuidad de este interés, evocando brevemente ante vosotros algunas de las más sugestivas declaraciones formuladas a este respecto por Nuestros inmediatos Predecesores.

Apenas terminada la guerra mundial, Pío XII, con su notable intuición de los problemas de nuestro tiempo, indicó simultáneamente la necesidad y la dificultad del establecimiento de una unión europea. «No hay tiempo que perder – añadía –…Ya es tiempo de que se realice. Incluso algunos ya se preguntan si no es demasiado tarde...»Y sugería los medios en estos términos: «Uno espera – decía – de las grandes naciones del Continente que sepan hacer abstracción de su grandeza de antaño para alinearse en una unidad política y económica superior» (Alocución al II° Congreso Internacional de la Unión europea de los Federalistas, 11 de noviembre de 1948).

Sin duda, la lentitud de los progresos no corresponde a la espera, y una nota no exenta de preocupación aparece en la alocución dirigida, algunos años más tarde (13 de septiembre de 1952), a un grupo de peregrinos del Movimiento «Pax Christi». Evocando las personalidades políticas que trabajaban con valor en la unificación de Europa, Pío XII decía: «Cuando Nos seguimos los esfuerzos de estos hombres de Estado, no podemos evitar un sentimiento de angustia... Todavía no existe la atmósfera, sin la cual estas nuevas instituciones políticas no pueden mantenerse largamente» (Discurso a los peregrinos de «Pax Christi», 13 de septiembre de 1952).

El Radiomensaje de Navidad de 1953 brindó al gran Pontífice la ocasión de formular un nuevo y apremiante llamamiento, así como de refutar la objeción de los que vacilaban. Teniendo ante sus ojos «la visión gris de una Europa todavía inquieta», exhortó a los hombres políticos cristianos a la acción. «¿Por qué titubear todavía? – les preguntaba –. El fin es claro, las necesidades de los pueblos están ante los ojos de todos. A quien exigiera de antemano la garantía absoluta del éxito, sería necesario responderle que se trata, ciertamente, de un riesgo, pero adaptado a las posibilidades presentes, de un riesgo razonable» (Radiomensaje de Navidad, 1953).

Pronto, gracias a Dios, el movimiento hacia la unificación de Europa se afirmó irreversiblemente, y Pío XII – un año apenas antes de su muerte – tomaba conocimiento de ello con profunda alegría ante los representantes de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. «Al día de hoy – les decía – muchas de las aprehensiones se han calmado y se entrevé que el movimiento creado no se puede ya detener, que es necesario entrar en él a fondo y consentir los sacrificios temporarios, sin los cuales no sería posible lograr lo que se desea...». «Entrar en una comunidad más amplia – proseguía – no tiene lugar jamás sin sacrificios, pero es necesario y urgente comprender su carácter inevitable y, en definitiva, bienhechor». Y concluía: Los resultados obtenidos nos hacen confiar en un porvenir feliz». Estimaba que los países de Europa que habían aceptado el principio de delegar una parte, de su soberanía a un organismo, supranacional, habían «entrado en un camino saludable, del cual podía surgir para ellos mismos y para Europa una vida nueva en todos los dominios, un enriquecimiento no solamente económico y cultural, sino también espiritual y religioso” (Discurso a los representantes de la C.E.C.A., 4 de noviembre de 1957).

El interés del Papa Juan XXIII por la construcción de Europa no fue menor. Nada de lo que podía acercar y unir a los hombres fue indiferente al gran corazón de este Pontífice, y no tenemos necesidad de recordaros el eco universal que encontraron sus esfuerzos, inspirados por tan sincero y evidente amor a la humanidad. Puede ser que jamás un documento pontificio encontró una acogida comparable a la que el mundo concedió a la célebre Encíclica Pacem in terris.

En lo que concierne más especialmente a Europa, Nuestro predecesor inmediato se pronunció con una claridad particular en la carta que hizo enviar por su Secretario de Estado a la Semana Social de Estrasburgo en julio de 1962. «Europa es una realidad que se construye cada día... El riesgo ha sido asumido y esta audacia ha tenido su recompensa..». El solemne documento tomaba conciencia de los primeros y felices resultados de la Comunidad europea del Carbón y del Acero, ya que tocaba el problema de la existencia de un bien común perteneciente a Europa. «Una unión europea por construir ¿poseería en propiedad un bien común como así existe en cada pueblo?». La respuesta era categórica: «Sin ninguna duda, este bien común europeo existe; es necesario afirmarlo y esforzarse en la promoción de su realización» (Carta dirigida a M. Alain Barrère, Presidente de la Semana Social de Estrasburgo, julio de 1962).

Como veis, Señores, cuando la Providencia quiso imponernos, esta vez a Nos, la carga del pontificado supremo, el camino, por así decirlo, estaba ya trazado; Nos no teníamos más que seguir, con respecto a Europa, la orientación de Nuestros dos inmediatos predecesores. Nuestras declaraciones al respecto han sido bastante numerosas y se extienden hasta estos últimos días. Os son sin duda conocidas, al menos en parte, y no las citaremos para no hacer pesada esta alocución. Permitidnos solamente mencionar que uno de Nuestros primeros cuidados fue el de dar a Europa un protector celestial, y que Nos quisimos aprovechar la ocasión de Nuestra visita a la Abadía de Monte Casino, en 1964, para proclamar solemnemente a San Benito como Patrono de Europa (24 de octubre de 1964).

¿Por qué, se preguntará alguno, se toma tanto interés una sociedad espiritual por cuestiones temporales tales como la organización política y económica de un continente? La respuesta se encuentra ya contenida implícitamente en el breve recuerdo histórico que hemos esbozado. Tantos valores de cultura, de moral, de religión están implicados en la idea de Europa; ésta representa tal patrimonio espiritual a los ojos de la Iglesia, el equilibrio de todo un continente es una cuestión de tal gravedad para la buena marcha de toda la sociedad y para la paz del mundo, que la Iglesia, guardiana del verdadero bien de los hombres, no se puede desinteresar ella. Que esto sea para vosotros, Señores, un estímulo, si tuvierais necesidad de él, en vuestros trabajos.

El tema al cual ellos se han consagrado merecería muchas más reflexiones, que desgraciadamente no caben dentro de los restringidos límites de una breve audiencia. «Europa occidental y los países del Este»: vosotros habéis elegido así uno de los puntos fundamentales, del que puede depender la organización definitiva de la sociedad europea. La Santa Sede está a vuestro lado en este trabajo del estudio de las vías que podrían conducir a un acercamiento leal y fecundo y los pasos que ha dado en estos últimos años, a los que los órganos de la prensa han dado amplia resonancia, son para vosotros una prueba de ello.

Vuestro distinguido intérprete ha querido mencionar también, en términos elogiosos, Nuestra última Encíclica sobre el desarrollo de los pueblos. Los principios que Nos hemos expuesto, son, en efecto, de un carácter general y tienen aplicación tanto para los problemas de Europa como para los de todo otro continente. En definitiva, ¿de, qué se trata sino de superar los egoísmos, los particularismos, las oposiciones de clases, de razas, de naciones, para construir una Europa y un mundo cuya verdadera fraternidad constituya al fin su ley?

Para esto trabajáis vosotros, Señores. Y aquí, en Roma, mejor que en otros lugares sin duda, escucháis la voz del mensaje de amor y de fraternidad universal proclamado por Cristo hace dos mil años y que la Iglesia no deja jamás de repetir a los hombres de cada generación. Nos conocemos el eco que encuentra en vuestras almas. Nos alegramos por ello y os felicitamos. Y al separarnos de vosotros, Nos invocamos sobre vuestros trabajos, vuestras personas, vuestras familias, vuestros Institutos, sobre todas las personas que representáis y sobre todas aquellas que os son queridas, una gran abundancia de gracia, en prenda de la cual Nos os impartimos a todos una amplia Bendición Apostólica.


*ORe (Buenos Aires), año XVII, n°753, p.10.

 



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